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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA
 

 

HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE ESPAÑA. ANALES DE LA GUERRA CIVIL: 1833 - 1886

 

LIBRO PRIMERO . LA COALICION TRIUNFANTE

SEGUNDA PARTE

 

LA JOVEN ESPAÑA. GONZÁLEZ BRAVO

XXVIII

De esta rara y anómala complicación nació la idea de formar un tercer partido, en el cual se alistase la juventud del Congreso, y que en el momento de la lucha hiciera inclinar la balanza a donde sus intereses lo exigieran.

Tan antiguo como injusto o irrealizable es este pensamiento en los partidos. Todos ellos a su vez, atribuyendo sus errores, sus desgracias, a los que los han acaudillado al parecer y dirigido, se proponen excluirlos como medio de evitar que se reproduzcan. Justo sería esto si fuesen imputables a los que el acaso u otras causas llaman a dirigir los negocios públicos durante la dominación de cada una de las banderías que se disputan el mando; pero se olvida que las banderías mismas son las que cometen los errores que les arruinan; que las más veces, los que por sus jefes son tenidos, debieran ser considerados como sus agentes y esclavos, o que el mayor número de sus determinaciones, es más bien efecto de exigencias a que no pueden resistir, que el resultado de sus propias ideas y convicciones. De aquí la injusticia de eliminarlos después de la exagerada abnegación, a veces, con que han prestado a su partido servicios, jamás, acaso, bastantemente recompensados; y es irrealizable, porque pocos, por lo común, conciben semejante pensamiento, a no ser estimulados por la ambición y el deseo de elevarse más pronto de lo que merecen. La experiencia ha acreditado que tal es casi siempre el objeto de tan vituperable proceder, y muy pronto se encuentran solos empeñados en una lucha, cuyo resultado no es otro que crear rivalidades, engendrar prevenciones, y aun odios, y dar acaso más importancia que la que antes tuvieran y quizá merecen, a las personas que son objeto de lo que no pasa de ser una ingratitud.

Intentóse, sin embargo, decididamente la formación del tercer partido, que muy pronto vino a ser conocido con el nombre o apodo de la Joven España. Claro y ostensible apoyo le dio el señor Olozaga, y su nombre sirvióle de bandera; lo cual llamó altamente la atención; porque no parecía creíble que tratara de deshacerse de estorbos que le obstruyeran el camino de su brillante carrera. Tiempo hacía que de derecho era dueño de la primera posición, digno de ella por su talento, y no necesitaba de los medios que ambiciosos de segundo y tercer orden tienen que emplear para conquistarla; pero era antigua su manía por la juventud, de la cual recibió por cierto bien triste desengaño. Mal avenido además con las exageraciones de los partidos, era su ilusión entonces dominarlos por el Parlamento, y para conseguirlo, creyó conveniente organizar los elementos, que de ellas al parecer no participasen. Buena era su intención; mas apenas puede concebirse cómo se ocultó a su penetración que los más de los que se aprestasen a auxiliar su empresa, se proponían otras miras que las de plantear pensamientos justos y conciliadores, y que desde el momento en que no pudiese o no quisiera satisfacerles, se convertirían en sus más encarnizados e implacables enemigos, cual la experiencia vino pronto a acreditarlo, pareciendo imposible se ocultase a su previsión, nada común. De esas filas, que él procuró organizar, salieron sus acusadores y los ministros que hasta el cadalso se habían propuesto llevarlo, a la sombra de un suceso que la Europa oyó con asombro, y presentaremos con más exactitud que la que por decoro del trono fuera de desear.

González Bravo fue el ejecutor del pensamiento, que supo convertir prontamente tan en su provecho. Dejando a un lado sus antecedentes, harto sabidos por desgracia suya, y porque ya no existe, conviene conocer su historia desde que se sentó por primera vez en las Cortes de 1841, empezando a desempeñar un papel importante, pues sus primeros pasos correspondieron a lo que de él podía y debía esperarse.

Colocado siempre en la línea más avanzada, a todo hizo oposición; defendía toda idea o principio exagerado; combatía todo acto que revelase en el gobierno convicciones y energía; sostuvo con calor la regencia trina, sin reparar en los medios, y condenando entonces lo que antes había aplaudido con frenesí; y al verse censurado porque sostenía en una discusión lo que como escritor había combatido, demostró su moralidad política diciendo que, siendo las posiciones distintas, nada tenía de extraño lo fuesen también las armas de que se valía: que para hacer la oposición, todo era sin excepción permitido, y que cuanto con este objeto se dijera o hiciese, no producía compromisos ni deberes de ninguna especie.

Se unió a la oposición que acaudillaba López contra el regente; peleó con la violencia y exasperación que da el despecho de esperanzas defraudadas; abandonó en 1842 a la fracción de López, diciendo que no había en ella pensamiento; se introdujo en la de Olozaga, moderó algo sus ímpetus por su oposición racional y decorosa, se conocía que se había propuesto crearse un porvenir, y para conseguirlo sacrificaba sin dificultad todas sus anteriores relaciones y compromisos.

Sin violencia, aunque con reserva, fue acogido en aquellas filas, y más de una vez notaron su empeño en hacer alarde de la amistad y benevolencia de Olozaga, Cortina y otros, que no ignoraban, por cierto, ni lo que de su capacidad podía esperarse, ni lo que de él por sus antecedentes podía temerse; pero en los Congresos; el voto forma las alianzas, y no se acostumbra á repudiar á los que contribuyen al triunfo de determinadas ideas.

Comprometido en la revolución contra el regente al lado del general Serrano, como hemos expuesto ya en otra obra, creyó llegado el momento de realizar sus esperanzas, y de obtener lo que por tantos medios se había propuesto conseguir; y ya en las Cortes de 1843, arrojó la máscara, y decididamente trató de ser ministro, aunque sin discurrir jamás dar su nombre á un gabinete ni presidirlo: sólo dirigió todos sus esfuerzos á asociarse á quien pudiera, en su juicio, hacerlo y lo aceptase.

Descollando Cortina en aquella situación, procuró González Bravo averiguar sus intenciones; y como no lo conseguía por medios indirectos, le preguntó de un modo muy explícito si aspiraba al ministerio, y lo que pensaba respecto A su persona. La contestación, que no olvidó González Bravo, y oímos de sus labios, fue: «que era su ánimo resistir cuanto pudiese volver al poder, porque la época en que lo ejerciera le había dejado muy desagradables recuerdos y harto tristes desengaños; pero que conociendo sus deberes en la vida parlamentaria, jamás se negaría, a pesar de su repugnancia, a ser otra vez ministro, a aceptar tan espinoso cargo cuando se le ofreciese en alguna de aquellas circunstancias que no puede sin deshonor rehusarse».

A esto se limitó la respuesta, sin decirle nada que ni remotamente pudiera hacerle concebir esperanza de que contase con él en ningún caso. Cortina creería, y con razón, ser indispensable el trascurso de no poco tiempo, y una larga vida pública sin mancha, para hacer olvidar sus antecedentes hasta el punto decorosamente preciso para que pudiera ser ministro de Isabel II el que había denigrado a su madre del modo que él lo hiciera en los célebres folletines de El Guirigay.

Viendo Bravo entonces que nada podía esperar de Cortina, se dirigió a Olozaga, y al poco tiempo apareció como agente y promovedor de la organización de la Joven España.

Si hubiera de juzgarse de lo que entre ambos pasara, antes de decidirse González Bravo a trabajar tan eficazmente en favor de Olozaga, como lo hizo, por lo que sucedió con Cortina, podría suponerse que le ofreciera darle puesto en el gabinete que debía formarse, como él mismo aseguró con repetición y sin reserva. No de otro modo puede creerse se lanzara tan resueltamente a luchar el que tenía por único norte de todas sus acciones la conquista de tan deseada posición pero conociendo a Olozaga, no es creíble pensara asociárselo cuando formase un ministerio, ni que se hubiese comprometido a tomarlo por compañero; lo verosímil es, que no hubo de hablarle con toda la claridad y resolución necesarias para que entendiese el que vivía preocupado con la idea y proyecto de ser ministro hasta un punto apenas concebible, y que ofertas o indicaciones que el señor Olozaga le haría, las entendió acaso en diverso sentido que el que realmente tuviesen.

Grandes fueron, por esta causa sin duda, los esfuerzos para llevar a cabo la organización apetecida; y a los pocos días apareció en el Congreso una especie de centro izquierda, en el cual se reunieron elementos bien heterogéneos por cierto, afectándose un puritanismo que nadie creía, y bien pronto completamente desmentido.

Tres ministros nada menos salieron de sus filas; otros lograron altos puestos, y algunos hicieron en poco tiempo rápidas y sorprendentes fortunas.

 

REUNIONES PREVIAS—ROMPIMIENTOS —ELECCIÓN DE PRESIDENTE DEL CONGRESO

XXIX

Se acercaba el día de la elección de presidente, y todas las fracciones, menos la de los progresistas, trabajaban para obtener el triunfo; absteniéndose estos cuidadosamente, para no dar ni aun pretexto de rompimiento, de tener reunión de ninguna especie, y reservaban el momento de manifestar sus opiniones y deseos en una general que se aseguraba había de convocarse, como sucedió en efecto, y concurrieron a ella sin ninguna combinación previa y resueltos a obrar con lealtad y franqueza. No las había en otros, y se sorprendieron grandemente cuando supieron, la misma noche en que debía verificarse, que la Joven España había celebrado juntas, y ocupádose en ellas de la cuestión de presidencia, y que los moderados que a ella no pertenecían la habían resuelto a su placer, con el acuerdo de personas extrañas al Congreso y que trataban descaradamente de imponer su voluntad a los progresistas, haciéndoles servir de instrumentos para realizar sus miras y planes, harto conocidos ya.

Bajo esta desagradable impresión, empezó la conferencia general que se celebró en el edificio del Congreso, apresurándose Isturiz, apenas abierta, a pedir la palabra, y partiendo del supuesto de que al nombrar presidente se nombraba también la persona que más adelante había de formar un ministerio, indicó al señor Olozaga como el más a propósito en aquellas circunstancias. El señor Ovejero, haciendo de Cortina los justos y debidos elogios, le propuso para tan elevado cargo, lo que obligó al propuesto a explicarse con franqueza y claridad en tan solemne momento. Combatió como un error el que se ligara tan estrechamente la presidencia del Congreso con la del Consejo de ministros; expuso las fatales consecuencias que no podrían menos de resultar, y contrayéndose a la cuestión, dijo terminantemente que «con él no se contase de manera ninguna, porque ni estaba conforme con la situación que se había creado, ni dispuesto, por consiguiente, a aceptar las consecuencias que al nombramiento de presidente querían atribuirse.»

Pidal, apoyando la candidatura Olozaga, combatió las razones en que la había fundado Isturiz, que éste se apresuró a explicar satisfactoriamente; Garnica se opuso con acaloramiento a la elección de Olozaga, y los moderados, que ya vieron evidente el cisma introducido entre los progresistas por la Joven España, gozaron y se afirmaron más en sus propósitos, viendo cada vez más fácil acabar con aquellos, aguardando solo la primera coyuntura.

Olozaga, propuesto por sus naturales adversarios y rechazado por sus antiguos amigos, se vio precisado a hacer una declaración de principios, aceptando los hechos consumados, y considerando la revolución terminada, debiéndose partir de lo que existía para llegar a la consolidación del pronunciamiento.

Evidente el desacuerdo entre Olozaga y Cortina, propuso Martínez de la Rosa se retirasen ambos a conferenciar entre sí y determinar lo conveniente en la cuestión de presidencia, comprometiéndose todos a votar el sujeto que ellos propusieran; y como ya se había retirado Cortina, los progresistas consideraron la proposición como un lazo, pues era lo mismo que excluir a ambos. Desechóse, y se indicó a don Manuel Cantero, que había sido vicepresidente, como candidato: no hubo unanimidad necesaria, y se disolvió la junta para reunirse cada bando de por si, evidenciándose el rompimiento de la coalición.

Vuélvensa reunir todos los diputados al día siguiente en el salón de conferencias, poco antes de la sesión pública; trátase de nuevo de la elección de presidente, y fundándose los moderados en lo que del modo más resuelto había dicho Cortina el día anterior, combatieron con todas sus fuerzas su candidatura y sostuvieron la de Olozaga. Este mismo empeño irritó a los progresistas, les inspiró recelos y desconfianzas, y fue causa de que se obstinasen en nombrar a Cortina presidente. Acabóse aquella reunión, e instantáneamente se dividieron los campos: los moderados se reunieron de nuevo en la misma sala de conferencias, los progresistas en la de comisiones, y unos y otros discutieron con acalorado interés lo que de ninguna manera podían arreglar separados y aisladamente. Cortina procuró persuadir a sus amigos votaran a Olozaga, resuelto como estaba a darle su voto; mas nada pudo conseguir, porque la irritación había llegado a un punto inconcebible, tanto más de lamentar, cuanto que, sin embargo de ser las dos y media, no había podido abrirse la sesión por esta disidencia, lo cual era causa de no pequeño escándalo en tan delicadas circunstancias.

Convocóse otra reunión general, en la que se intentaron diversos medios para buscar solución a aquel conflicto; hasta se recurrió a que los dos competidores hicieran una profesión de fe política, que fue exactamente igual, y reducida a no más revoluciones ni reacciones; ni aun hecho esto, desistieron unos ni otros de su resolución respectiva, y aunque no había fundado motivo para desconfiar los progresistas de Olozaga, como a tanta costa demostró bien pronto que no iba a la reacción, el presentimiento de que ésta se preparaba y de haber sido propuesta por los moderados la candidatura de aquél, resucitaron las prevenciones que contra él había, y fueron la causa de que se le combatiese con tanta irritación y encarnizamiento. Convínose al fin, en votar a Cantero, y abierta la sesión cerca de las tres, reunió éste 40 votos, 38 Cortina y 31 Olozaga; repetido el escrutinio, quedó éste elegido por 66 votos, habiendo obtenido Cortina 43 y 7 Cantero. (Para vicepresidentes fueron designados, después de varias votaciones, los señores Alcoa, Mazarredo, Pidal y González Bravo: y para secretarios Roca de Togores, Nocedal, Salido y Posada Herrera).

Los resultados de tan empeñada contienda fueron la eliminación de los progresistas de la Mesa, exceptuando al señor Alcón, con quien se transigió, no sin gran oposición, por creerlo acaso inofensivo, y el repartimiento de todos los cargos de ella entre los moderados y los de la Joven España.

La lucha iniciada era natural. Se habían coaligado partidos opuestos para un fin común de destrucción; conseguido, empezaron a desconfiar uno de otro; cada cual aspiraba a sobreponerse, y la victoria no podía menos de sonreír al más fuerte o al más audaz, y así sucedió.

 

OLOZAGA PRESIDENTE DEL CONGRESO—SUS PRESENTIMIENTOS

XXX

No podía ocultarse a Olozaga la grave trascendencia de su elección, y al ocupar la silla presidencial pronunció este breve discurso, que revela sobradamente sus tristes presentimientos en aquel instante:

«Señores: El Congreso no extrañará que no le dirija la palabra en los términos en que en otras circunstancias lo haría naturalmente. Tampoco esto es necesario para que todos se penetren de mi profundo reconocimiento por el honor que me ha dispensado el Congreso. Excuso decir que procuraré corresponder a él en cuanto me sea posible, y que cuento para ello con el auxilio y cooperación de los señores diputados. El número de votaciones que acaba de presenciar el Congreso, indica que se limita a este sitio la significación política de la formación de la Mesa. También debe considerarse que los nombres que hayan podido entrar en primera votación, tampoco pueden marcar ningún disentimiento político, por ser conocidas y sabidas las relaciones que unieron a los individuos elegidos con los que se han quedado fuera de la elección. Por el momento, señores, lo único que ruego al Congreso es que, considerando la situación del país y la gran misión que le está encomendada, vea de conducirse con la tolerancia y circunspección que es de esperar dé la ilustración y patriotismo de los señores diputados, y que para ello cuento con los esfuerzos, aunque cortos, de los que hemos tenido el honor de ser elegidos».

 

PRONUNCIAMIENTO DE VIGO

XXXI

Mientras los sucesos políticos se encadenan y precipitan, acabemos de dar cuenta de los pronunciamientos centralistas, restándonos sólo el verificado en esa bella y privilegiada región de España, que confina al N. y O. con el Atlántico, que tiene ríos como el Sil de arenas de oro, valles encantadores, trabajadores sufridos y valerosos habitantes, distinguidos siempre por su liberalismo.

El brigadier don Fernando Cotoner, capitán general interino de Galicia, logró restablecer la obediencia al gobierno, por el pronto al menos, sometiéndose las juntas sin necesidad de conferenciar con sus comisionados, como se propuso y lo manifestó en la alocución que dirigió el 12 de Agosto desde Lugo a los habitantes y a los soldados del quinto distrito, aunque no dejó de tener des pues algunas conferencias para la completa sumisión de todo el antiguo reino de Galicia. Sólo quedó en él la junta de Orense, para que hiciera las veces de Diputación provincial, por haber sido ésta disuelta.

Hemos dicho por el pronto, porque los sucesos de Aragón y Cataluña mantuvieron vivo el espíritu político de los esparteristas gallegos, que el 23 de Setiembre se alteraron en Lugo, si bien lograron restablecer la calma las autoridades y prendieron a los hermanos Chicarros; sin que tuviera mejor resultado el pronunciamiento intentado a la vez en Vigo, Pontevedra y otros puntos. Mas no era por falta de elementos, sino de dirección acertada, a pesar de los esfuerzos de los señores Ibarrola y Budiño, juez y fiscal respectivamente, Buch, Mulins, Fontano, Carballo, Usaleti, López, Gallego, Pérez y otros, hasta que el 23 de Octubre, alentados en Vigo por los pronunciados en León, que necesitaban pronta ayuda, comenzó la excitación, pasándose la noche; sin más novedad que reunirse los nacionales en algunos barrios.

Publicóse la mañana siguiente la ley marcial y el desarme en una hora de la Milicia; rompiéronse los bandos, aclamando la junta central; trató el provincial de Lugo de apoderarse del Ayuntamiento, y una pequeña parte del regimiento de Zamora del Principal; pero resistió la Milicia y se retiró el provincial a la plaza, herido su coronel y dos más, cambiándose algunos tiros, hasta las tres que se retiraron las tropas al fuerte de San Sebastián y de Castro; abandonaron el primero, y defendido el segundo por el coronel de artillería Navarro, se opusieron a la resistencia los oficiales de Lugo que le guarnecían, pretendió volarlo y perecer con todos, hasta que tuvo que aceptar una capitulación honrosa.

Algunos oficiales de Lugo tomaron parte en al pronunciamiento, aunque parece que eran bastantes más los comprometidos, y se formó una junta presidida por don Ramón Buchy, vocal secretario don Bernardo Arrom y Vidal, que se cuidó de asegurar el alzamiento y propagarle por toda Galicia, acudiendo en tanto a la defensa de Vigo, recomponiendo las murallas, abriendo fosos, montando artillería, armando gente y efectuando otros trabajos, no todos con inteligencia.

La autoridad militar acudió enseguida a desarmar la milicia de Pontevedra, lo cual ocasionó la dimisión del ayuntamiento, que fue admitida.

También Puig Samper, capitán general de Galicia, declaró el 26 de Octubre desde la Coruña en estado de guerra la plaza de Vigo y la provincia de Pontevedra; autorizó a don Fernando Cotoner para obrar como creyera conveniente; prohibió toda comunicación con el distrito de Vigo, la publicación y circulación de proclamas y documentos quo se publicaran en aquella ciudad, y dio el mismo día una orden general felicitándose y al ejército por el buen sentido de éste.

Presentóse en Vigo don Martin José Triarte el 26; ofreció a la Junta sus servicios, que los aceptó el 27, y le nombró capitán general de Galicia y general en jefe del ejército de operaciones, cuyo mando inauguró dando el 30 sendas alocuciones a los habitantes y ejército de Galicia, diciendo a los primeros que, seguro de que secundarían el grito lanzado en Cataluña, Aragón y Castilla, acudió a ayudarles y participar de sus fatigas; que imitaran a Vigo los demás pueblos; les llamaba a las armas para conservar ilesos los derechos populares, y en su pureza y esplendor el prestigio del trono, y vitoreaba a la Junta Central, a Isabel II constitucional y a la independencia de la nación; y al ejército le estimulaba como hijo del pueblo, a unirse á él para defender juntos los objetos que aclamaba, que eran los mismos que habían jurado.

El Ferrol debía secundar el alzamiento de Vigo, para lo cual no faltaban elementos, que inutilizó la llegada de Cotoner, y al salir este jefe el 2a sobre Vigo, al saber, el pronunciamiento de esta ciudad, se reunieron para efectuarle; y tan borrascosa fue la Junta que no pudo efectuarse la sublevación.

Puig Samper publicó el 30 una proclama a los gallegos, alentándoles a permanecer tranquilos y que contaran con la bizarría de las tropas, como él contaba con la de la Milicia nacional, pues él no deseaba más que su bienestar y felicidad.

 

ESFUERZOS INÚTILES.—OPERACIONES

XXXII

Grandes elementos tenían los centralistas en Galicia, y aunque faltaron muchos de los comprometidos, cumplieron otros, y el pronunciamiento en Vigo aumentó los apuros del gobierno, que esperaba lo secundase la capital. Así se apresuró á mandar que, sin desatender a aquella plaza, se asegurase la tranquilidad de los demás puntos del quinto distrito, encargando a su capitán general que, a conseguirlo dedicara todos sus esfuerzos, «porque era muy extraño que se lamentara del mal sentido de los cuerpos, cuando había tenido la autorización competente para proponer la separación de los jefes y oficiales que no le inspirasen confianza, y tiempo sobrado para ello. Así, pues, el gobierno espera que, sin la menor demora, remediará V. E. este mal antes que las circunstancias se compliquen y sea imposible verificarlo; pues aislada la rebelión a Vigo, sucumbirá tan pronto como lleguen las tropas del octavo distrito». Resolvió además el ministro de la Guerra saliera al instante para Castilla la Vieja el provincial de Tuy, del que desconfiaba, y adoptó cuantas medidas exigía la situación, confiriendo a don José Manso el mando en jefe del ejército de operaciones de Castilla la Vieja y Galicia.

Hallábase pasando Cotoner, como inspector extraordinario, revista al provincial de Pontevedra, que se hallaba en el Ferrol, cuando se le mandó ir a la Coruña para que no se pronunciase esta capital, nombrándosele comandante general de las fuerzas que habían de operar en la provincia de Pontevedra. Marchó a Santiago cuya Milicia nacional tuvo el encargo de desarmar, y desarmó sin novedad el coronel Nouvilas, que no pudo por el pronto disponer de las fuerzas que necesitaba, por el pronunciamiento de Bayona.

Siguió Cotoner su marcha, formó en Caldas y en Pontevedra una junta de armamento y defensa; organizó fuerzas; supo la entrada triunfal de Iriarte en Vigo; le aseguraron que Linage había ido a bordo de un buque inglés por Espartero; estableció fuerzas en Redondela, reconcentrando las suyas los centralistas sobre Vigo; continuó fortificando el puente de San Payo para artillarle y defender aquel punto del cañoneo de las trincaduras pronunciadas, que recorrían libremente toda la ría de Vigo, y adoptó cuantas medidas le sugería su celo, ya para contener y hacer frente a las expediciones que emprendieran los pronunciados, en recluta de licenciados, ya para impedir nuevos pronunciamientos y asegurar la tranquilidad en el país, reuniendo a su vez los licenciados para contar con más fuerzas y quitarlas a su enemigo.

No confiaba mucho en el país el capitán general de Galicia, cuando tuvo que establecer una policía secreta, por cuyo medio consiguió contrarrestar los proyectos de extender la sublevación y que no apareciera simultáneamente en diferentes puntos.

Un destacamento de los pronunciados se movió hacia Redondela, a la vez que cinco trincaduras armadas entraron en aquella ría rompiendo el fuego de cañón sobre las avanzadas de las tropas del gobierno, atravesando otra columna pronunciada la carretera del Porviño en dirección a Puenteáreas, sin que todas estas operaciones tuvieran otro objeto que promover pronunciamientos. Se efectuó el de la Estrada, contra cuyo pueblo organizó Cotoner una columna, pero otra centralista, al mando de Iriarte, se dirigía a la vez hacia Orense para proteger e impulsar su pronunciamiento, el de Tuy y otros puntos. Faltaron los comprometidos; no les favorecían tampoco las circunstancias; la noticia de la rendición de Zaragoza fue fatal para los pronunciados; se restableció el orden en la Estrada, e Iriarte con su gente, rechazado en la barca de Acivido y por los nacionales de Cortegada, tuvo que refugiarse en Portugal por San Gregorio, pudiendo Cotoner quedar satisfecho del resultado que le daban sus acertadas disposiciones y movimientos, a la vez que el poco concierto con que operaban sus contrarios y le escasa pericia que muchos demostraron.

 

FIN DEL PRONUNCIAMIENTO DE GALICIA

XXXIII

Faltaba reducir a Vigo, a cuyos pronunciados alentaban las noticias de supuestos pronunciamientos en varios puntos y la esperanza del victorioso regreso de Iriarte.

El capitán general del distrito quería ahorrar el derramamiento de sangre, e invitar a la Junta a que en obsequio de la humanidad, pusiese la plaza a disposición de las tropas del gobierno, a lo que se opuso Cotoner por lo avanzado de las operaciones. Estrechado el cerco, se presentaron a Cotoner en Redondela los cónsules de Inglaterra y Portugal con la misión de arreglar, en nombre de la junta de Vigo, el medio de poner término al estado excepcional de aquella plaza, y contestó que se rindiesen a discreción, y se le abrieron las puertas.

Los pronunciados en Bayona abandonaron esta plaza dirigiéndose embarcados a Vigo; y en la madrugada del 11 los individuos de la junta de esta población se marcharon en un vapor inglés, encargando al anterior alcalde constitucional, marqués de Valladares, la tranquilidad del pueblo, en el que Cotoner hizo su entrada a las diez de la mañana.

Declaró el estado de guerra, desarmó la Milicia nacional y dirigió una alocución a los soldados, milicianos y licenciados de las provincias de Pontevedra y Orense, manifestándoles que a sus esfuerzos, fidelidad y constancia se debía la destrucción de la columna expedicionaria y la ocupación de Vigo.

El 23 de Octubre del 1845 indultó Narváez a los complicados en esta rebelión, sobreseyéndose la causa exceptuando a los jefes, oficiales y tropas del ejército y armada, los funcionarios públicos y a los promovedores principales.

 

 

MAYORÍA DE LA REINA

XXXIV

El 26 de Octubre leyó el gobierno en ambas Cámaras la comunicación en la que creía llegado el caso de declarar mayor de edad a la reina; y al nombrarse en el Congreso la comisión que había de emitir dictamen sobre tan importante asunto, acabaron de persuadirse los progresistas del pensamiento oculto que los moderados abrigaban, y de que no eran escrupulosos en la elección de medios para realizarlo. Formóse grande empeño en que tuvieran en ella gran mayoría los progresistas, y nada se perdonó para conseguirlo, pues queríase a toda costa, bajo la protección de los que estas ideas profesaban, dar el gran paso de que el completo triunfo de las retrógradas se esperaba; y a la lealtad con que a ciertos hombres se había acogido y encumbrado, se correspondía haciendo marchar los primeros al peligro a los que hasta un punto apenas concebible, habían llevado su abnegación y generosidad, y cuando algunos progresistas tenían el fatal presentimiento de creer semejante declaración fatal para la reina, para el país y sobre todo, para los principios e ideas liberales que sustentaban los mismos progresistas: a la reina, niña e inexperta, convertida en instrumento de las miras, intereses y aun exageraciones del partido que lograse ejercer en su ánimo influencia: al país, víctima de la lucha funesta que esto no podía menos de ocasionar, y al partido progresista y sus principios sacrificados a los que tenían todas las probabilidades de dominar en Palacio, porque eran los que se prestaban a hacer las concesiones que allí dan títulos para adquirir y conservar el poder.

La comisión quedó, en su mayoría compuesta de antiguos progresistas, y por ellos protegidos, era como avanzaban a la conquista de la ambicionada posición los moderados.

Presentóse el 30 de Otubre el dictamen, en el que se procuró eludir la cuestión, que fue casi único objeto del debate, limitándose a probar era de necesidad urgente la declaración que proponía, a invocar precedentes de otros países, citar los del nuestro, aunque de época bien distinta de la actual, y a ponderar las ventajas que debía producir la creación de un poder permanente y estable: nada decía sobre si las Cortes tenían o no facultades, con arreglo a la Constitución del Estado, para alterar uno de sus artículos más importantes; siendo esto prueba, a falta de otras, de la gravedad de tan delicada cuestión, empeñada al poco tiempo en el Congreso, y evadida, más bien que resuelta, con arreglo a los buenos principios; por los, que la mayoría decididamente sustentaba; y se proponían declararla, sin reconocer que los pueblos todo lo pueden, y que hasta los mayores enemigos de sus derechos, se ven a veces en la necesidad de invocar su soberanía y de doblar ante ella su rodilla.

Así fue grande la tortura en que puso este arduo negocio a los que, partidarios de la soberanía nacional, deseaban terminara una situación, en la que estaban en gran peligro las instituciones, y con ellas cuanto los hombres honrados y buenos patricios tenían interés en conservar.

Producto de una revolución aquellas Cortes, todo era revolucionario; y no faltó un moderado respetable, el señor Garelly, que hizo una gráfica pintura de aquella situación en estas memorables palabras, hijas de una conciencia honrada:—«Lo que conviene, dijo, es abordar la cuestión en su totalidad, es decir, si se ha de dispensar o no el art. 56 de la Constitución. Las dudas que se afectan tener, son parecidas a las de los fariseos de que habla el Evangelio, quienes después de haber engullido un camello, hacían pasar por un tamiz una copa de vino, por si incidentalmente se hubiese introducido en la cuba algún mosquito.

«Cuando hemos aceptado la resistencia abierta al poder legítimamente constituido; cuando hemos aceptado la creación de un gobierno que, lejos de ser nombrado por ese poder, había sido repudiado por él; cuando hemos aceptado las actas de las provincias, cuyas diputaciones, como la de Madrid, eran el producto de una real orden: cuando no hemos tenido inconveniente en sentarnos en estos bancos, no obstante que se ha violado el artículo constitutivo de este cuerpo, detenernos ante un artículo cuya dispensa es la más urgente, la única que es capaz de acabar con la revolución y de acallar las pasiones, es cosa que no se comprende«.

En desear la declaración de la mayoría de la reina, había por lo general un sentimiento de elevado patriotismo, aun cuando fuera más interesado en los moderados, que esperaban ganar más; y en los progresistas que la votaron, había el íntimo convencimiento de que era la única solución posible, y de que si se adoptaba otra, cualquiera que fuese, había de producir males de gravedad y trascendencia.

Era indispensable reemplazar el gobierno revolucionario, que no tenía más legalidad que la que le daba el triunfo de la insurrección, y no se podía prolongar aquella situación transitoria, y como tal, débil e infecunda, en que se hallaban los negocios públicos. Luchando el ministerio con los encontrados obstáculos que se oponían a su marcha había disminuido su fuerza, y era impotente, para conservar y administrar durante los meses que hasta el 10 de Octubre del 1844 faltaban al poder supremo, de que los sucesos le habían hecho, más que otra cosa, depositario. Nombrar una regencia era el único medio legal para salir de aquel conflicto; pero no era realizable, y aun siéndolo, ¿qué consecuencias habría producido? En cuanto a la junta central, expuesto queda lo que se pensaba y convenía.

Delicada era, pues, la situación de los diputados progresistas. El más notable de sus hombres, Cortina, había dicho, hablando del nombramiento para regente del duque de la Victoria: «Cuando crisis semejantes ocurren, hay siempre una persona a tal altura y de tal manera indicada para ejercer el poder, que nadie puede desconocerla; y cuanto hay que hacer se reduce a legalizar lo que de hecho existe con anterioridad. Cuando esta indicación poderosa, por lo común, se pretende contrariar, males de mucha consideración suelen ser la consecuencia de tan temerario propósito.» Esta regla, verdaderamente inflexible y jamás impunemente olvidada, obligaba a entrar en el examen de las personas que figuraban entonces en la política, y bien pronto se conocía que si alguna indicación había fuerte y poderosa era la de la mayoría de la reina, y que las demás que se vislumbraban habría sido en extremo funesto respetarlas. En la bandera levantada en Reus y en otros puntos se había aclamado la mayoría de la reina; por ella se había comprometido el mayor número de diputados y senadores; en ella veíase generalmente, el término de nuestras desgracias y cerrada la puerta a los grandes males y trastornos que amenazaban, y los progresistas no veían otro camino conciliable con la estricta legalidad que en su proceder se proponían; pues a nombrarse nuevo regente, se indicaría a Narváez, y aun quizá a Serrano, y seguramente que ninguno podía comparar sus servicios con los tantos y tan grandes del duque de la Victoria, aun cuando no carecían de ellos y notables, y en nombrarlos o en resistirlos había graves inconvenientes. Así. que, si la declaración de la mayoría de la reina ofrecía riesgos, tenía alguna eventualidad favorable que diestra y enérgicamente pudiera y debiera haberse aprovechado. El nombramiento de Narváez, sólo o acompañado, o su exclusión, presentaban aun mayores peligros, y en ningunas circunstancias para los principios progresistas podrían haber sido convenientes. Decidirse era preciso, y la elección no era dudosa.

Quedaba únicamente la cuestión de legalidad, y fue el único objeto del ligero debate que hubo en el Congreso, sostenido puritanamente por algunos diputados que opinaban se consultasen las asambleas primarias o que se obtuvieran de ellas poderes especiales. Los que así pensaban, olvidaban que las minorías son una enfermedad de los gobiernos, y que en el momento en que se hace aguda, es necesario acudir ipso facto con el remedio que las circunstancias indiquen y hagan indispensable, pues cualquier descuido o dilación pueden ocasionar males irreparables, siendo grandes los que en aquellos instantes amenazaban para que por un escrúpulo se dejase de hacer lo que únicamente podía evitarlos. Además, aquellas Cortes, convocadas por un poder revolucionario, y cuya misión era legalizar cuanto la revolución había hecho y hacer lo posible para consolidarla, pudieron creerse investidas de una especie de dictadura en nombre de la soberanía del pueblo, que otras en circunstancias bien diversas no han podido ni debido atribuirse.

El 8 de Noviembre se reunieron los dos cuerpos colegisladores en el Congreso, y se votó la ley de mayoría por 193 contra 16; se vitoreó a la reina, a la Constitución, a las Cortes y al ministerio; hubo salvas, campaneo, felicitaron a S. M. los senadores y diputados, haciéndolo también algunos de los que habían votado en contra; y el 10, en solemne sesión en el Senado, reunidos ambos cuerpos colegisladores, juró la reina por Dios y por los Santos Evangelios guardar y hacer guardar la Constitución de la monarquía española, promulgada en Madrid a 18 de Junio de 1837; guardar y hacer guardar las leyes, no mirando en cuanto hiciere, sino el bien y el provecho de la nación. «Si en lo que he jurado o parte de ello, lo contrario hiciere, no debo ser obedecida. Antes aquello en que conviniere, sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa, y si no me lo demande».

A la felicitación del Senado, contestó la reina: «Los sentimientos que me manifiesta el Senado corresponden perfectamente al patriotismo y a la circunspección que presiden todas sus deliberaciones, y los votos que hacen por la prosperidad de España, son también las de mi corazón. Con vuestro auxilio, y conformes siempre con el tenor y espíritu de la Constitución de 1837, procuraré realizarlas esperanzas que mi reinado ha hecho concebir a la nación española».

Después de este juramento, revistó S. M. en el Prado las tropas de la guarnición, a las que dirigió Narváez una entusiasta alocución, y hubo por la noche luminarias. El sentimiento general era sin duda de lisonjeras esperanzas. Se amaba a la reina, interesaba su misma juventud, no podía dudarse un momento de la pureza de su juramento, se trataba también de una Constitución por todos proclamada, para que así fuese por todos respetada, y se confiaba en los hombres.

 

ATENTADO CONTRA NARVÁEZ

XXXV

Cuando la pasión domina a los partidos políticos, no faltan individualidades que aun consideren santo el crimen, lo cual no es nuevo, habiéndose llevado el extravío hasta pretender justificar el regicidio.

Creyeron algunos obcecados que Narváez era el alma de la reacción que se veía avanzar; les había molestado el que ofendiera á la milicia, y dispusieron su muerte, que se intentó por estos u otros alguna vez, aun en el teatro del Circo, y últimamente el 6 de Noviembre, al pasar a las ocho de la noche la víctima expiatoria por la calle del Desengaño, le dispararon algunos trabucazos desde la esquina de la del Barco, agujereando el carruaje, e hiriendo mortalmente al coronel Buceti, ayudante de Narváez.

Presos a los pocos días don Andrés Sánchez y Juan María Gérvoles, negaron su participación en el hecho; y hostigado el segundo con la oferta del perdón, ofreció declarar, haciéndolo a pesar del interés natural que hubo en contrario, y denunció a varios individuos, muy conocidos, presentando también complicado un ordenanza de Narváez. Habían emigrado los principales, y sólo se prendió a los más cuitados y a varios redactores de El Eco del Comercio, que fueron sepultados en hediondos calabozos , donde más tenían que defenderse de inmundos animales que de su delito, del que les absolvieron al cabo de tres meses. Se pidió la pena capital para algunos, se arreció en las defensas, interesándose por los encausados, unos por compasión y por consecuencia de partido muchos, y varios tuvieron bastante que agradecer a don Francisco Chico.

Avanzó rápidamente la causa, y se acercaba el momento de la ejecución de dos de los presos, Gérvoles y Marqués, quienes encerrados en una misma habitación con Sánchez hallaron medio de fugarse en la noche del 23 de Diciembre, descolgándose por una de las rejas del cuartel de Santa Isabel a la calle de San Ildefonso.

Gran alarma produjo este hecho; se les buscó en vano; se fugó Marques a Portugal, Gérvoles, peregrinó de casa en casa sin hallar albergue amigo y ocasionando la pérdida de la razón y de la vida del que protegió su fuga, y Sánchez halló primero asilo en una casa, de la que se trasladó al palacio de Villahermosa, y durante su permanencia en él, como allí estaba el Liceo, hubo varias funciones, a las que asistió la reina y Narváez, que pudo alguna vez ver al fugado, por quien llegaron a ofrecerse cinco mil duros. Hubo de trasladarse a una casa de la calle de Toledo, y súpolo al mes don Francisco Chico, que preparó hábilmente su captura, sin conseguirla.

Chico, reforzada su gente con tropa y toda la policía, cercó la manzana, buscó inútilmente al prófugo, prendiendo en cambio a algunas mujeres sus parientas, y Sánchez pudo llegar a Portugal con pasaporte como tratante en ganados.

Expatriados todos los complicados en la causa, siguió esta inútilmente, habiéndose envuelto en ella por declaración de los presbíteros don Juan Francisco González, don Pedro Soriano y don Baldomero Poveda y otros, a los redactores y editores de El Eco del Comercio y de El Espectador, que sin designar sus nombres fueron presos incomunicados en el cuartel de infantería de la Princesa, los que se presentaron al llamamiento del jefe político. El fiscal, señor Zarco del Valle, pidió, con arreglo a ordenanza, la pena de muerte contra don Lorenzo Calvo y Mateo, y la de ocho años de confinamiento en un fuerte fuera de la Península contra don Francisco Mendialdua y don Juan Antonio Meca, redactores de El Eco, absolviendo al editor Hernández.

También se procesó, atribuyéndoles el mismo delito, a don Mariano y don Benito Alejo Gaminde y don José Iribe, denunciados por lo mismo que a los redactores de El Eco y Espectador, y la Audiencia les absolvió sin notas ni cuanto pudiera perjudicar a su buen nombre, y se mandó devolver la causa al inferior para que procediera a lo que hubiera lugar en derecho contra los testigos denunciadores.

 

DIMISIÓN DEL GOBIERNO PROVISIONAL

XXXVI

En cuanto concluyó la solemne ceremonia del juramento, el gobierno provisional presentó su dimisión a la reina (Madrid 10 de Noviembre de 1843), la que confirmó en sus destinos a sus individuos mientras eran reemplazados. El Senado y el Congreso declararon por unanimidad que el gobierno provisional había merecido bien de la nación por haber dado cima a la reconciliación de todos los buenos españoles, añadiendo el Congreso que, por haber salvado así el trono y la Constitución de la monarquía; y a petición de los señores Ovejero y Bertrán de Lis, se aumentó la enmienda de que los individuos que compusieron el gobierno provisional merecían la confianza del Congreso. Sólo el señor Pidal se opuso a que la adición se aprobara, diciendo «que el Congreso debía limitarse a dar el voto de gracias; y que lo demás debía ser objeto de más amplio debate». Contestósele «que semejante adición no podía perjudicar la libertad con que el naciente poder ejecutivo podía ejercer la prerrogativa que la Constitución le concedía», y hecho sobre esto salvedades, protestas y explicaciones que realmente significaban lo contrario de lo que parecía, la proposición y la enmienda fueron aprobadas. Se le concedieron votos de gracias, y tan dignas honras se tributaron a sus postrimerías que, López conmovido manifestó el sentimiento de su profunda gratitud diciendo: «Cuando se ha obtenido declaración tan lisonjera, declaración cuyos ecos salen muy por encima del sordo murmullo de las pasiones y de la grita de la impostura, nosotros debiéramos morir hoy mismo, si es cierto que la muerte nos debía herir en el instante más dulce y más consolador de la existencia». Expuso las amarguras que habían sufrido: las aflicciones que habían pasado, que veían recompensadas; que nunca les abandonó la esperanza, confiando en que todos eran españoles y hermanos; que habían encontrado un caos y entregaban un trono; salvado al país y a la reina, y disculpando su brevedad, pues no podría decir sino muy poco de lo que su corazón sentía, terminaba: «También hay elocuencia en el silencio, y más cuando va acompañada de lágrimas. Que reciba el Congreso nuestro silencio y nuestras lágrimas como el tributo más cordial y más sincero que pudiéramos pagarle, y como la prueba más segura de que es tanto lo que sentimos, que el sentimiento embarga la voz y nada podemos expresar».

Los hechos iban a demostrar en breve que no es el entusiasmo el mejor consejero; que los buenos españoles reconciliados, serían pronto irreconciliables enemigos, como ya lo eran algunos, y batiéndose estaban, y al felicitar por haber salvado la Constitución, se olvidaba que habían sido conculcados 19 artículos de ella; y aun se aplaudió al presidente del Consejo cuando dijo: «Recibimos una nación dividida, y entregamos una nación uniforme y compacta; encontramos los intereses en lucha, y entregamos los intereses en armonía». No se podía decir lo mismo, desgraciadamente, donde tronaba el cañón.

 

VOTO DE CONFIANZA AL MINISTERIO DIMISIONARIO—OLOZAGA ENCARGADO DE FORMAR EL GABINETE

XXXVII

Seguía dividido el Congreso en las mismas fracciones que cuando nombró presidente, y se presentaban idénticas dificultades para reemplazar al ministerio. Los moderados que aun temían descubrirse y mostrarse solos en la escena, deseaban un gabinete Olozaga, en el cual tuviesen participación para preparar el terreno y excluir a los progresistas del mando e influencia cuando considerasen llegado el momento oportuno, combinando todos los elementos que hacía tiempo organizaban con este fin; y ya fuese porque creyeran a Olozaga instrumento a propósito para llevar a cabo sus planes, o porque considerasen necesario gastarlo, a fin de remover el obstáculo que su posición les oponía, a toda costa trabajaban para elevarlo al poder.

La Joven España, mirando como suyo el porvenir a su sombra, y sin pensar que a su vez seria asimismo instrumento de los que espiaban el instante en que a todos pudieran sobreponerse, se afanaba por obtener lo que creía deber abrirle paso al logro de los planes y esperanzas que presidieran su organización.

Los progresistas deseaban, por punto general, la conservación del ministerio López, como el único medio en aquellas circunstancias de que sus principios y sus intereses se salvasen, en parte al menos, del naufragio que los amenazaba.

Olozaga entonces, presintiendo quizá, con su buen talento, las intrigas de que muy pronto debía ser víctima; retraído por la hostilidad que los progresistas le habían manifestado, o tal vez porque vio aumentarse con ella los obstáculos que siempre había hallado para ser ministro, deseaba sinceramente eludir la especie de compromiso a serlo en que se hallaba; pero, justo es decirlo en honra suya, no llevó su oposición más allá de lo que permitía la necesidad, que reconoció, de evitar que el poder cayese en manos de los que, si se hubiese absolutamente negado, lo habrían obtenido, y hecho en él algo antes lo que no muy tarde ejecutaron. Hubo un momento en que con la mayor abnegación se decidió a ser víctima o a salvar los principios que profesaba y el partido a que pertenecía, sin desconocer por cierto los graves riesgos a que se exponía. No hubo, pues, razón en dudar de sus intenciones, como dudaron algunos que no le oyeron seguramente decir, como lo oyeron otros, asegurar que ninguno que no fuese progresista tendría puesto en el ministerio que formase.

La declaración de las Cortes de dar las gracias al gobierno provisional por lo que había hecho, que propusieron unos, y que merecían la confianza del Congreso, propuesto por otros, revelaba gráficamente la actitud y pensamiento de los partidos en que se dividía la Cámara, proponiéndose unos despedir al ministerio y saludarle cortésmente al alejarle del poder, y aspirando los otros a que en él continuase, por lo que aprovecharon diestramente la ocasión que sus adversarios le presentaban. Así que, la aprobación de aquel voto de confianza, tenía la debida significación e importancia; pues después de él, era imposible decir que los individuos a quienes se daba no merecían la confianza del Congreso. No se habían propuesto esto los autores de la proposición, y se vieron como embarazados exponiendo únicamente Pidal que el Congreso debía limitarse a dar el voto de gracias, y que lo demás debía ser objeto de más amplio debate; a lo que se les contestó hábilmente que la adición no debía perjudicar al contrario de lo que parecía, y aprobaba la proposición y enmienda por unanimidad, produjo su efecto, a pesar de los esfuerzos que antes y después se hicieran para neutralizar la libertad con que el naciente poder ejecutivo necesitaba ejercer la prerrogativa que la Constitución le concedía; y hechas sobre esto salvedades, protestas y explicaciones, que realmente significaban lo contrario de lo que parecía, y aprobaba la proposición y enmienda por unanimidad, produjo su efecto, a pesar de los esfuerzos que antes y después se hicieran para neutralizarla.

Al hablar la reina por primera vez con Olozaga de ministerio, le manifestó merecían también su confianza los ministros, y le encargó averiguase si querían continuar, y en el caso de negarse a ello formar un nuevo gabinete bajo su presidencia.

Olozaga hizo cuanto pudo para que siguiese el ministerio López, y no obtuvo pequeño triunfo consiguiendo se prestaran a ello los que lo componían, si bien con condiciones que no pudieron tener efecto; pues López, con especialidad, deseaba resuelta y sinceramente retirarse, y sus compañeros ningún interés tenían en conservar unos puestos que tantas amarguras, compromisos y sinsabores les habían ocasionado. Comprometíanse todos, sin embargo, a continuar siempre que Olozaga aceptase el ministerio de Estado y Cortina el de Gobernación, pasando Caballero a uno de Instrucción y Obras públicas que se quería improvisar. Habíase mostrado Olozaga conforme a aceptar, aunque con la condición de que Cortina accediese también. Algunos supusieron, no muy benévolamente, que contaba, como en otra ocasión y en parecidas circunstancias, con la absoluta e inflexible negativa de Cortina. Y podía temerse, porque a las poderosas razones que había antes tenido para oponerse a semejante combinación, se agregaban en este caso otras de gran peso. Había dicho explícitamente, al tratarse del nombramiento de presidente, que no estaba conforme con la situación, ni aceptaba las consecuencias que se quería tuviese; ¿cómo aceptarlas ni convenir en formar parte de un ministerio, que era la principal y más inmediata de ellas? Habría podido acusársele de inconsecuencia y contradicción con sobrada justicia. Su entrada en el ministerio habría sido la señal de alarma a los que, conformes con la situación y ansiosos de explotarla, temieran que Cortina pudiese influir para trastornarla. Los moderados y el tercer partido de la Cámara, habrían hecho desde luego oposición al gabinete, del cual, no estando él tampoco conforme con lo que existía, podía Cortina formar parte; y para haber empeñado esta lucha, se necesitaban otras circunstancias y contar con otros elementos que los que entonces había. Cortina, pues, creyó que su delicadeza y su deber exigían evitar que su nombre, entre los de los ministros, opusiese un obstáculo a la ejecución de lo que era forzoso emprender, y requería grande maña y precaución; pero si Cortina creía que era preciso luchar para salvar al partido progresista, nadie indudablemente como él reunía las condiciones para haber emprendido esta lucha, y ya que su dignidad hallaba inconvenientes, otros debieran haberle allanado un camino que él no podía o no debía franquear, según sus convicciones.

La improvisación de un nuevo departamento tendría justa oposición; y en cuanto a continuar el ministerio López, aun cuando las circunstancias lo hicieren desear, la verdad era que había concluido su misión; y si gran servicio podía prestar gobernando aún por algún tiempo, ni era el llamado a reconciliar a todos los liberales, funestamente divididos, ni después de sus grandes esfuerzos en la anterior lucha, era posible conservase el poder y energía de que muy pronto habría de necesitarse.

Vista la negativa de Cortina, fundada en las anteriores razones, López y sus compañeros decidieron retirarse. Olozaga empezó a trabajar para formar un ministerio; y reconocida la gran importancia del que se formara, no debemos omitir pormenores y detalles.

Antes de emprender Olozaga su combinación, o más bien el mismo día en que se negó Cortina a contribuira la recomposición del ministerio López, procuró Olózaga explorar su opinión, y le dijo que, ni solo, ni con él, ni con nadie quería ser ministro, asegurándole su cooperación en el Parlamento, en el caso de que él lo fuese, si como firmemente creía, su marcha era justa y cual esperaba de sus principios y patriotismo. Olozaga prescindió entonces de Cortina.

 

AYUNTAMIENTOS. MILICIA NACIONAL

XXXVIII

Arrepentido quizá el ministerio dimisionario de algunos de sus actos anteriores, quiso repararlos en sus postrimerías, y pretendiendo evitar sucesos que temía, trató de devolver las armas a la Milicia nacional y establecer los Ayuntamientos que arbitrariamente había disuelto, lo cual era justo; pero alarmó a los moderados y se propusieron anularlo. Un proyecto de ley de Ayuntamientos yacía olvidado en el Senado, y en la sesión del 20 se presentó otro «autorizando al gobierno para que suspendiera la renovación de los Ayuntamientos, hasta que se resolviera lo conveniente sobre la ley pendiente de los mismos, continuando los existentes, sea cual fuere su origen».

A pesar del art. 89 del reglamento, se discutió al día siguiente este proyecto para anular el decreto del gobierno, débilmente defendido por el ministro de la Gobernación, aunque manifestó que había Ayuntamientos de real orden, otros nombrados por las juntas, los había también por las Diputaciones provinciales, y aún de años anteriores hasta el 39; ayuntamientos mixtos, parte de ellos elegidos legalmente, y parte renovados de todas estas diferentes maneras, por lo que había en Gobernación multitud de reclamaciones, de dificultades y de expedientes que probaban el estado crítico de los pueblos, por consecuencia del irregular y anómalo de los municipios. Y sin embargo, pidió que se suspendiera la discusión hasta que se nombrara el nuevo ministerio, cuando aquel debía cumplir las leyes que ordenaban la renovación en la época en que la dispuso. Suspender su ejecución, o usurpando el poder establecer una nueva legislación sobre tan importante asunto en presencia de las Cortes reunidas, habría sido un desacato: las declamaciones, pues, de algún senador y diputado, más que del celo que se afectaba, eran hijas del deseo de convertir las corporaciones municipales en instrumentos del partido a que pertenecían, o de los planes y propósitos a cuya realización se encaminaban.

Olozaga después, cediendo más que a estas exigencias, a su convencimiento de que las leyes existentes eran defectuosas, mandó suspender la elección, y presentó un proyecto en el cual se establecía el sistema directo para elegir concejales, en vez del indirecto y de varios grados, que hasta entonces había regido. Era una anomalía, con efecto, que los diputados a Cortes y de provincia fuesen nombrados por un método absolutamente contrario al que se empleaba para nombrar las municipalidades. Producía esto por necesidad falta de armonía en la máquina política, que urgía remediar, y en ella estaban de acuerdo, por fortuna, todos los partidos. El ministerio se decidió por el sistema que la minoría de 1810 había propuesto y la mayoría aceptado. Prontamente pudiera haber sido aprobado, puesto que ambas fracciones lo creían acomodado a sus principios y deseos, y a poca costa se hubieran obtenido Ayuntamientos, que a los ojos de los unos ofrecieran tantas garantías de adhesión a la causa de la libertad como los anteriores, y a los de los otros pareciera ofrecerles mayores de legalidad y orden.

La Milicia nacional de Madrid había sido disuelta y desarmada por el Gobierno Provisional; y esta medida, difícil, por no decir imposible de juzgar, lejos de las circunstancias en que fue dictada, y cuando no se está bajo las impresiones que decidieron a adoptarla, era, sin embargo, conveniente a los moderados y perjudicial a los progresistas. Su reforma hecha con tino y conocimiento de los males que importaba remediar, y sin faltar a las consideraciones que por sus servicios y patriotismo tenia derecho a exigir, habría sido para todos mucho más conveniente que la disolución, y los individuos mismos que la componían hubieran tocado muy pronto sus ventajosos resultados. Desgraciadamente, sucedió de otra manera, y produjo, como en todas partes, el temperamento que se prefirió, una irritación difícil de calmar, y tanto mayor cuanto se había concebido fundada esperanza de que no se llevarían las cosas a semejante extremidad. Los señores Ayllón y Caballero, que llegaron a Madrid después del desarme, vacilaron en asociarse a sus compañeros por no hacerse participes de la responsabilidad de aquel acto, y al decidirse a ocupar sus puestos, fue con la condición expresa de que había de procederse inmediatamente a la reorganización, de la cual se encargó a Cortina, a la vez que se le nombraba inspector general del arma, sin previa consulta. Pero había prestado servicio en aquel cuerpo, le quería, y a pesar de conocer lo arduo y difícil de la empresa, la acometió con el mayor celo.

Pensóse primero en un alistamiento general; mas el convencimiento de cuantos a él debían contribuir de que ningún resultado produciría, fue causa de que, a pesar de las instancias del gobierno y esfuerzos de Cortina, nada se adelantase. Le ocurrió entonces al inspector proponer a la comisión del Ayuntamiento se nombrase en cada barrio una junta de personas de confianza para formar en su demarcación respectiva lista de los que tuvieran las cualidades exigidas por la ley, con las cuales se fuesen desde luego organizando batallones, a medida que se calificase la actitud de los alistados, y tampoco produjo resultado este plan, aún cuando se empezó a poner en ejecución, si bien con frialdad.

Era natural todo esto, y así se comprendió: la verdadera causa de tanto entorpecimiento era el propósito de resucitar la Milicia como antes existía; consecuencia necesaria siempre del desarme y la disolución. No se concibe otro medio de vindicar la ofensa que otro produce; y págase, pensando y obrando así, tributo a la inmutable ley del universo de que la reacción corresponde a la acción, tan inflexible en el orden moral como en el físico, y que tanto convendría no olvidaran los partidos cuando están en el poder.

No se consideró posible ni conveniente el restablecimiento de la Milicia como se deseaba, porque el gobierno que había mandado desarmarla, no podía decretarlo; era demasiada humillación; y aun cuando se hubiera prestado a ella, anulándose, nada hubiera producido su abnegación; el poder oculto, que era dueño de la situación, por más que otra cosa pareciera, y afectase aún subordinación y respeto, no lo hubiera permitido: la lucha se hubiera empeñado, y las consecuencias habrían sido más fatales aún que las que tuvo la empeñada más tarde. Era, además, en extremo comprometida para los mismos que la deseaban. La reaparición en la escena de la Milicia como existía antes del desarme, con todas sus animosidades, sus prevenciones, sus compromisos, habría podido llenar a Madrid de luto algún día, y todo aconsejaba evitar una catástrofe segura, infalible y que nada era bastante a justificar.

Pues qué, ¿no podía crearse una Milicia en que entrasen, además de los muchos que a ella pertenecían antes legalmente, todos los que formaban, mereciéndolo, en sus filas, sin más exclusión que la de los pocos, porque constantemente se clamaba que con su conducta mortificaban a los hombres honrados y deslustraban la institución? Nada más fácil, y la Milicia de Madrid habría salido de esta nueva prueba a que desgraciadas circunstancias la sujetaban, rejuvenecida y con fuerza bastante para contrarrestar todo proyecto liberticida o reaccionario.

Grandes esfuerzos hizo Cortina en este sentido; mas no pudo inculcar sus ideas a algunas personas importantes a quienes buscó en aquellos días, y en el seno de la comisión reveló con franqueza sus temores, y manifestó era cada vez más apremiante la necesidad de que se hiciera un pequeño sacrificio del amor propio, a lo cual se reducía toda la dificultad.

Tal era el estado de las cosas, cuando Caballero dirigió al jefe político de Madrid la siguiente real orden: «Persuadida S. M. de que la institución de la Milicia nacional es una de las más firmes bases del trono constitucional, al par que sirve de garantía al orden y la libertad; deseando que el día 1° de Diciembre próximo, que es el señalado para la proclamación y jura, se inaugure de un modo digno de tan solemne acto, ha resucito que V. E. excite el celo del ayuntamiento de esta muy heroica villa, para que, sin levantar mano, organice la mayor fuerza que sea posible de Milicia nacional, a fin de que en tan fausto día pueda presentarse en formación una parte de esta benemérita fuerza ciudadana, S. M. espera del patriotismo de la corporación municipal, que hará todos los esfuerzos para corresponder a sus deseos».

Estrechado tan fuertemente el ayuntamiento, y persuadido de que nada podría adelantar si no cedía a la exigencia hasta entonces invencible, se determinó a conservar la anterior organización de la Milicia, y convocó para elegir jefes a algunas compañías, previa la exclusión de un corto número de los que antes la componían. Alarmado el general Mazarredo, jefe político entonces, consultó al gobierno, y éste expidió una real orden suspendiendo las elecciones y que se le remitieran las bases acordadas para la reorganización, a fin de dictar, en su vista, la resolución conveniente. Graves acusaciones se dirigieron contra el ministerio por esta determinación; pero encargado de la ejecución de las leyes por la fundamental, estaba en su derecho procurando adquirir los datos necesarios para juzgar si se cumplían o no por el ayuntamiento en asunto tan importante; y estorbando lo que, bajo todos aspectos, era inconveniente y peligrosísimo para los mismos milicianos, acaso evitó muchos males, de que los sucesos del mismo día en que su orden fue conocida, pudieron ser considerados como precursores. Los milicianos convocados para elegir jefes, cuando fueron despedidos, dieron algunos vivas a la reina, a la Constitución y a la Milicia; hubo grupos en ademán hostil, cargas de caballería, carreras, algunos tiros y heridos.

Esto probaba que no era prudente empeñar una lucha, cuyo término había de ser desastroso para los que, con poca reflexión, la provocaran.

En el Senado se presentó el 23 un proyecto de ley para que las Milicias nacionales que en virtud de los acontecimientos últimos habían sido desarmadas o disueltas, continuaran en tal estado hasta la reforma de la ley vigente de la misma. Se nombró la comisión favorable al proyecto; el nuevo ministro de la Gobernación pidió que se aplazara la discusión; dióse dictamen en la sesión del 28 aprobando el proyecto; abrióse la discusión el 11 de Diciembre, y el tercer ministro de la Gobernación que tenia S. M. desde el 20 de Noviembre, pidió se retirase la proposición, considerándola incidental y como efecto del momento que la produjo, y se retiró.

 

SITUACIÓN EN QUE SE VIÓ EL GOBIERNO PROVISIONAL

XXXIX

No debemos seguir adelante sin consignar algunas líneas al gobierno provisional que dejaba de existir, tan alabado por unos y combatido por otros, ofreciendo alguna útil enseñanza.

Se ha imputado a sus individuos que, como hombres políticos repudiaran de repente lo que antes habían sostenido; que obraran en sentido opuesto a lo que habían proclamado que sectarios de una intolerancia intratable contra todo un partido se unieran a el de pronto; que doctores de un puritanismo constitucional que no admitía el proyecto de la necesidad que autoriza infracciones de la Constitución ni de las leyes para salvar aquella, conculcaron o infringieron sin mesura esa misma Constitución y leyes, diciendo que había sido para salvarla; que tribunos despiadados de la democracia se convirtieran en cortesanos reaccionarios contra sus antiguos correligionarios políticos, y que tribunos en un período de 18 meses habían sostenido en un parlamento el pro y el contra en las cuestiones vitales de principios fundamentales y hasta de partido. «El límite de la indulgencia de los contemporáneos, dice un político de aquella época, será cuando más no creerlos reos de una mala intención premeditada, considerándolos como instrumentos ciegos de malas intenciones que no supusieron, y al ver que sus errores han recaído sobre ellos mismos, víctimas de sus desaciertos, hay que creer que fueran más imprudentes que culpables; que sus primeros pasos en una vía, donde nunca debieron sentar su planta, los llevaron a otros pasos más adelantados, y como una vez sobre la pendiente de un abismo, no es fácil detenerse, tuvieron que hundirse en el derrumbadero, y hundir con ellos la libertad y las instituciones del país».

Autores de grandes desgracias fueron los individuos de aquel gobierno; pero tuvieron muchos cómplices de su error o de su culpa antes y después de la insurrección, que podían mirar aquella época como la de una calamidad pública, en la que todo el partido progresista tuvo su tanto de culpa, atacando los unos imprudentemente la base de su existencia política, y defendiéndola los otros con sin igual torpeza. Los que vieron el peligro, ni supieron evitarle, ni hacer triunfar sus ideas; y los que no le vieron y fueron cándidos, precipitaron la perdición.

La situación de aquel ministerio fue sumamente crítica: «apenas pasaba día que no fuese a buscarnos en el local en que se reunía el Consejo de ministros, el general Narváez, entonces capitán general de este distrito, y en que no nos ocupase largo rato con la relación de peligros y tentativas de conspiraciones, que nosotros no veíamos como él, y que por fortuna no tuvieron la realidad que se temía, ni debieran tener nunca, aun creyéndolas ciertas, la importancia que se les daba. Mostrábanos porción de anónimos y de avisos todos a advertirle las tramas puestas en juego y los proyectos de asesinato, así contra su persona, como contra las del gobierno. En su modo de ver las cosas era tan indispensable como urgente asegurar a los sospechosos, proceder por aquellos indicios, allanar y reconocer el domicilio, y adoptar otras medidas que la ley fundamental ponía muy fuera de nuestro alcance. Jamás nos impuso la triste pintura que nos hacía; jamás abrazamos ninguna resolución que no estuviera dentro del círculo de las leyes y de nuestras facultades. Entonces el gobierno no mandaba prender ni deportar. Se deseaba que el jefe político acordase arrestos e instruyese causas: nunca permitimos que la esfera de su inteligencia se extendiese un solo punto más allá de la línea que le trazaban los principios y la legislación. Se levantaba el grito hasta el cielo porque la imprenta se desbordaba y atacaba a los hombres públicos del modo más virulento é irritante. Nosotros éramos principalmente el blanco de aquellos desmanes, y sin embargo, sufríamos con resignación los desahogos del despecho, y las envenenadas saetas de la calumnia. En ningún caso hicimos del poder un arma de venganza ni aun de defensa, y la prensa vio en su completa libertad realizada la protección que le habían ofrecido. Hubo más: el jefe político había nombrado para cierto encargo a una persona a quien yo no califico, pero cuyos recuerdos y antiguo concepto no podía conciliarse bien con el espíritu de liberal, que era la divisa de nuestra administración. Inmediatamente recibió orden aquella autoridad para revocar el nombramiento hecho, y valerse de otros elementos más análogos y más en armonía con los principios que se proclamaban. Respetáronse siempre las personas; respetóse la propiedad; se respetó la ley que simboliza a todos los goces sociales, y no podrá tacharse con razón a los individuos de aquel gobierno de haberse mostrado arbitrarios, y menos, como puede tacharse a otros, de haber ostentado lujo de arbitrariedad».

 

MINISTERIO OLOZAGA

XL

Olozaga tropezó como no podía menos, con grandes dificultades para formar el ministerio; porque no había entonces, como hoy, tantos candidatos que a todo se prestasen, creyéndose a la altura de tan elevada misión; y su conducta, al organizarlo, se ha calificado de rara e incomprensible, por haber tenido la singular habilidad de hacer que su combinación, en la que entraron dignísimas personas, a nadie satisficiese. Si no hubo propósito de contrariar a la mayoría del Parlamento, no fue respetada al menos; la minoría progresista se vio completamente desatendida, y el tercer partido decía pública y ostensiblemente que se había faltado a compromisos solemnes con él contraídos. Era, pues, un enigma para todos el saber con quien contaba Olozaga para gobernar; porque nadie concebía que el hombre eminentemente parlamentario del partido progresista no contase con la Cámara, que en los progresistas no pensaba apoyarse, lo demostraba sobradamente la distancia a que se había puesto de ellos, y la conservaba; y que el tercer partido no era la base de sus operaciones, lo reveló demasiado la hostilidad que algunos de los más importantes de él le mostraban. Quedaba únicamente la fracción moderada, y aunque el desaire de no dársela participación alguna en el ministerio, parecía alejarse de él, como por mayores humillaciones había pasado para acercarse a su fin, no se creía imposible que se hubiese comprometido a sostenerlo por algún tiempo.

Bien pronto se despejó esta incógnita, y se agregó una prueba más al inmenso catálogo de las que deben persuadir, que no hay ministerio ni gobierno posibles en los países constitucionales, sin el apoyo claro, explícito y decidido de la mayoría del Parlamento.

Dificultaban grandemente la obra de Olozaga los hondos resentimientos que ya existían, desconfianzas, enemistades y adhesiones tímidas, y, sobre todo, la falta de unión en el partido progresista. Luchando no poco, y después de alguna dilación y de la negativa de varias personas a quienes recurrió, organizó así su ministerio. Reservóse para sí la cartera de Estado con la presidencia; dio la de Hacienda a Cantero, diputado por Madrid; la de Gracia y Justicia a Luzuriaga, que lo era por Logroño; la de Gobernación a Domenech, que no correspondía a la sazón a los cuerpos colegisladores, y conservaron las de Guerra y Marina Serrano y Frías, asociándose así dos muertos.

Tres condiciones propuso Serrano para formar parte del ministerio cuando se le solicitó al efecto. La primera la conformidad de sus antiguos compañeros, que muy pronto la manifestaron en carta que le dirigió López, expresiva no sólo de su conformidad, sino también de su deseo de que se asociara a la nueva administración; la segunda la entrada de algunos de ellos en el ministerio, que también fue aceptada, dando la cartera de Marina a Frías; y la tercera que González Bravo formase parte de él. Negóse a esto Olozaga, y vino, como por vía de transacción a convenirse en que Serrano quedaría en libertad para retirarse, si por consecuencia de su exclusión se decidía González Bravo a oponerse al gabinete.

 

LOS NUEVOS MINISTROS. INCIDENTES NOTABLES

XLI

Difícilmente podría presentarte un ministerio cuyos individuos reunieran tan recomendables circunstancias. Olozaga era uno de los hombres más eminentes de cuantos habían figurado en el parlamento. Ilustrado jurisconsulta, político profundo, orador distinguido, patriota sin tacha, liberal a toda prueba, indicado hacía tiempo para el gobierno, que siempre había procurado rehusar, reunía todas las cualidades que podían desearse para inaugurar una época de legalidad y asegurar el triunfo de los principios liberales por caminos tan opuestos y combatidos. La probidad e ilustración de Luzuriaga eran tan superiores a todo elogio, y su carácter pacifico y conciliador le hacían acaso, en aquella época, el más a propósito para el ministerio de Gracia y Justicia que se le confiaba. La brillante fortuna, independencia, patriotismo y acreditada inteligencia de Cantero, le recomendaban altamente para la administración de la Hacienda española que se le encargaba. Les talentos de Domenech, acreditados en el foro y en el parlamento; su constante adhesión a la causa de la libertad, su carácter firme y su nada común instrucción, eran circunstancias que ofrecían las mayores seguridades de que desempeñaría con tino y energía el gobierno del reino; y Serrano y Frías eran por último harto conocidos, y sólo la tacha de llevar sobre sí todos los compromisos de la revolución y del gobierno provisional, podía oponérseles. Gran porvenir parecía, por tanto, tener ese ministerio; si bien el estado del parlamento no podía menos de inspirar grandes y muy fundados recelos; pues en el momento en que dos fracciones de las que en él figuraban se uniesen para hacerle oposición, eran indispensables o su caída o la disolución en extremo peligrosa en aquellos días.

Hubiera podido ser aquel ministerio una tabla de salvación, si los jefes de los progresistas del Congreso, uniéndose de corazón, se hubieran preparado a la lucha, utilizando pronta y enérgicamente todos los elementos revolucionarios que aun existían en pie; pero faltaba esa unión, no había un mismo pensamiento, ni en Olozaga el brío revolucionario para contrarrestar las oleadas contra rrevolucionarias que ya bramaban. Lisonjeábase con poder dominar las intrigas de Palacio, la ojeriza de la mayoría del Congreso, la tibieza de la minoría y las antipatías del Senado, donde tantos enemigos tenía.

Y como si todo esto no fuera bastante para hacer crítica su situación, debió haberle servido de precedente y de lección lo ocurrido en su entrevista con la reina al llamarle a las pocas horas de haberle encargado la formación del gabinete, en la que le preguntó si ya le tenía diciéndole: mira que me urge. Disimuló Olozaga su asombro; demostró a S. M. que apenas habían mediado algunas horas desde que tenía el encargo; que estas cosas exigían tiempo, citando ejemplos; pero la joven reina, que más bien que a razones atendía a sugestiones ajenas, repitió: me urge, me urge. Perspicaz Olozaga, esforzó los argumentos para hacer hablar más a S. M., que cándidamente le dijo, que sabia que la Milicia nacional, que no existía, quería quitarla la corona. Entonces lo comprendió todo Olozaga; se afanó por desvanecer estos temores, inculcados por la más refinada maldad; y como estaban muy arraigados en la joven reina, acabó por decirle que, sino formaba pronto el ministerio, había persona que tenía uno todo arreglado.

En opinión de algunos, Olozaga, después de esta escena, cuya importancia y trascendencia no se le ocultaba, sólo tenia dos caminos: o renunciar el encargo de formar ministerio y volver a su banco de diputado para dirigir la oposición contra el ya arreglado, o tomar el mando para poner en movimiento la revolución. Lo primero hubiera sido fatal para el partido progresista, y anticipar su derrota; y ésta no la evitó optando por lo segundo; aun sabiendo que había que empezar por combatir a los enemigos que tenia en Palacio, cuyas intrigas tuvo ocasión de conocer en un incidente digno de ser referido.

Había manifestado la reina deseos de comer el 26 en el Pardo, convidando a sus ministros. Los acontecimientos que sobrevinieron aconsejaron que se suspendiese la ejecución del proyecto; más no agradó a la reina; e insistiendo en que los ministros la acompañasen a comer, se determinó que se preparase la comida en el Pardo y en Madrid; que si la tranquilidad se restablecía temprano, se iría al Pardo, y en caso contrario se comería en Madrid. Se prolongó la pequeña alteración del orden que ocasionó la suspensión del nombramiento de jefes de la milicia, y se desistió de ir al Pardo.

En cumplimiento de la segunda parte del programa, se presentaron a las seis los ministros en Palacio, y la señora marquesa de Santa Cruz, camarera mayor de S. M., les dijo que el convite quedaba anulado, pues por efecto de una mala inteligencia en las órdenes dadas, no podía tener lugar la comida, no habiendo que comer. Conociendo Olozaga que todo aquello no pasaba de una tramoya y de una intriga de camarilla, con atinada pausa contestó, que no iba a acallar el hambre, y que sin comer, puesto que no había, tendrían la honra de acompañar a Su Majestad distrayéndola de la escasez de la comida. Así lo hicieron, y se encontraron con una espléndida que dejó mal parada la noticia del ayuno anunciado.

 

NUEVO NOMBRAMIENTO DE PRESIDENTE DEL CONGRESO—SITUACIÓN DEL MINISTERIO—PROYECTOS Y RESOLUCIONES

XLII

Aun cuando se prevén los grandes acontecimientos, su llegada sorprende.

La ruptura de la coalición era evidente; mas todos la temían, y procuraban prepararse para las consecuencias. En esto tuvieron más unión y osadía los moderados, mayor inteligencia.

Al nombrarse nuevo presidente de la Cámara, pudo presagiarse ya una crisis ministerial, que indudablemente no se habría retardado, si otras circunstancias no hubiesen decidido a los moderados a romper la coalición, y a poner en juego todos los elementos con que hacía días contaban, para apoderarse del poder y desalojar completamente de él a sus adversarios.

Unidas las fracciones moderadas y la que se titulaba «Joven España», elevaron a la presidencia al Sr. D. Pedro José Pidal, cuya elección era indudablemente la más marcada señal de rompimiento que pudiera haberse dado. Eminentemente moderado este diputado, de carácter brusco y violento; sirviéndose de su gran inteligencia y claro talento para sostener acérrimo y apasionado siempre los principios, intereses y doctrinas más opuestas a las que los progresistas sustentaban; representante verdadero y legítimo de la reacción política, a que después como ministro dio cima, era la persona más a propósito para inspirar desconfianza y hacer desaparecer los débiles vínculos que ligaban ya a moderados y progresistas. Había entre los primeros personas, cuyo nombramiento no habría sido considerado como una abierta hostilidad, o como una especie de desafío, que era preciso aceptar al ser provocado: en sus filas estaba Isturiz, cuya imparcialidad y rectitud habían dejado entre los progresistas gratos recuerdos, y cuya habilidad para dirigir los debates parlamentarios estaba acreditada y era por todos reconocida, y no faltaron moderados que en él pensasen, por no disgustar tanto a los progresistas; pero se quiso elevar a tan importante cargo a una de las personas más antipáticas a aquel partido, que se resolvió ya en aquellos momentos combatir decidida y claramente, tomando al paso una especie de revancha de la completa exclusión de los moderados y de la Joven España del ministerio; en lo cual indudablemente tenían razón los primeros para estar ofendidos, aunque no consideraron por ello rota la coalición.

Los progresistas dieron a aquel acto su verdadera significación, con tanto más motivo, cuanto que hacía fuerte contraste con la conducta circunspecta y cuerda que en dicha elección se propusieron seguir y siguieron unánimemente.

Narremos los hechos. A lo que sucedió cuando el nombramiento de Olozaga para presidente, era natural se pensase en Cortina para reemplazarlo, y se mostró en ello el mismo empeño que antes había dado lugar a bien desagradables escenas; desistiéndose, aunque no sin dificultad, al demostrar Cortina «que su candidatura, después de haber dicho no estaba conforme ni con la situación ni con sus consecuencias, era un guante arrojado a los moderados, que se apresurarían a recoger, y podría servir de fundamento a alguna demasía que importaba no provocar; que debíase proponer para la presidencia un candidato que no pudieran menos de aceptar, y cuya repulsión, si sucedía, como era de temer, acabase de revelar sus intenciones y dejase en libertad para obrar, como el deber lo exigiera, e indicó a don Joaquín María López, a quien pocos días antes habían dado ellos mismos un voto de gracias y declarado seguían dispensando su confianza».

Convínose por estas razones en proponerlo y votarlo. Fue, no obstante, preferido el señor Pidal, sin que bastasen a impedirlo las circunstancias de ser su competidor el hombre que no había vacilado en sacrificar su porvenir, su existencia política, para obtener que volvieran a su patria y recobrasen sus empleos, honores y condecoraciones, los que de tal manera recompensaban tan inmensos beneficios. Evidenciábase, pues, que se quería prescindir completamente de los progresistas.

Así lo consideró el ministerio, y aun antes del nombramiento de Pidal para la presidencia, principió a adoptar las medidas necesarias para ponerse en estado de resistir a los moderados, cuyos intentos se dejaban ya traslucir, y era deber del gobierno contrarrestarlas decidida y enérgicamente. El patriotismo e ilustración de los ministros les hicieron comprender muy pronto, que la más apremiante necesidad de la situación era unir estrechamente a los progresistas, divididos por una desgracia lamentable para todos ellos, para que en masa, olvidadas antiguas diferencias, pudieran presentarse a combatir con los que, sólo a merced de ellas, pudieran hacerlos sucumbir. Y a la vez que con incesante afán se dedicaron a satisfacerla, cuidaron de evitar también una reacción que habría sido causa de nuevos males y grandes trastornos. Difícil y peligrosa en extremo era la transición que estaban llamados a hacer; que mucha gloria les habría procurado, si un error funesto no hubiera sido causa de qui se frustrasen sus nobles y patrióticos proyectos.

El primer cuidado del ministerio fue presentar al Congreso un proyecto de amnistía que alcanzase hasta el 10 de Noviembre, en que la reina había prestado el juramento de guardar la Constitución y principiado a ejercer las atribuciones que ella le concedía. No podía inaugurar más admirablemente su reinado. La dignidad con que está redactada la exposición que le precedía, los buenos y sanos principios en que abunda, la hacen merecedora de ser conocida: será leída con gusto, y contribuirá a que se forme la idea debida y justa de aquellos ministros.

Considerárase este proyecto de ley por lo que significaba o como acto de habilidad política era loable de todas maneras; y en la mayoría de las Cortes ni había valor para resistirlo ni virtud para otorgarlo. ¿Cómo negarse los hombres, a quienes acababa de abrirse las puertas de la patria, a que se abriesen también a los que, ausentes de ella, anhelaban el término de su desgracia? ¿Cómo oponerse los que habían obtenido que hasta sentencias de muerte contra ellos pronunciadas quedaran nulas e ineficaces, a que cesaran los procedimientos en que otros no menos buenos españoles se veían envueltos? Pero era menester, para que su bandería triunfase, impedir esto a toda costa: antes que la justicia eran los intereses de partido, y ya que no negarlo, convenía dilatarlo decididamente para concluir por hacerlo ilusorio. Adoptado este medio, se encargó Martínez de la Rosa de ponerlo en ejecución.

Componíase la comisión de los señores Cortina, Castro, Olivan, Mayans, Martínez de la Rosa, Calderón Collantes y Pastor Díaz. Reuniéronse apenas elegidos; nombróse presidente a Martínez de la Rosa, y como nadie se opusiese a que desde luego se extendiera el dictamen favorable, quedó encargado de hacerlo el mismo señor Martínez de la Rosa. Un mes aproximadamente trascurrió hasta que se suspendieron las sesiones, y aunque la comisión fue excitada en el Congreso, y su presidente, con protestas harto desmentidas con su conducta, ofreció reunirla para ver y firmar el dictamen que dijo tenia extendido, no llegó a presentarse, contrastando esto con la presteza y celo de los progresistas para formular y presentar el proyecto de amnistía de Mayo, a que los moderados debían su resurrección política, y con ella grandes, inmensos beneficios.

 

LEGALIDAD DE LA REVALIDACIÓN DE EMPLEOS, GRADOS, ETC.

XLIII

Y no fue la presentación a las Cortes de este proyecto, el único paso dado por el ministerio Olozaga-Serrano para reparar los males que la revolución había causado, y salvar la libertad de los peligros que la rodeaban; pues el 26 de Noviembre expuso a la reina la justa necesidad de revalidar todos los empleos, gracias, honores y condecoraciones concedidos por el gobierno del regente hasta el 30 de Julio en que salió de España.

El duque de la Victoria había sido nombrado regente del reino por Cortes convocadas para ello expresamente: la Constitución del Estado les daba esta facultad, y usando de ella, habían creado un poder legítimo y de derecho, de cuya legalidad no podía dudarse de buena fe. Verdad es que los pueblos se habían alzado contra él; que su destitución había sido decretada por el general Serrano revolucionariamente constituido en Barcelona en ministro universal: todo esto sería bastante para que de hecho cesase en el mando cuando se viese obligado a ello de un modo irresistible, o imposibilitado de desempeñarlo; mas no podía atacar ni hacer cuestionables siquiera la legitimidad de su origen, ni la legalidad de sus actos. El triunfo solo legaliza las revoluciones: el poder por ellas combatido hasta el momento en que de hecho cesa y desaparece, conserva la autoridad que desde su origen tuviera; pudiera ser acusado de injusto, jamás de ilegal ni de ilegítimo, si como el que ejercía el duque de la Victoria, fue creado por quien tiene tan importante misión con arreglo a la ley fundamental del Estado. ¿Cómo ponerse, pues, en duda la validez de las gracias, honores y condecoraciones otorgadas antes del momento en que dejó de ser regente? Esto equivaldría a haber desconocido la legitimidad de su nombramiento, la autoridad de las Cortes para hacerlo; y los que a él habían contribuido tan eficazmente como los ministros, no podían, sin mengua de su dignidad y aun de su honra, cegarse hasta tal punto.

Y si a precedentes quería recurrirse, bien reciente estaba lo que en 1840 había sucedido. Por las Cortes fue nombrada doña María Cristina regente del reino: también los pueblos se alzaron contra su gobierno, y se creyó por esto obligada, como Espartero, a dejar el país, cesando de hecho en el mando, y aun de derecho, puesto que renunció la regencia del modo más explícito; y todas sus disposiciones fueron, sin embargo, respetadas: el gobierno que le sucedió, aun lo que pudiera acaso haberse fundadamente resistido, hizo guardar y cumplir; los actos de las juntas revolucionarias fueron los que quedaron sujetos a examen y revisión; los de la ex-regente, no. La legitimidad del poder que había ejercido fue bastante para que se estimase legal cuanto hizo mientras lo ejerció, y a nadie ocurrió entonces considerar como inválido, ni que necesitase rehabilitación siquiera, nada de cuanto mandó.

Una revolución obligó a renunciar a la reina: otra revolución forzó al duque a dejar el país: y si alguna diferencia quiere establecerse entre los poderes que ejercieron, que ambos debían su origen a las Cortes del reino, bastará recordar para hacerla desaparecer, y aun si necesario fuere podría agregarse que las de 1836, declarando regente única a doña María Cristina de Borbón, faltaron a lo dispuesto en la Constitución de 1812, que entonces regia, y las de 1841, confiriendo igual magistratura a Espartero, obraron dentro del círculo trazado en la de 1837 al ejercicio de tan importante prerrogativa.

Si más pruebas se necesitasen de la justicia de esta medida, los moderados mismos en el poder las proporcionaron. Cuando por consecuencia de la caída de Olozaga, se apoderaron dé él, en hombros de unos pocos desertores progresistas, a pesar del vértigo reaccionario que caracterizo la mayor parte de sus medidas, no se atrevieron a revocar el decreto que tanto les había alarmado, a proclamar su injusticia, a condenar el principio sobre que estaba basado; reconociéronlo, por el contrario, y lo aceptaron; reservándose aplicarlo a su placer y discrecionalmente en los casos particulares, lo cual equivalía a una revocación vergonzante, y a dejarlo sin efecto, afectando hipócritamente respetarlo. Si era ilegal, aquella era la ocasión de declararlo, a la vez que el poder del regente, ya desde su origen o desde que fue destituido, nulos todos sus actos, e injusta por tanto la declaración contraria, que el ministerio Olozaga hiciera explícita y terminantemente; y como a falta de valor no pueda atribuirse la conducta que respecto a esto se observó, porque a mayores cosas se atrevieron aquellos ministros, forzoso es reconocer que, de cualquier manera que fuese, pagaron, el debido tributo de respeto al gran principio proclamado en el decreto de 26 de Noviembre, si bien se propusieron falsearle y hacerlo ilusorio. .

María Cristina de Borbón - Dos Sicilias

 

SERRANO Y OLOZAGA

XLIV

Si no recibió aplausos a su formación el efímero ministerio Olozaga, digna de loa fue su conducta. El general Serrano, que más se había ensañado contra Espartero, el que le destituyó, el que declaró nulos sus actos, el que más contribuyó a lanzarle del territorio español, le abre de nuevo las puertas de la patria; y a cuantos participaron de su desgracia les devuelve, sin mengua, suposición, y revalida todo lo que antes anulase, sin que se lo impidiese la seguridad, que no podía menos de tener, de que tantos enemigos, acaso, como eran las personas agraciadas, levantaba y engrandecía. Cualquiera que sea la causa a que semejante conducta se atribuya, es noble y honrosa, y bien merece ser apreciada por los que no anteponen la pasión a la imparcialidad.

Esta conducta no podía menos de desagradar a los moderados y al llamado centro: los unos y el otro veían burladas sus esperanzas, e ilusorio el brillante porvenir que se habían figurado. Su interés exigía que combatiesen unidos los obstáculos que inesperadamente habían encontrado en el camino, sin perjuicio de que el día del triunfo volviesen de nuevo a dividirse. El nombramiento de presidente fue el primer acto de esta alianza, cuyo objeto .no podía ser desconocido.

Los ministros hubieron de apercibirse muy pronto del peligro que les amenazaba; si bien creyéndolo menos inminente, no se decidieron a tomar el partido que las circunstancias exigían; lejos de ello incurrieron en un gravísimo e indisculpable error, causa inmediata de todos los males que sobrevinieron al partido progresista. Forzoso es, por más que sea desagradable, decirlo: lo que ocasionó principalmente y en primer término este error, fue la falta de acuerdo entre los señores Olozaga y Serrano, debida, sin duda, a pequeñeces que había quien se complacía en exagerar, y en hacerlas aparecer muy importantes. Apenas puede creerse, si no se viera, que cosas tan insignificantes hayan influido tan poderosa y eficazmente en la suerte de los pueblos.

Durante el gobierno provisiónal, era el general Serrano la persona más atendida y aun mimada en palacio: a él debían cuantos recobraron la posición perdida en 1840, su nombramiento; él, por su carácter, por sus pocos años, era el más accesible de sus compañeros; de él se necesitaba, en fin, y esto era más que suficiente para que se le halagase y lisonjease, aun quizá por los que más le aborrecían, y creían una profanación que figurase e hiciera papel sin más títulos que los que como soldado había adquirido con su espada. Natural era, y en extremo disculpable, que esto le deslumbrase; aun no tenía motivo para conocer lo que es el favor de los reyes y de los cortesanos, y las ilusiones que le rodeaban le fascinaron hasta el punto de no recordar lo que enseña la historia de todos los pueblos, de todos los tiempos, que la más negra ingratitud es por lo común la recompensa de los servicios que se les prestan, y jamás se creen obligados a agradecer. Nombrado Olozaga ayo de S. M. y A., dirigiéronse a él todos los obsequios y distinciones que antes mereciera exclusivamente Serrano. Levantábase un astro nuevo en el oriente, y era necesario saludarlo obsequiosamente para participar de los beneficios que pudiera dispensar durante su carrera. Nacido además el señor Olozaga para el primer término, no gustaba de iguales, y al poco tiempo de su instalación en el regio alcázar, era el único ídolo a quien se tributaba allí el culto reverente que obtiene siempre aquel de quien todo se espera, y tan fácilmente como cambia el favor de los reyes, se convierte hasta en burla y desprecio.

A mal encubierta rivalidad había dado esto ocasión, que falsos amigos y pérfidos cortesanos procuraron fomentar en el general Serrano, creando antipatías y prevenciones de que cada cual se proponía sacar partido para sus fines. Efecto de esto, y acaso en parte del disgusto que el mismo general manifestó repetidamente causarle haber separado su suerte de la de sus antiguos compañeros, fue que no apareciese tan unido a los nuevos ministros, como lo exigían la dificultad y compromisos de la situación: él no juró a la vez que los demás; no se presentó los cuerpos colegisladores cuando todos lo hicieron; ostentaba una especie de retraimiento, que no podía menos de considerarse como precursor de desavenencias que debían provocar pronto una crisis difícil, por lo que el general Serrano representaba, y el apoyo, cuando en cierto sentido se propusiese obrar, que habría indudablemente de prestársele.

Harto satisfecho Olózaga, por otra parte, con la acogida que en Palacio se le dispensaba, llegó tal vez a persuadirse de que estaba en su mano dominarlo todo, empleando para ello un poder de que lamentablemente hubo de creerse absoluto dueño; olvidándose de que, verdadera espada de Damocles, es harto frecuente verlo convertido contra el que lo emplea sin la debida precaución; ni se procuró asegurar de otro apoyo, ni cuidó asegurárselo á costa de prudentes concesiones, ni vaciló en comprometer lances, que convenía no empeñar hasta que se contase con la más completa seguridad, que por entonces no había, de su buen resultado. La benevolencia con que fue acogida la noticia de que el general Narváez pensaba hacer dimisión, y la resolución a admitírsela, que apresuradamente se manifestó, se hallaban en este caso. ¿Cómo dudar de la incompatibilidad de Olozaga y Narváez? Forzado éste por su posición y carácter á mandar enérgicamente o a dominar resuelto a los que mandasen, era imposible que aquel ministerio se convirtiese en editor de lo que nunca podía hacer, y así se lo había hecho conocer anticipadamente. Era indispensable alejarle de todo mando é influencia; pero debían haberse calculado con exactitud y sin ilusiones, las fuerzas de que podía disponerse, y esperar, para dar el golpe, a que se contase con una seguridad que entonces no existía.

Esto que ha podido creerse pequeño y de poca importancia quizá, era harto significativo para el general Narváez y para el partido que ya personificaba, anunciándoles lo que de aquel gobierno podían prometerse; así se emprendieron decididamente las hostilidades extraparlamentarias contra él, terminadas por una catástrofe, que contribuyeron poderosamente a precipitar los mismos que en ella debían sucumbir.

 

DIMISIONES DE SERRANO Y NARVAEZ

XLV

Como si la elección del señor Pidal no hubiera sido bastante desgracia para el ministerio oOlzaga, un incidente, pequeño e insignificante en si mismo considerado, vino a convertir en un verdadero rompimiento con su presidente, la especie de alejamiento en que se hallaba desde su instalación el general Serrano. Había éste considerado la derrota de López, postergándole por Pidal, como un agravio; habíale afectado el desaire extraordinariamente, y unido esto a todos los demás motivos que le hacían desagradable su permanencia en el gabinete, le decidió a manifestar sus deseos de separarse de él, si bien fundándose exclusivamente en este último suceso, cuyas consecuencias creía deber alcanzarle. El señor Olozaga entonces, con un aire que sólo la anterior amistad de ambos podía dispensar—según aseguró en el Congreso el mismo general Serrano,—le dijo: «Si usted hace dimisión, yo aconsejaré a S. M. que se la admita». Envió Serrano su dimisión; pero ni Olozaga ni ninguno de sus compañeros estaba en ánimo de admitírsela, ni remotamente, procuraron todos disuadirle; y ni las súplicas interesadas de sus compañeros y amigos, que apoyadas también por el señor Olózaga, envolvían cuantas satisfacciones en semejantes casos pueden apetecerse, ni consideraciones de ningún género, bastaron a disuadirle de su propósito, que le llevó con tal resolución, que se retiró de su secretaria y se negó abiertamente a concurrir a los consejos que posteriormente se celebraron.

Si no hubiese datos poderosísimos para creer que existían entre los señores Olozaga y Serrano, los otros motivos de disidencia anteriormente manifestados, este suceso por sí solo lo revelaría sobradamente. A dar el primero la contestación que el segundo manifestó, no lo haría seguramente con la intención que se supuso, y claramente se vio que lejos de aconsejar a S. M. que admitiera la dimisión, unió Sus esfuerzos a los de los demás para hacerle desistir de ella. Pudo haber falta de formas, que ni la anterior amistad ni consideración alguna podían autorizar al tratarse de asuntos tan graves e importantes; pues a medida que la posición de las personas con quienes de ellos hay que tratar es más elevada, se necesitan más delicadeza y tacto para conducirse; porque en ello ofende e irrita lo que en otras hasta con indiferencia acaso se oiría; pero el hecho en si mismo, ni mucho menos después de los pasos que para neutralizar la desagradable impresión que debió producir, se dieron, y de las cumplidas y satisfactorias explicaciones, sobre todo del señor Olózaga, era motivo suficiente para un rompimiento, si otros antecedentes no existieran que á él en primer término hubiesen contribuido; y debe decirse, esta injustificable y funesta desavenencia, dio acaso lugar á los sucesos posteriores, cuyas consecuencias lloró el partido progresista. Sin ella pudiera haber triunfado el ministerio, y tomado muy diverso rumbo los negocios públicos. Tan cierto es que nada hay despreciable en la política, y que los más pequeños incidentes tienen grande y á veces indudable trascendencia.

 

SITUACIÓN DEL MINISTERIO OLOZAGA

XLVI

No se olvidó el ministerio, a pesar de tan lamentable escisión, del suceso que, hasta cierto punto, la había por el momento ocasionado, y se detuvo, como era justo; a considerar su importancia, y lo que a su consecuencia era deber suyo hacer en la situación por él creada tan inesperadamente.

No podía ocultársele lo que el nombramiento del señor Pidal significaba; que aquella elección no podía menos de producir sus naturales consecuencias y casi previstas: porque los moderados estaban decididos a reemplazar a los progresistas, ya que no habían podido atraerlos, como lo intentaron; por lo que se resolvieron a producir una crisis, dimitiendo Narváez la Capitanía general de Madrid y haciendo que la reina no la admitiera. Veía, pues el gobierno precursora la tempestad, y era imperiosa la necesidad de precaverse de ella, y conviniendo, por fortuna, sus individuos en lo que era preciso e indispensable hacer para conjurarla, tuvieron la desgracia de que se escogiese un medio desacertado, y que—duele decirlo—no habría sido disculpable en la persona más vulgar y adocenada, y mucho menos en hombres de Estado y que tenían títulos muy robustos para que se les considerase como tales. Justa y fundadamente esperaba el ministerio que el nombramiento de un presidente como el señor Pidal significase una oposición violenta y sistemática, a no suponer, a los que para hacerlo se habían coaligado, una estupidez e inconsecuencia que estaban muy lejos de tener. Si este nombramiento, que fue la piedra de escándalo de aquellas Cortes, se hubiese hecho en favor de un diputado, aunque moderado, cuyos talentos y habilidad para la presidencia estuviesen acreditados, o cuyo carácter, a falta de antecedentes, lo hiciesen creer a propósito para tan difícil cargo, pudiera haberse creído que se habían buscado las cualidades necesarias para desempeñarlo, y haberse sostenido que ni intención había de darle significación política; pero prescindiendo de hombres acreditadísimos en la presidencia, que formaban en las filas de las fracciones que se habían entendido, y de otros muchos, que por sus cualidades personales eran muy recomen dables, se escogió uno que jamás había presidido, y aunque de claro talento y muy excelentes cualidades, su carácter no podía hacer concebir esperanzas de que desempeñara atinadamente tan difícil misión. Era forzoso considerar su nombramiento como un hecho político; y mirado bajo este inexcusable punto de vista, por ser el único posible, como un insulto al ministerio, compuesto de hombres incapaces de olvidarse de que habían oído y eran progresistas, y como una bandera negra que se alzaba para combatirlos. Si esto no significaba, revelaba torpeza, aturdimiento, ignorancia, y sobre todo, que sin plan caminaban los que harto sabido es que siempre se han propuesto uno mismo, y no han carecido de habilidad y resolución.

Si estos justos temores llegaban a realizarse, quedaban dos medios a los ministros: dejar el puesto o disolver; lo primero habría sido absurdo é indigno de hombros que tuvieran fe en sus principios; lo segundo, por consiguiente, era lo que debía hacerse con decisión y energía, llegado el caso de que, a los ojos del país, puliera estar completamente justificado. ¿Cómo abandonar cobarde y vergonzosamente el ministerio en aquellas circunstancias? ¿Quién los habría reemplazado? ¿Qué habría sido de los principios progresistas? La suerte que tuvieron cuando los que nombraron al señor Pidal subieron al poder. Hasta criminal habría sido el ceder en aquella situación, y era menester arrostrarlo todo para salvar lo que el ministerio tenía interés y deber en salvar á cualquier costa

Si a adoptar esta resolución se hubiesen limitado los ministros, y á prepararse para realizarla, cuando llegase el momento, que no debía hacerse esperar mucho tiempo, de elogiar hubiera sido su digna conducta; pero ocurrió al señor Olózaga preparar el arma que debía emplear, y a los pasos que para ello dio, más que ilegales, indiferentes, se debió la catástrofe de que vino él mismo a ser la primera víctima. Sus ilusiones de que dominaba en Palacio, pueden sólo explicar una conducta en aquellos días tan ajena de la cautela y aun suspicacia que generalmente se le ha supuesto.

 

DECRETO DE DISOLUCIÓN DE LAS CORTES

XLVII

Sin preceder formal y decidida resolución, ni otro antecedente ni fundamento que una conversación con sus compañeros sobre la necesidad en que más o menos inmediatamente podían verse de disolver, se decidió a presentar a la reina el decreto de disolución, que lo firmó sin el menor obstáculo en la noche del 28, aun cuando Olozaga no se proponía hacer uso desde luego, sino cuando llegara la ocasión, que esperaba, en que fuese absolutamente indispensable.

Calificaron algunos de ilegal este paso, y escudriñaron hasta sus más pequeñas circunstancias para persuadir que al darlo había contraído grave responsabilidad; pero los hombres entendidos de todas las fracciones y que tenían títulos para exigir que su dictamen fuese respetado, reconocieron había estado en su derecho obteniendo el decreto de disolución, y reservándose hacer uso de él cuando lo creyese necesario. El mismo señor Isturiz dijo en la célebre discusión a que este suceso dio lugar, después de referir que en circunstancias análogas había obrado de bien diverso modo: «paréceme que quien ha obrado así tiene derecho a emitir con libertad y franqueza su opinión en esta materia: yo creo que el señor Olózaga, pidiendo el decreto de disolución, estuvo en su derecho; y si bien el pedirlo pudo afectar su responsabilidad moral, de ninguna manera afectó su responsabilidad oficial».

Si la confianza del monarca en sus ministros llega, en efecto, al extremo de abandonar a su prudencia y juicio la elección del momento en que deba adaptarse tan importante y trascendental medida, ningún cargo puede hacérseles porque la tengan preparada y esperen la ocasión, el instante de llevarla a cabo. Pero los amigos de Olozaga no pudieron menos de lamentar su funesta imprevisión en aquellas circunstancias, y que creyese tener seguridad bastante de que su propósito no sería conocido, o la fuerza necesaria para ejecutarlo, si, como todo lo hacía temer, el secreto no era guardado. Ni con lo uno ni con lo otro podría contar sin hacerse ilusiones, que aún en hombres de menos valer que él serían indisculpables. Ni podía ni debía esperarse de una reina niña e inexperta, rodeada siempre de personas, que Olozaga sabía demasiado le eran hostiles, por más que lo adulasen, y sujeta a la influencia de otras que, sobre ser de todo capaces, eran sus enemigos decididos e irreconciliables, el sigilo, al cual podía únicamente deberse el resultado que se había propuesto obtener de la anticipada firma del decreto. Si su pensamiento llegaba a ser conocido, con dualismo en el ministerio por la esquivez de Serrano, ¿con qué contaba para realizarlo? ¿Quién mandaba las armas en todas partes? ¿Qué hombres gobernaban por punto general las provincias? ¿En qué fracción política pensaba apoyarse, cuando se había colocado a tanta distancia de la progresista, única que podía serle propicia? Y es tanto más de extrañar que en tan trascendentales errores se incurriese, cuanto que nada habría sido más fácil que obtener de la reina la firma del decreto de disolución en el momento mismo en que fuera á hacerse uso de él, y tomar las precauciones oportunas para que su lectura en la tribuna fuese la primera noticia que de él tuvieran los que tanta fe tenían en la legitimidad de su misión, que no querían sujetarla a una nueva prueba, de que habría debido salir triunfante, si la opinión les fuera tan favorable como suponían. O tenía o no confianza en sus principios; porque en cuanto á la legalidad de unas nuevas elecciones, no podían dudar; y es lamentable que los que malos han creído siempre los medios empleados por sus adversarios para llegar al poder, se decidieran por uno que no puede ser honrosamente calificado, e hizo más daño al trono que todos los esfuerzos de sus enemigos más encarnizados.

 

FIRMA S. M. EL DECRETO DE DISOLUCIÓN

XLVIII

Olozaga, que más que nadie había contribuido a que se declarase mayor de edad a la reina, y cuyo trono se proponía afirmar constitucional y liberalmente, para demostrar que no en balde se había derramado tanta sangre en la guerra civil a los gritos de Isabel y libertad, debió recibir una de las más penosas impresiones que haya experimentado en su vida, al ver que se inauguraba el reinado de doña Isabel II con un hecho incalificable. No podía culpar a una niña de trece años, porque su misma edad la absolvía de toda responsabilidad moral, y aun de la material la ficción constitucional que se ejecutó. Mas Olozaga amaba el trono y a la reina, y temía el grave compromiso en que a uno y otro ponían los consejeros y autores de aquellos hechos.

La elección del señor Pidal como dijimos, puso al gobierno en la disyuntiva de dimitir o disolver: esto manifestó particularmente el señor Cantero en su perspicaz juicio al señor Olozaga; y éste sin tomar consejo de sus compañeros, llevó en la misma noche del 23, en su despacho con la reina, el decreto de disolución. Según la declaración solemne de la reina, don Salustiano de Olozaga había pedido a S. M. que firmara el decreto de disolución de las Cortes; que S. M. se negó resueltamente a ello, y se levantó para marcharse por la puerta que se hallaba a su izquierda; cuando adelantándose el ministro echó el cerrojo, y entonces se dirigió a otra puerta que estaba al frente, e igualmente echó el cerrojo el ministro, y cogiendo a S. M. por el traje, haciéndola sentar por fuerza y asiéndola de la mano, la obligó a firmar; pidiéndole palabra de no hablar de este suceso, palabra que S. M. se negó a dar.

Sólo el que no conozca la vida pública del señor Olozaga, y no le haya tratado una vez siquiera, pudiera creerle autor de tan brutal villanía. Le hemos combatido y le combatiremos en muchas ocasiones por no pocos errores de su vida pública, cometidos quizá con la mejor buena fe, pero al fin errores; mas nadie ha dudado jamás de su claro talento y buen juicio que pudiera haberle empleado para obtener la firma por el amaño y el engaño, siendo fácil sorprender a una niña de trece años, en vez de emplear tan torpe violencia. Es sabido y evidente que han caracterizado en demasía al señor Olozaga la amenidad de los modales, la mansedumbre del carácter, la dulzura del lenguaje, y que su cariño a sus hijos lo llevó a amar a todos los niños; que tenía el don de la persuasión, y que lo esmerado de su educación y las prendas de caballero que le han distinguido, le hacían el menos a propósito para el papel que se le atribuyó, acudiendo a la violencia para con una niña, y desdeñando el uso de sus facultades morales e intelectuales.

Veamos el contra de la anterior declaración. El señor Olózaga llevó a la firma de su majestad el decreto de la disolución, y fuese por confiar de su ascendiente en el ánimo de la reina, o por puritanismo constitucional, quiso el ministro que la reina supiese lo que firmaba, y leyó el decreto. Preguntó la reina por qué no estaba satisfecho con las Cortes; contestó el señor Olózaga sus razones, basadas en el nombramiento de presidente que acababan de hacer, y acabó preguntando por quién estaría S. M. si tuviera que optar entre las Cortes y sus ministros. Por vosotros, contestó la reina. Presentó entonces el ministro el decreto para la rúbrica; la fecha estaba en blanco; allí iba a rubricar la reina, cuando su ministro la advirtió que era el lugar donde se pondría la fecha; quiso firmar a la parte izquierda del papel, y el señor Olozaga tuvo que indicar con el dedo el sitio donde se debía poner la rúbrica, y es donde se halla, siendo igual a todas las demás, sin que se note fuese arrancada con violencia.

Acabado el despacho, habló la reina con su ministro sobre la recepción que debía tener lugar al día siguiente, del príncipe de Carini, representante de Nápoles: indicó a S. M. que debía ceñirse a preguntar por la familia real de Nápoles, y la reina contestó que hasta sus nombres le eran desconocidos; cogió Olozaga una Guía que había a mano, y presentó a S. M. los nombres; mas al ver la joven reina la lista interminable de los príncipes de Nápoles, dijo que le sería imposible aprenderlos de memoria, a lo que manifestó el ministro; basta que S. M. se acuerde de los principales. Terminada esta conversación, se despidió el ministro, y S. M. le fue saludando mientras se retiraba, dándole antes dulces para su hija. Doña Isabel II enseguida trocó el papel de reina por el de niña; llamó a algunas de sus damas, que la hallaron con el buen humor de costumbre, y con ellas se puso a jugar a casitas de alquiler y a quemar tiritas de papel, hasta las once, que fue a cenar y se acostó enseguida.

 

CONSECUENCIAS DE LA NOTICIA DEL ANTERIOR DECRETO

XLIX

En cuanto se firmó el decreto de disolución, se supo, y se hablaba de él públicamente y sin misterio alguno en la mañana siguiente del 29, y varias personas preguntaron a algunos de los ministros sí era cierto efectivamente, sin que nada se dijera de coacción o violencia. Circunstancia bien rara á la verdad, y que no debe perderse de vista, para calificar este suceso extraordinario y sin igual.

Que la reina había sido objeto del grave desacato atribuido más tarde al señor Olozaga, debió decidirse antes que el motivo que a él hubiera dado lugar, antes que el objeto que al cometerlo se pensara obtener. Era esto tan pequeño en comparación del crimen que se dijo después haberse cometido, que debía perder todo su interés, toda su importancia, y debió única y exclusivamente hablarse del agravio hecho a la majestad real, sin cuidarse casi de lo que lo motivara. La revelación de la violencia vino después; cuando personas heridas mortal mente por el decreto de disolución, supieron que existía, y se propusieron a toda costa neutralizarlo.

Las consecuencias que de este hecho incontestable pueden y deben deducirse, son palpables y evidentes; y sin faltar a los respetos debidos a la augusta persona, alta y lastimosamente comprometida en este asunto, y a lo que se debe a la desgracia, más respetable aun para nosotros, aclararemos los hechos. Cuantos pasos se dieron después, confirmaron las fundadas sospechas, que debieron desde luego concebirse del plan que en aquellos momentos principiaba a desenvolverse.

Si un ministro se había atrevido a faltar a los altos respetos que la reina tenía derecho a exigir si había arrancado violentamente su firma para una resolución de la mayor gravedad y trascendencia; si todo esto exigía que se adoptasen las medidas necesarias para castigar al culpable y precaver los males que pudieran resultar, la reina constitucional debió recurrir a los consejeros responsables, únicos que los reyes que no son absolutos, pueden oír, y a quienes es dado tomar parte en la dirección y arreglo de los negocios del Estado. Una sola modificación podía admitir esta regla tan justa como respetada donde se entiende lo que es gobierno representativo, y son cumplidas sus condiciones esenciales, y era en el caso de que los demás ministros hubiesen sido cómplices del atentado atribuido al señor Olozaga: sus consejeros entonces no podían ser escuchados; y habría sido justificable en tales circunstancias reunir a otras personas para obrar con acierto en situación tan anómala y difícil. ¿Pero sospechó nunca de los señores Luzuriaga, Cantero y Domenech? Si su estrecha amistad con el señor Olozaga los hacían creer poco apropósito para obrar contra él con la resolución que se estimaba necesaria,—en lo cual se les hacía un grande agravio, supuesta la verdad del hecho que se le imputaba,—los señores Serrano y Frías, cuyas dimisiones fueron admitidas pocos días después, dándoles mil pruebas de benevolencia y confianza, ¿no inspiraban lo bastante para haber sido llamados y oídos en tan críticos instantes?

Atropellando, sin embargo, por todo, despojándolos de hecho de la investidura de tales ministros, olvidando eran los únicos a quienes constitucionalmente podía oírse, y que todo lo que no fuese esto era abusivo y de fatales resultados por necesidad, se recurrió a personas extrañas, incurriendo, al designarlas, en un nuevo error, que debía revelar más y más la intención con que en todo se procedía. El señor Pidal, presidente del Congreso, porque tenía este carácter fue llamado por S. M.: ¿por qué esta preferencia? ¿No era también el señor Onís presidente del Senado? ¿Valía por ventura menos que el señor Pidal? ¿Era acaso su posición política menos importante? Pero bastaba estuviese reputado como progresista para que se le alejase en los primeros momentos al menos, de una escena en que solo convenía se presentasen hombres de quienes no pudiera dudarse, y con cuya predisposición se contaba para hacer papel en el drama que se trataba de representar. El mismo señor Pidal dijo en la sesión del 4 de Diciembre lo bastante para que la historia pueda calificar de apasionadamente parcial su conducta; y de poco ajustada a la que del presidente del Congreso debía esperarse. Después de contar sus estremecimientos al oír la relación que dijo le hiciera la reina, las lágrimas abundantes que corrieron de sus ojos, y su recogimiento, durante algún tiempo, asegura que formuló su dictamen de esta manera: «Señora, después de haber oído el relato que V. M. acaba de hacer, y oídolo de sus labios, no hay un español leal que no dé a V. M el consejo que yo voy a darle: no hay un español leal que no diga que inmediatamente se despida al ministro culpable, porque no puede merecer ni un instante más la confianza de V. M. Al mismo tiempo me atreveré  a dar a V. M. otro consejo y es el siguiente: que pudiendo producir muchos males al país el decreto de disolución de las Cortes, se sirva V. M. mandarlo recoger; primero, por su nulidad, a causa de la violencia conque ha sido arrancado, y segundo, para dejar en entera libertad en este punto al ministro que reemplace al señor Olozaga. Pero, señora, me permitirá V. M. la diga que estos asuntos son muy graves y de inmensa responsabilidad, y que únicamente por un caso tan extraño y nuevo como éste, me atrevería yo a aconsejar a V. M. Se me ha llamado como presidente del Congreso, y yo debo decir a V. M. que si bien los presidentes de estos cuerpos en algunas ocasiones pueden ser la expresión de la mayoría de ellos, yo no lo soy por las circunstancias espaciales que han ocurrido en mi nombramiento. Yo soy presidente por una combinación de coalición, y no puedo representar la opinión entera del Congreso, como sería en otras circunstancias, de la manera que un presidente puede representarla; y así, ruego a V. M. que si quiere encontrar reflejada esta opinión del modo posible, me atrevo á decir que lo está en los señores vicepresidentes del Congreso, en los cuales, por una circunstancia feliz, se hallan representados los matices de aquella Cámara».

De nada se acordó menos el señor Pidal que de aconsejar a S. M., como su deber lo exigía, que oyese a sus ministros responsables, de alguno de los cuales, por lo menos, ni tenía ni tuvo nunca motivo para dudar. Los que tienen verdadero interés por las instituciones liberales, como tantas veces lo repitió el señor Pidal; los que desean sinceramente su afianzamiento, no aconsejan nunca á los reyes constitucionales que oigan otro consejo que el de sus ministros, ni contribuyen, a espaldas de ellos, y sin su conocimiento, a que se acuerden medidas tan graves y trascendentales como las que el señor Pidal propuso a S. M. en aquel infausto día: esta es la verdadera lealtad; así es como únicamente se libra á los pueblos de revoluciones y trastornos, y se aleja a los reyes de su perdición. Y ya que tan extraviada senda se prefería, ¿por qué no invitar á esa especie de camarilla que se improvisaba, al presidente del Senado? ¿Cómo olvidó el señor Pidal que le era igual en categoría, y tenía por lo menos tantos derechos como él para merecer la confianza del jefe del Estado? Pero no se quería al lado de la reina en aquellos momentos a quien no estuviera iniciado, en los misterios, y seguramente el señor Onís no se encontraba en este caso.

Para atemorizar a la reina hubieron de echarla en cara que era una ingratitud disolver las Cortes que acababan de declararla mayor de edad; que la milicia nacional pensaba despojarla de la corona; que en seguida de disueltas las Cortes se la darían las armas, y así irían aumentando culpas y pecados para hacer creer a S. M. que no había firmado libremente el decreto, poniéndola en tal tortura, que se fue urdiéndolo que al fin salió como declaración de S. M., irresponsable como reina constitucional, y más irresponsable aún, como hemos dicho y repetimos, por ser una niña.

 

INTRIGAS

L

Mientras se citaba para la reunión propuesta por el señor Pidal, y en que la reina había convenido, se verificaba otra de algunos diputados y senadores, y aun personas ajenas á los dos cuerpos, en la cual se elaboraban los decretos, que bajo la salvaguardia del consejo que diera la que el presidente del Congreso acaudillaba, se quería que se publicasen. Apenas podría creer la posteridad estas vergonzosas e indignas maniobras por hombres que se llamaban liberales y parlamentarios, si no estuviesen consignadas en los célebres debates que hubo poco después en el Congreso; los que entre muchos males, trajeron el inapreciable bien de desenmascarar a ciertos hombres y presentarlos en toda su desnudez y miseria. Oigamos al general Serrano referir tan singular episodio de esta lamentable historia; así dijo en la sesión del 12 de Diciembre: «Cuando regresaba a mi casa en la noche del 29, serían las siete y media, me encontré en ella a varios amigos, todos del antiguo partido moderado, que me estaban aguardando, o que llegaron inmediatamente que yo lo verifiqué. Me hablaron de la cuestión del día, del gravísimo suceso que había ocurrido: yo ya había oído referirlo en el Pardo, me había llamado la atención, y confieso que me ofusqué... Al poco rato vino un íntimo amigo mío a decirme que se me aguardaba en Palacio; que S. M. deseaba que me presentara. Entonces, uno de los amigos que en casa estaban— después se averiguó y manifestó en la misma discusión había sido el señor Donoso Cortés,—sacó cuatro decretos y me los dió y dijo: Vaya V. preparada con estos decretos por lo que pueda acontecer. Era uno la destitución del señor Olozaga, por razones a mí reservadas, decía S. M., era otro la anulación del decreto de disolución de las Cortes, a instancias mías, a nombre de S. M.; era otro, del que no quise usar, que el señor Olozaga no pudiera ejercer ningún cargo público; era otro, que S. M. no pudiera despachar nunca sino en presencia de todo el Consejo de ministros. Esto era denigrativo a la majestad, y no lo recibí siquiera» . De esta manera, en conciliábulos oscuros e ilegales, se fraguaban los decretos, de que se procuraba hacer editores responsables a los ministros, y lo que es aún más escandaloso, se pretendía ejercer, y aun se ejercía de hecho, el verdadero poder real por los que entra mentidas protestas de lealtad y respeto al trono, sólo lo defendían por engrandecerse y dominar a su sombra.

 

ESCENA EN LA CÁMARA DE S. M.

LI

Congregados los vicepresidentes del Congreso con el señor Pidal a la cabeza, penetraron en la cámara de S. M., y la escena allí representada es digna también de la atención y examen de los hombres pensadores. Nadie con más exactitud y pormenores que el señor Alcón la describió en el Parlamento, y no habiendo sido impugnada su relación ni contradicha en lo más mínimo, ninguno más a propósito, sin duda, para hacer formar de ella idea cabal y cumplida. «Obedecimos, dijo; el señor Pidal tomó la palabra, y dijo que S. M. le había llamado y le había referido el hecho que todos sabemos y que se refiere en el acta. Luego que concluyó, habiendo preguntado a S. M. si era así S. M. respondió que sí; y lo repitió con una dulzura y bondad propias de su elevado puesto, de su carácter y de su edad, y sin manifestar ningún enfado contra persona determinada. Concluida la relación nos dijo: ¿qué os parece? Y entonces el señor Pidal respondió: señora, un ministro que se ha portado así no merece que se le continúe por más tiempo la confianza, Yo repetí lo mismo; me sorprendí, me incomodé, reprobé la conducta del señor Olózaga, y luego diré por qué; y con el parecer del señor Pidal estuvieron enteramente conforme los demás compañeros». No puede darse mayor escarnio de las prácticas constitucionales. El señor Pidal es quien refiere el suceso; el señor Pidal pregunta a S. M. si está conforme con él, y dignándose contestar afirmativamente, repite lo mismo que él había dicho: el señor Pidal es quien prepara la resolución: sus compañeros, sorprendidos unos, en connivencia con él, sin duda, otros, la aprueban; y adoptada unánimemente es cuando se nota por primera vez la falta de un ministro; no para que aconseje a S. M.; esto estaba ya hecho y aun acordado lo que debía ejecutarse, sino para que firmara los decretos que a cualquier costa y de cualquier modo era necesario obtener sin pérdida de momento. Si de esta circunstancia importantísima pudiera dudarse, el testimonio del señor Serrano, único ministro llamado a aquella conferencia, vendría en su comprobación evidente; pues la presencia del señor Frías fue casual por hallarse aquella noche de despacho. «Allí, en el despacho de S. M., dijo el general, se habló del hecho, y yo me tomé la libertad de dirigir algunas preguntas a la reina, a las que contestó perfectamente de acuerdo con el acta, Se dijo que estaba resuelta la exoneración del señor Olozaga, y me conforme completamente, la aprobé: confieso que los acontecimientos de aquel día, presentados en aquel momento con tanta prisa, con tanta exageración, con tan malos colores, me ofuscaron bastante».

Estiba, pues, resuelta la exoneración cuando el general Serrano fue llamado: la reina constitucional, sin el acuerdo de sus ministros, había adoptado una grave resolución; y ofuscado bastante uno de ellos por los acontecimientos del día y la prisa con que se los presentaron, fue como convino en tomar sobre sí, firmándola, la responsabilidad que pudiera llevar consigo.

Como si la Providencia hubiese querido reunir todas las circunstancias que pudieran servir para que la historia calificase un suceso de suyo tan impenetrable como extraordinario, coincidió, con lo que queda ligeramente referido, la presentación del señor Olozaga en la antecámara de S. M. mientras se celebraba la reunión que podrá llamarse del señor Pidal, por la exclusiva parte que tuvo en ella. Díjole el gentilhombre, señor duque de Osuna, que S. M. no recibía; pero como le replicase que iba a despachar, y que la de que S. M. no recibía, no era fórmula con que debía despedirse a un ministro en tal caso, sino la de S. M. no despacha, lo anunció; y apenas trascurridos algunos instantes, salió de la real cámara el duque y le dijo: «S. M. me manda decir a usted que le ha destituido del cargo de ministro, y en el ministerio encontrará usted el decreto».— «Sea muy enhorabuena», contestó, y se volvió a la secretaría.

El señor Alcón propuso en aquel momento se le recibiese; ya que tan apropósito se presentaba; pero los demás concurrentes se opusieron a ello abiertamente, bajo el frívolo pretexto de que equivaldría a carearlo con la reina lo cual era contrario a los altos respetos que no podían menos de guardársele. Nadie, seguramente, pensaría en semejante desacierto; y era de creer que él resultado de tan importante entrevista, hubiera sido convencer y confundir al señor Olózaga, si era culpable, o evitar al trono y a la reina los graves conflictos y terribles compromisos en que adoptando otro rumbo vino a ponérseles: la posibilidad de que el señor Olozaga se justificara en ella, bastaba para que se le resistiese por los que estaban resueltos a todo trance a aprovechar la ocasión que se había presentado; los momentos eran tan críticos y decisivos, y antes que todo era utilizarlos.

Después que el señor Olozaga se retiró de la antecámara, y de algunas excusas por parte de los señores Serrano y Frías a firmar los decretos acordados, se extendió y firmó esta último: «Usando de la prerrogativa que me compete por el art. 47 de la Constitución vengo en exonerar, por gravísimas razones a mi reservadas, a don Salustiano de Olozaga de los cargos de presidente del Consejo de ministros y ministro de Estado». Así lo había redactado la reunión que encargó al señor Donoso Cortés ponerlo en manos del general Serrano.

Al mostrarle Frías a sus compañeros, le hicieron conocer que la fórmula adoptada era propia de los gobiernos absolutos; que infamaba además al ministro exonerado, lo cual no era permitido a un rey constitucional; volvió á Palacio, insistió en que se pasara recado a la reina, ya recogida, y obtuvo en su consecuencia de S. M. fácilmente, y sin repugnancia alguna, que se variase y redactara de nuevo en esta forma:

«Usando de la prerrogativa que me compete por el art. 47 de la Constitución, vengo en exonerar a don Salustiano de Olózaga de los cargos de presidente del Consejo de ministros y ministro de Estado».

También se firmó en aquella misma noche otro decreto en que se anulaba el de disolución, y es un mentís a la violencia con que se pretendió haberse firmado; porque lo que se ha dignado otorgar a instancias suyas; excluye la idea de atentado y violencia; se le comunicó el mismo 29 al señor Olózaga, quien contestó el 30 en estos términos: «Excmo. señor: Esta noche, después de las dos, he recibido una comunicación de V. E. en que se sirve trasladarme un real decreto de S. M. por el que deroga y manda recoger otro, que se dignó expedir para la disolución de las Cortes. S. M. tiene a bien expresar en el decreto que V. E. me traslada que el de la disolución de las Cortes lo dio a instancias mías, con lo que queda destruida en su origen la invención tan absurda como trascendental, que supone que fue obtenido por la violencia. Si todavía hubiese quien insistiese en hacer valer semejante idea, yo tendré la honra de proponer a V. E. el medio único da que se aclare en mi presencia la verdad. Mientras tanto, cumplo con remitir a V. E. el decreto rubricado por S. M, que como V. E. observará no tiene ni firma ni fecha, porque no ha llegado aún el caso de hacer de él el uso conveniente. Dios guarde a V. E. muchos años.

Madrid 33 de Noviembre de 1843.—Salustiano de Olozaga.—Excmo. señor ministro de la Guerra».

Al volver el señor Frías con el decreto de exoneración del señor Olozaga á palacio, para reformarlo, llevó también la dimisión de los señeres Luzuriaga, Cantero y Domenech, que mancomunaban su responsabilidad con la del presidente en todos sus actos.

 

REUNIÓN DE LOS PROGRESISTAS

LII

Ajenos completamente se hallaban los diputados progresistas a cuanto sucedía, habiendo llegado únicamente a sus oídos las voces da que so pensaba disolver las Cortes; pero distantes de los ministros y de los palaciegos, nada sabían con seguridad, y esperaban tranquilos los sucesos, resignados a arrostrar los peligros que pudieran ofrecer.

Después del nombramiento del señor Olozaga para la presidencia, habían creído estar en el caso de organizarse y fijar la marcha que debieran seguir en lo sucesivo. Reunidos con este objeto en casa del señor Madoz unos 75, examinaron detenidamente la situación, discutieron con calma y sin espíritu de bandería las cuestiones capitales que era indispensable resolver para determinar mejor su conducta, y adoptaron unánimes el acuerdo que encargaron manifestaren el Congreso al señor Cortina, y lo hizo el 5 de Diciembre, diciendo: «Por primera vez nos reunimos con este fin; y yo voy a cumplir en este instante una misión que recibí con la mayor complacencia, con el mayor gusto. En aquella reunión, que se compuso de 75 diputados, si mal no me acuerdo, se acordó reorganizarse para resistir todo proyecto de reacción en las ideas y en las leyes. Además de este acuerdo solemne se hizo otro, que me complazco en manifestar aquí: acordamos solemnemente condenar todo conato de revolución, y emplear todos nuestros esfuerzos para que las graves cuestiones de política y administración que han de promoverse, se ventilaran en esta arena parlamentaria, sin que de modo ninguno, fuera de ella, pudieran agitarse en ningún caso».

Formaba parte el señor Ayllón de esta reunión, y aun solía presidirla; sus años, y los respetos que merecía, eran la causa de que comúnmente así se le distinguiera. Fiel a sus compromisos, apenas salió de palacio la noche del 29, notició al señor Cortina lo ocurrido; escandalizóse, y convinieron en la necesidad de reunirse al día siguiente para examinar tan raro suceso, y uniformar, si era posible, su conducta en el Parlamento. previa urgente convocación, se reunieron en número considerable en casa del señor Madoz, y ante todo se creyó indispensable conocer con exactitud las causas de aquella crisis tan extraña, para que fuera de este modo acertada cualquiera resolución que adoptasen. Nada más natural que dirigirse para ello a los mismos ministros. Progresistas como ellos, tenían los mismos intereses, y de su probidad nunca desmentida no podía dudarse sin ofenderlos. Nombraron en su consecuencia comisiones que viesen a los señores Cantero, Luzuriaga, Domenech y Serrano; y escribieron al señor Olozaga pidiéndole explicaciones sobre el suceso, paréciéndoles preferible este medio de entenderse en aquellas circunstancias.

En breve regresaron los encargados de buscar a los señores Domenech, Luzuriaga y Cantero, e hicieron uniforme y minuciosa relación de los sucesos de aquellos días, y singularmente del más grande e importante de ellos, que principió a robustecer la opinión que a primera vista y casi instintivamente habían formado de él casi todos. El general Serrano fue en persona a la reunión; y sus manifestaciones, aunque revelaban el estado de su ánimo respecto a su antiguo compañero el señor Olozaga, dieron a conocer también sus dudas, sus escrúpulos, y que no estaba lejos de creerse cogido en algún lazo, que pérfida e indignamente se le tendiera: el señor Olozaga contestó que, dispuesto a dar las explicaciones que se le pedían, desearía poder hacerlo de palabra, si en ello no se creía haber inconveniente, para que fuesen tan cumplidas como era justo y él anhelaba. Aceptada su propuesta, justo es decir en honra de los progresistas que, viéndole víctima de una maniobra, que aparecía con los caracteres más odiosos y vituperables, desaparecieron hasta las más pronunciadas antipatías contra él, y sus primeras palabras, cuando se presentó en la reunión, fueron escuchadas con sobrada benevolencia y no poca prevención en su favor. Sus francas y sentidas explicaciones guardaron exacta conformidad con las que habían hecho los señores Luzuriaga, Domenech y Cantero, y aun con lo que el mismo general Serrano había dejado traslucir; y todos, sin vacilar, consideraron como suya su causa, y se persuadieron de que el partido progresista era el proscripto, en su cabeza, a la sombra de una intriga, de la cual sentían sobre todo ver que la primera víctima era la reina, de cuyo nombre e inocencia tan escandalosamente se abusaba. Fue el señor Cortina el primero que se hizo intérprete de los sentimientos de sus compañeros, y sus palabras elocuentes, precisas y exactas, encontraron en todos grata y cordial acogida. Apoyólas eficazmente el señor Madoz, cuya autoridad era tanto más apreciable en este caso cuanto conocidas eran de todos sus prevenciones contra el señor Olozaga; hablaron otros varios de los presentes en el mismo sentido, y convencidos todos muy pronto en la idea que debía formarse de aquel acontecimiento, se dedicaron á ocuparse de los medios de neutralizar sus consecuencias en lo que pudieran.

 

PROPOSICIÓN DE LOS PROGRESISTAS . REUNIÓN EN PALACIO

LIII

Había presidido, como de ordinario, el señor Alcón, y obligado a retirarse para concurrir a otra reunión que en palacio se debía celebrar, le manifestaron hiciera cuanto pudiese para que el señor Olozaga fuese llamado a ella, persuadidos de que era este acaso el único medio seguro de descubrir la verdad; en lo cual estaban en su derecho, encargando al señor Alcón, que opinaba como ellos, y tenía el mismo interés, hiciera todo lo que le fuese posible para conseguirlo. No contentos con esto, acordaron que una comisión fuese a ver al general Serrano para rogarle cooperase igualmente al logro de su deseo. Todo fue inútil. Los que creían criminal al señor Olozaga ó lo decían al menos, resistieron constantemente que compareciese ante su juez, en cuya presencia habría podido ser fácilmente anonadado y confundido: se empeñaron en que todo quedase envuelto en el misterio, y prefirieron que hubiera quien dudase de la palabra de la reina, a que se mostrase era exacto y verídico cuanto se había servido manifestar; los que creían al señor Olozaga blanco de las iras de una fracción que todo lo quería dominar, y a la que él se había propuesto hacer sucumbir; los que le consideraban sacrificado a una maniobra, tan mal concebida como torpemente ejecutada, y que al trono más que a nadie vulneraba y ofendía, querían, a la vez que librar la víctima escogida, evitar el descrédito de una institución, que no para proteger sus intereses individuales, sino para la felicidad y bienestar del país, habían defendido siempre y deseaban conservar sin mancha; querían antes que emprender la lucha que se les provocaba, conciliar sin el escándalo que no podía menos de causar, los sagrados y respetables intereses, que tan maquiavélicamente se habían puesto en choque.

La comisión encargada de ver al general Serrano, no le halló ni en su casa ni en el ministerio; llevada de su celo, le buscó en palacio, donde se la dijo hallarse; y como tampoco la fuese dado hablarle, le escribió el siguiente papel, haciendo lo posible para que llegara a sus manos, como llegó, en los críticos momentos en que su influencia pudiera haber sido de alguna utilidad:

«La comisión, compuesta de los señores Sánchez Silva, Prat y Ramírez, tiene el encargo de decir a usted que han acordado sus compañeros manifestarle interesa a la causa del país, que el señor Olozaga sea llamado a descartarse de los cargos que se le hacen ante S. M. y presidentes de los Cuerpos Colegisladores, que en este momento se hallan reunidos».

Lo que hicieron el señor Serrano y el señor Alcón, no dio resultados, al menos para que se realizase este pensamiento salvador; bastó para que no insistiesen, el recordarles que el día anterior se había desestimado la indicación que con igual objeto hiciera el mismo señor Alcón, y la repetición de la ridícula e inexacta comparación que se había hecho de la deseada entrevista con un careo; y los comisionados volvieron muy pronto á la reunión con la noticia de que su deseo era irrealizable.

Preciso era, cerrada esta puerta, abrir otra, y no eran muchas las que había practicables para los progresistas en aquellas circunstancias. Acordóse entonces dirigirse al presidente del Congreso pidiéndole se convocase inmediatamente para ocuparse del grave incidente que absorbía la atención pública, y era necesario conociesen con exactitud el país y la Europa entera.

Mientras todo esto sucedía, se ocupaba la reunión de Palacio de lo que era una consecuencia necesaria de las resoluciones adoptadas el día anterior. El señor Olozaga había sido destituido: los señores Domenech, Cantero y Luzuriaga, olvidados y desatendidos completamente, habían dimitido: era preciso constituir un ministerio que reemplazase al anterior, de hecho disuelto, y que se prestase a aceptar las consecuencias de la espantosa y difícil situación que se había creado.

Tratábase de extender un acta solemne del acontecimiento que motivaba cuanto sucedía, y cuyo verdadero objeto era comprometer y dejar ligada á la reina por medio de una manifestación solemne y pública, que pusiera a cubierto a cuantos habían hecho más o menos importante papel en tan deplorables escenas. Aunque impugnada esta idea por los señores Alcón y Serrano, no muy enérgicamente, fue aprobada; si bien con la reforma de que no concurriese a ella el cuerpo diplomático como se había primero pensado.

Uno de los asistentes á aquella reunión, el señor Alcón, dio cuenta de ella en los siguientes términos: «Me presenté a la hora señalada; encontré ya allí a los compañeros, a los del Senado, y a alguna otra persona; pero no estaban, como yo esperaba, las autoridades y demás individuos que también debían haberse convocado. Se echó de menos a los dos ministros; se dijo que sin ellos nada podía hacerse. A poco rato se recibió una carta firmada por el subsecretario de la Guerra, en la que refiriéndose a lo que le había dicho o mandado el señor ministro del ramo, decía que se había diferido la extensión del acta hasta el día inmediato. Pero no se tuvo por aviso oficial, y así insistimos. Esperamos, con más o menos impaciencia, y como pasaba el tiempo y la noche avanzaba, cada cual manifestaba su opinión. Unos decían que debía traerse a la fuerza a los señores ministros, no para precisarlos a que suscribieran el acta, no, nada de eso; haría en suponerlo una injusticia a los que hicieron semejante proposición: sino para que dijeran si la autorizaban o no, como se acostumbra. Otros proponían que se nombrase un ministro para aquel acto sólo; otros que se improvisara un ministerio. En una palabra, en la impaciencia y ansiedad en que estábamos, aunque no todos en igual grado, cada uno emitía sus opiniones. Y, señores, no sólo estábamos creídos nosotros que en aquella noche se había de extender el acta, sino que lo estaba S. M., que teniendo costumbre de recogerse a las diez o diez y media, en aquella noche se le precisó á estarse allí hasta la una; a cuya hora, no pudiendo sin duda resistir más, salió fatigada diciéndonos que iba a recogerse, y yo me retiré».

En esta reunión encargó la reina a Pidal la formación de un nuevo ministerio.

 

NEGOCIACIONES Y PROYECTOS PARA NUEVO MINISTERIO

LIV

En cuanto fue encargado el señor Pidal por S. M. de la formación del ministerio, iba a salir de la real cámara el general Serrano despidiéndose reverentemente de la reina, cuando el señor presidente del Congreso le llamó; estaba hablando con S. M., y le dijo el señor Pidal: S M. me ha llamado honrándome con la misión de formar un nuevo ministerio, y yo he contestado que poniéndome de acuerdo con V. estoy conforme. Serrano dijo entonces a S. M. «que no le parecía «conveniente que el señor Pidal formara el ministerio: que reconocía las altas cualidades, las prendas apreciables que adornaban a S. S., porque habiéndose querido dar una interpretación siniestra al suceso escandaloso que les había reunido allí, podía creerse que era verdad esa interpretación dada, si no se llamaba a un individuo del antiguo partido progresista, y mucho más al Sr. López, que tan buenos recuerdos conservaba y que tantos y tan grandes servicios había prestado al país y a la reina.» El señor Pidal reconoció en parte la fuerza de este argumento, y rogó a S. M. que lo pensara; pero le ofreció que estaba dispuesto a hacer lo que S. M. tuviese a bien determinar, haciendo cuanto estuviese de su parte. «Yo confieso, señores, dijo el Sr. Serrano en las Cortes, que la llamada por S. M. en su libre y constitucional derecho, del señor Pidal, como hombre político, me alarmó tanto, que en seguida se lo dije a dos amigos míos que allí estaban, y me fui al ministerio decidido á hacer mi dimisión, porque desde aquel momento no creía debía continuar un instante al frente del departamento de la «Guerra».

Esta franca y noble oposición del general Serrano, hubo de alarmar a algunos que creían acaso necesaria todavía su cooperación, y procuraron no sólo satisfacerle, sino que lo halagaron hasta el punto de rogarle se encargara de formar un ministerio de coa lición, sin contar, por cierto, con la voluntad de la reina, y usurpando la más importante de sus prerrogativas. Lo que sobre esto manifestó el general Serrano en pleno Congreso, tiene la mayor importancia, por revelar la posición a que tenía reducida a la reina, no el partido moderado, al que no hacemos tal ofensa, aunque de ello no protestara y admitiera todas las consecuencias, sino la facción que se apoderó de S. M. en aquellos días, y hasta un punto tan inconcebible abusó de su candorosa inexperiencia. «Esto, señores, dijo, llamó la atención, y varios amigos míos y otros señores vinieron al ministerio y me dieron una especie de satisfacción, digámoslo así. Me instaron a que siguiera en la secretaría y sobre todo, a pensar de no haber recibido misión de S. M., me manifestaron que formara un ministerio de coalición. Yo entonces, señores, con la mejor intención, hice una lista y cité a varios amigos para hablar con ellos».

Sobre todo, pues, instaban al general Serrano los amigos que le hablaron, a que formase, a pesar de no haber recibido misión de S. M., un ministerio de coalición. La misión de la reina, la consideraban innecesaria y aun la usurparon, porque otras personas eran las que ejercían la atribución más importante del poder real, que es la de nombrar ministros; y sin duda contarían con la seguridad de imponerle su voluntad, cuando tanto se aventuraban. Nada puede dar idea más cabal y más cumplida de la situación, ni contribuir tan poderosamente a juzgar con acierto los sucesos que en pocos días presenció con escándalo el país.

El general Serrano, con buen deseo, recurrió a los diputados progresistas para que formaran parte del ministerio que se había propuesto organizar sin misión de S. M. para ello. Reunidos se hallaban en casa del señor Madoz, cuando recibieron una invitación para que lo viesen inmediatamente; y una comisión, compuesta de los señores Cortina, Moreno López y Madoz, pasaroa verlo. Recibióles en la secretaría de Marina, porque en la de Guerra estaban los que le habían dado la misión que en aquel momento desempeñaba, y les dijo lo que se proponía. La comisión no pudo menos de manifestar sus temores y grande alarma; no quiso convenir en formar un ministerio de coalición; expuso que los progresistas se conformaban con que hubiera un ministerio todo moderado; que no le harían la oposición sino noble y dignamente, pero que de ninguna manera querían un ministerio de coalición, vistos los sucesos que ocurrían en aquel momento. Entonces se decidió Serrano a hacer dimisión del ministerio de la Guerra, que aún desempeñaba, y al ponerla en manos de S. M. la dijo: «Señora: mi ánimo está convencido de que no es posible un ministerio de coalición, y creo se está en el caso de formar un gabinete todo moderado o todo progresista... Si es todo moderado, yo me atrevo a indicar las personas del señor Martínez de la Rosa, del señor duque de Rivas o del señor Pidal, presidente del Congreso, para que aconsejen a V. M. sobre la formación del gabinete. Si éste es progresista, yo tengo mi candidato, el señor López; y seré ministro de la Guerra, si V. M. y este señor lo quieren así». Pero la reina no estaba inclinada por los progresistas y menos por el señor López, tan deferente siempre con S. M.

 

GONZALEZ BRAVO Y EL ACTA

LV

Enmarañábanse, en tanto, los sucesos y se aproximaba el desenlace. La resistencia de los señores Serrano y Frías a autorizar el acta acordada, fue causa de que se dilatase hasta el siguiente día. Reunidas entonces las personas invitadas a presenciar tan indefinible escena, se dio principio por una especie de prólogo, que fue el nombramiento de don Luis González Bravo para presidente del Consejo de Ministros y notario mayor de los reinos. Presentósele este decreto a Serrano, entró a despachar por última vez con S. M., firmó el decreto y lo mandó a secretaria para poner las órdenes y traslados convenientes. Admitiéronse enseguida las dimisiones de los demás ministros, empleando el lenguaje más severo respecto a los señores Luzuriaga, Cantero y Domenech; mientras a los señores Serrano y Frías se les tributaban grandes y encarecidos elogios, y se daba al general la gran cruz de San Fernando. Quedó el señor González Bravo de único ministro y dueño absoluto del terreno.

Ajeno el señor Pidal a este acontecimiento, aun se ocupaba en formar su ministerio, cumpliendo el encargo de la reina, cuando se presentó el señor González Bravo a manifestarle y demostrarle que era él el encargado de organizar el gabinete de que ya estaba nombrado presidente: a la vez que se asombró, debió felicitarse de que le quitaran el peso que la abrumaba, por las dificultades que se le presentaban para formar gobierno; se negó a pertenecer al de González Bravo, y no sólo en el seno de la amistad, sino en el de sus amigos políticos, se condolió de que cualesquiera que fueran las circunstancias, se hubiera impuesto a la reina el antiguo redactor de El Guirigay, al que tanto denigró a su madre como reina y como señora. Pero los que querían disponer del gobierno de España, necesitaban un hombre resuelto a todo, y seguramente que nadie más a propósito que el elegido, que veía superabundantemente satisfecha su ambición con la posesión de lo que tanto anhelaba, sin que le importara el precio, pues hubiera, como Fausto, dado su alma al diablo a trueque de ser ministro.

Encumbrado ahora por el partido moderado, al que tanto había ultrajado, y al que habían calificado en documentos oficiales ante las Cortes de escritor escandaloso, subversivo y anárquico, mucho tenía que hacer para justificar la confianza que en él se depositaba, y lo haría, si para conseguirlo empleaba su gran talento, su desmedida audacia, y su falta de aprensión para todo.

Su primer acto fue extender el acta que no había querido sancionar ningún ministro, y aunque ya hemos demostrado su contenido, es documento que debe figurar en la Historia, y lo remitimos al apéndice.

 

APLAUSOS A OLOZAGA. SU ACUSACIÓN. TRIUNFO PARLAMENTARIO DE CORTINA

LVI

Las sesiones de Cortes, que habían estado suspensas el 29 y 30 de Noviembre, se reanudaron en el Congreso el 1 de Diciembre a petición de los diputados y con la natural impaciente curiosidad del público, que llenó las tribunas y saludó la entrada del señor Olozaga con estrepitosos aplausos y vivas, suspendiéndose la sesión por algunos instantes, hasta acallar el clamoreo que se produjo. Abierta de nuevo, se leyeron los decretos de exoneración de Olozaga, admisión de las renuncias de los demás ministros y nombramiento del señor González Bravo; se empezó a tratar de si habían de ser considerados como diputados los que acababan de ser ministros y sujetos a reelección sin poder tomar parte en las discusiones del Congreso; y cuando se estaba en esta discusión, se presentó el nuevo presidente del Consejo y leyó el acta de la declaración de la reina contra el señor Olozaga.

El guante estaba arrojado: el Congreso presentaba un aspecto imponente; excitadas las pasiones, a todos excitaba su calentura; los partidos moderado y progresista esgrimían sus armas para el combate, y los que acababan de estar forzosamente unidos, se miraban como los más irreconciliables enemigos. Los primeros quisieron evitar la discusión, que se oyera al acusado, y hasta a los compañeros de gabinete, contra los que ninguna acusación pesaba. Esto no era digno, y lo era menos o ilegal, llevar la famosa acta al Parlamento, contrariando su texto, que decía quedarse archivada, y sin acompañarla de ninguna orden o autorización de la reina para presentarla a las Cámaras, donde tenían necesariamente que ser objeto de discusión la reina y sus palabras. A tanto ciega la pasión política.

Diecisiete días duraron las discusiones en medio de un aluvión de proposiciones y de enmiendas. Allí se hicieron ostentosos alardes de un monarquismo idólatra, por personas que denigraron después a la misma que ensalzaban; allí se dijo que cuando la reina había hablado, debía creerse ciegamente lo que había dicho; que nadie debía atreverse a dudar de las palabras de la reina; que una persona e inviolable no podía faltar a la verdad; que si no se había dado la divinidad a la reina, era porque no estaba en su poder el dársela; y muchos, a renglón seguido, invocaban la nación, de la que se llamaban representantes. ¡Así se minaba la monarquía por los que llamándose sus defensores eran sus mayores enemigos!

En cuanto a los cargos que mutuamente se dirigieron de infracciones de la Constitución, pocos estaban libres de culpa; ningún partido podía arrojar la primera piedra, y el señor López sufrió el tormento de oír justas acusaciones del señor Martínez de la Rosa.

Con gran talento y nobleza, aunque con profusión de minuciosos detalles, se defendió Olózaga, siempre dueño de sí mismo, guardando elevadas consideraciones, y sin rasgar de una voz el velo. Dijo una gran verdad profética al pronunciar elocuente estas palabras: «Habéis convertido el trono en un ariete para dirigirlo contra la frente de un ciudadano; pues miradla... ¡está ilesa! Ahora, volved la vista al trono».

López tuvo la nobleza de reconocer en parte sus errores; de ver desvanecidas sus ilusiones, de no estar seguro de haber salvado la libertad, de no ver tan clara la lealtad de sus contrarios, profetizando que una reacción era posible, y que tal vez le esperaba la persecución en premio de sus servicios. Siempre elocuente, tuvo momentos de magnífica indignación, de noble vehemencia y de profunda claridad. Elevó intencionadamente sus tiros por encima de la cabeza de los que habían traído las cosas a aquel estado; y para llegar más alto, recordó con amarga decisión y gran oportunidad, que dos veces, antes de separarse de la reina, S. M. le había dicho que en todos los casos apurados, evocaría su lealtad y sus consejos, y que no sólo no se le había llamado, sino que acababa de oír de boca del Sr. Alcón que habiéndose indicado por el general Serrano su persona como una de las que se debían consultar, había contestada S. M.: eso no.

Paro les honores de aquella dilatada y grandilocuente discusión, fueron para don Manuel Cortina, que se mostró consumado jurisconsulto, profundo estadista hábil hombre de gobierno, diestro y eminente orador. Desdeñando pormenores y elevándose sobre todos, tomó la cuestión en su verdadero punto, supo manifestar hábilmente que a Olozaga se le buscaba como instrumento; que si no se prestaba a serlo se le sacrificaría, y si a ello se prestaba se le sacrificaría del mismo modo después de haber servido. Demostró su consecuencia progresista, su deseo de la unión de todos los amantes de la libertad y cuanto había hecho en este sentido, sin exclusivismo; y expuso con verdad lo que también había hecho en favor de los moderados, por hacer bien, cuando estaban en desgracia. Cotejó la declaración de la reina y su decreto, que se contradecían; recordó con suma pericia y atinada oportunidad las antiguas leyes del reino, que no admitían las declaraciones de los reyes en propia causa, como pruebas sin tacha; demostró que el haber llevado González Bravo a las Cortes un documento mandado archivar, era sobrado motivo para acusar al ministro, porque si desacato grave es el que un ministro estrechara la voluntad de S. M. a que firmara un documento que no quería firmar, tan grande o mayor desacato es el acto de un ministro que sin contar con la voluntad del jefe del Estado, da un paso de esta naturaleza y de las consecuencias que debe tener. Lo uno es forzar la voluntad de S. M.; lo otro, suplantarla. Dijo que no estaba la cuestión entre la reina y un hombre, sino entre doña Isabel II de Borbón y la reina constitucional de España. «Doña Isabel de Borbón es la que ha hablado en el documento que se ha leído aquí, y ha referido en él una cosa que le consta por conocimiento propio, y de que nadie más le tenia. Las ilustres personas que concurrieron a este acto, de lo que deponen, de lo que responden, es de que S. M. pronunció aquellas palabras; pero del hecho no pueden responder porque no le presenciaron; responderán como caballeros; y como caballero que soy yo también, responderé y lo sostendré como sea necesario; pero aquí somos diputados, hombres de ley, y es necesario que entre ala cabeza a juzgar, porque el corazón es para fuera. La reina constitucional de España con su ministro responsable, que es a como son los reyes que reinan en países gobernados como el nuestro, ha dicho lo contrario. Los señores diputados recuerdan que en el decreto que se dirigió al señor ministro de la Guerra, don Francisco Serrano, apara que recogiese el de disolución de las Cortes, que se decía arrancado por la fuerza, se dice terminantemente que S. M. se había dignado dirigir aquel decreto á don Salustiano de Olozaga, a instancias suyas».

Dirigiéndose a los autores y sostenedores de un proyecto de. mensaje a la reina, les preguntaban cómo podían decir que se hacía este mensaje con motivo de la comunicación que de real orden había hecho el ministro, cuando no existía tal orden, ni había dicho González Bravo que la tuviese de palabra, y cómo prejuzgaban una cuestión que podía ir a las Cortes como tribunal encargado de juzgar a un ministro.

Defendiendo su causa, y contestando a la vez a las impugnaciones que le hicieron Martínez de la Rosa, Bravo Murillo, Posada y otros, no dejó un solo argumento en pie, y los discursos que pronunció, y de los que se hicieron grandes tiradas, quedaron indudablemente, cual ya se han calificado, como modelos de lógica, de saber, de vigorosa dialéctica y de irresistible demostración: jamás orador eminente se elevó a tanta altura; confundió y destrozó a sus contrarios y ostentó un valor cívico ejemplar.

Concluyó recordando que constantemente había trabajado para la conciliación; que era su lema no más reacciones, no más revoluciones; condenó la conducta observada por el gobierno en la presentación y discusión del acta; que por las opiniones y doctrinas que se habían sostenido, unidas á hechos gravísimos que había citado, temía que se realizara una reacción temible, cuyas consecuencias hacia recaer sobre los ministros que las provocaban; y que se retiraba á la vida privada, sin renunciar a levantar su voz en el Congreso, cuando fuere necesario, en defensa de la libertad y de los principios de que jamás había renegado ni podía renegar.

El final de aquella discusión contrastó con su principio que, aunque violenta y apasionada, fue solemne y grave: degeneró, se trató de vulgarizar la cuestión rebajándola hasta convertirla en una chanza; no faltaron personalidades poco convenientes; tuvieron verdaderos descuidos los señores Bravo Murillo, Martínez de la Rosa, Posada y otros, tanto más indisculpables cuanto mayor era el mérito de estas personas, y al fin se aprobó el mensaje a S. M. por 101 votos contra 48.

El señor Olozaga, accediendo a los consejos de sus amigos, que tuvieron ocasión de conocer que se trataba de ejecutar villanos y criminales proyectos, marchó a Portugal, cuyo gobierno, faltando a la hospitalidad debida, le obligó a pasar a Inglaterra..

 

MENSAJE A S. M.. SUSPENSIÓN DE LAS CORTES— SUS TRABAJOS

LVII

El 20 presentó a S. M. la comisión del Congreso el mensaje acordado; y el señor Martínez de la Rosa, que la presidía, dijo a S. M.: «Señora: El Congreso de los diputados nos ha dado el honroso encargo de manifestar a V. M. sus sentimientos de respeto y lealtad con motivo de la comunicación que de real orden ha hecho el señor secretario del despacho de Estado del acta en que se refieren los deplorables acontecimientos ocurridos en el real palacio en la noche del 28 de Noviembre último. El Congreso de los diputados, al expresar a V. M. estos sentimientos, no es sino el fiel intérprete de los que animan a toda la nación, cada día más resuelta a velar incesantemente en defensa del trono constitucional y de la sagrada persona de V. M.»

S. M. se dignó contestar: «Acepto con gratitud las expresiones de los sentimientos de respeto y lealtad, que con motivo de recientes y deplorables sucesos, me manifiesta el Congreso de los diputados. Cuento con su patriótica cooperación para mantener ilesa la dignidad del trono conforme a la Constitución que hemos jurado; así como las Cortes pueden contar conmigo para conservar intacto el depósito de las leyes y de las instituciones del país.»—¡Excelente comedia!

Las sesiones de las Cortes, que habían estado suspendidas desde la votación del anterior mensaje, reanudaron sus tareas el 23 para dar cuenta la comisión de haber cumplido su cometido; asediaron a los ministros con preguntas e interpelaciones, y el de Estado, al condenar el atentado cometido en la redacción de El Eco del Comercio, dijo que aplazaba la contestación hasta poder llevar el resultado de los procedimientos intentados por la autoridad, y manifestó de paso que el gobierno creía que los diputados debían ocuparse principalmente de lo que estaba sometido a su deliberación, de los proyectos de ley, porque en su sentir eran de más utilidad que todas las interpelaciones. Produjeron estas palabras reclamaciones y desorden; entróse en la orden del día; preguntó el señor Nocedal por el estado en que tenía sus trabajos la comisión para examinar el proyecto de acusación contra el señor Olózaga; contestaron cumplidamente los señores Posada y Cortina, demostrando que no estaba desatendido el asunto, y después de otras preguntas sobre la marcha de Olozaga, se suspendieron las sesiones por las festividades de Pascuas, y al reunirse las Cortes el 27, fue para oír la lectura del decreto que suspendía las de aquella legislatura.

Este acto, que venía a justificar el propósito de Olozaga, lo explicó el gobierno diciendo que lo enconados que estaban los ánimos imposibilitaban a las Cortes y al gobierno ocuparse en formar las leyes de que tanta necesidad tenía el país; que el funesto espíritu de partido sofocaba la voz de la razón y despertaba más endurecidas que antes las encontradas pasiones que había adormecido el alzamiento de Junio; que trabajada la nación con tantas guerras y disturbios, estaba ansiosa de paz y de gobierno; que algunos se gozaban con la fatal perspectiva de nuevos tumultos, y en tal estado el gobierno no podía prescindir de suspender los trabajos de las Cortes, dando lugar a que la reflexión y el tiempo apaciguaran los ánimos y pusieran término a disensiones que, cuando menos, tenían el inconveniente de perderse en ellas un tiempo precioso que los pueblos quisieran ver menos estérilmente empleado.

Sólo de esta manera podía cohonestarse la medida, cuando el gobierno contaba con mayoría evidente y no se habían votado los impuestos: bien es verdad que no habrían de hacerlo en los pocos días que faltaban para terminar el año.

Aquellas Cortes, en los meses que estuvieron reunidas, no hicieron más que declarar, en un momento de entusiasmo, la mayoría de la reina, y discutir un mensaje a S. M. manifestándole sus sentimientos de respeto y lealtad por los sucesos en el real Palacio en la noche del 28. Respeto y lealtad que estaban en contradicción con los actos de los manifestantes.

El reemplazo de 25.000 hombres pasó como cosa corriente, y si el Senado aprobó unánime la ley de Ayuntamientos presentada por el señor Caballero, fue inútil, porque pidió el ministro de la Gobernación se le autorizara para plantear los títulos de la ley de Ayuntamientos sancionada en Barcelona en 1840, relativos a las atribuciones y organización de las municipalidades. En esta autorización se excluía el que el gobierno nombrara los alcaldes; y aunque debía ser ley de Cortes, el ministerio la publicó de real orden el 30 de Diciembre, sin haber pedido siquiera la autorización debida; y notable coincidencia, el mismo señor González Bravo, el que ahora prescindía de la ley para publicar la de Ayuntamientos de 1840, era el que más la combatió, el que más trabajó para el pronunciamiento contra ella, el que a su enérgico discurso en el Ayuntamiento de Madrid contra aquel ministerio y aquella ley, debió no poca de su celebridad.

La suspensión de Cortes sorprendió a los mismos moderados, y fue combatida por los que deseaban se rindiera el debido tributo a la ley; que deseaban hubiera esperado el gobierno a ver si una vez entablada la discusión de las leyes orgánicas, seguían los tumultos y los embarazos, y si seguían, tratar de ver si tenía mayoría suficiente para ponerles coto; y sobre todo, procurar no colocarse en la situación precaria en que le ponía la falta de autorización para cobrar los impuestos, y apurar hasta el último recurso para tener toda la razón de su parte.

Dos medios se presentaban al gobierno o pedir autorización para plantear como vía de examen sus leyes, sin perjuicio de que las Cortes después las aprobasen, o proceder a hacerlo desde luego, contando con el asentimiento de las Cortes; y considerando si no imposible, difícil al menos lo primero, optó por lo segundo como más expedito.

Así fue combatida y con razón la publicación de la ley de ayuntamientos, y ocasionó la dimisión de muchos concejales que dejaron en cuadro no pocos municipios, sin embargo de que la mayoría de estos concejales lo eran de real orden.

La exaltación en que estaban los ánimos en Madrid, lo prueban los sucesos de la noche del 3, que recorriendo el pueblo las calles para ver las iluminaciones con que se celebraba la proclamación del nuevo reinado, hubieron de oírse algunas voces imprudentes de viva Espartero y muera Narváez; se produjo alarma y confusión; empezaron los soldados a disparar sus armas contra grupos inofensivos, hirieron no sólo a hombres sino a mujeres y niños, y hasta abriendo las puertas de un café y tirando a boca de jarro contra los que allí se acababan de refugiar.

 

MINISTERIO GONZALEZ BRAVO

LVIII

Grandes dificultades se presentaron a González Bravo para la formación del ministerio que quería fuese de coalición, único que, al decir de El Heraldo, el órgano más autorizado del partido moderado, era «sólo posible, aceptable y fuerte un gabinete en que se vieran representadas las fracciones preponderantes de los antiguos partidos, aunque hubiera que dividir para ello el ministerio de la Gobernación en tres ministerios: el de la Gobernación del reino, el de Fomento y el de Instrucción pública». Así se podía satisfacer a más pretendientes; aunque en obsequio de la verdad, debamos repetir que no eran entonces tantos como ahora los que se consideraban a la altura necesaria o tolerable para ser ministros. Aun cuando se había llamado y se llamaba aun progresista el señor González Bravo, se había separado de las filas de aquel partido al formar en las de la Joven España, y no podía contar con ninguno de sus antiguos correligionarios para compartir con él, ni ayudarle en la gobernación del Estado; quiso también asociarse a algunas eminencias moderadas, que se negaron también resueltamente, aunque no a prestarle decididamente todo su apoyo para la gran empresa que iba a acometer en la que estaban de acuerdo.

González Bravo se creía con fuerzas bastantes para llevar adelante su plan: ni le arredraban los peligros, ni temía las consecuencias, poseyendo ese valor cívico de los hombres verdaderamente revolucionarios, audaz para obrar y poco escrupuloso de los medios, reunía, cual ninguno, las dotes del hombre que necesitaban los moderados. Por esto le acogieron gustosos, confiaron en él, y no les faltó seguramente. Supo cumplir los compromisos que contrajera en recompensa de su elevación.

El 5 pudo presentar a las Cortes los cuatro ministros que se asociaron a su política, nombrándose para el despacho de Gracia y Justicia al señor don Luis Mayans, magistrado cesante de la Audiencia de Zaragoza y diputado por Valencia; para el ministerio de la Guerra al mariscal de campo don Manuel Mazarredo, gobernador militar y jefe político en comisión de Madrid, diputado por Ávila y vicepresidente del Congreso; para Marina, Comercio y Gobernación, de Ultramar, al brigadier don Filiberto Portillo, inspector general del cuerpo de resguardos y para Gobernación a don José Justiniani, marqués de Peñaflorida y senador del reino. El 10 se nombró ministro de Hacienda al senador don Juan José García Carrasco.

 

PRIMEROS ACTOS DEL MINISTERIO

LIX

El partido moderado estaba en el poder; y como una consecuencia lógica de lo que con él hizo el progresista, removió todos los jefes políticos y casi toda la administración, y lo que es peor, la magistratura, que siempre debiera haberse conservado ajena a toda política, porque no la debe tener la justicia, que no se ejercerá dignamente mientras no esté colocada por encima de todos los partidos, para que por todos sea respetada como la principal garantía y salvaguardia de la honra, de la propiedad, de la libertad y de la vida de los ciudadanos. Y no hubo entonces, como no ha habido nunca, esa escrupulosidad que honra a los gobiernos y garantiza la buena administración pública, en la elección de personas; que en el Congreso se denunciaron nombramientos de jefes políticos no muy dignos y hasta de personas declaradas inhábiles para obtener cargos públicos por el Tribunal Supremo. Pero convenía así a las miras políticas del poder o a exigencias influyentes, y por desgracia, se ha visto ser éste el mayor mérito para obtener destinos públicos. Era tal el aluvión de pretendientes, que hubo de expedir una circular el ministerio de Gracia y Justicia, para que no se diese curso a instancias que no fuesen de cesantes; sin que por esto dejaran de nombrarse personas que no habían ejercido antes ningún cargo.

Como un anuncio de lo que había de hacerse con la Milicia nacional, se suprimió la subinspección y subinspecciones generales de la misma; cuyo primer cargo había dimitido antes el señor Cortina.

Habíase propuesto el ministerio reformar muchos ramos de la Administración pública, y siendo el de la Hacienda el que más lo necesitaba, en vez de abordar desde luego lo que mejor pareciese, se creó una comisión especial para proponer el sistema tributario que conviniera establecer, el plan administrativo de los impuestos que constara el sistema, y el método de contabilidad. Decretóse que desde 1° de Enero de 1844, administraría la Hacienda pública los derechos de puertas, proponiéndose arreglarlos a lo que los intereses generales y la buena administración exigían; se nombró otra comisión para remover los obstáculos que se oponían al progreso de las fábricas de fundición de minerales, y hacer en los aranceles y reglamentos de aduanas algunas modificaciones; al efecto se suprimió la junta directiva del ramo de minas, estableciéndose un director general, y el 24 se nombró la comisión encargada de proponer las bases y reglamentos parala formación de un Consejo de Estado.

 

REUNIONES—ACUERDO DE LOS PROGRESISTAS

LX

Inaugurábase una nueva marcha política: la suspensión de las sesiones, que no era más que el primer paso para la disolución, provocó reuniones de diputados, celebrándose el 28 en casa del señor Carriquiri la de los de la derecha y del centro, y el 29 en casa del señor Madoz la de los progresistas; y aunque éstos designaron a los señores Cortina, Serrano y Madoz para redactar las bases que sirvieran de regla para la conducta que habían de observar los reunidos en lo sucesivo, todo era ya inútil; las circunstancias habían variado por completo; estaba perdida la batalla por los progresistas, a los que no quedaba otro recurso que reorganizar sus huestes, harto dispersas, como de costumbre, levantar su bandera y pelear con orden y concierto en la prensa y en los comicios electorales.

En la reunión habida en casa del señor Carriquiri se nombró una comisión para que se avistara con el gobierno, a fin de saber las causas de la suspensión de las Cortes, demostrando con esto que no las aprobaban, en lo cual se mostraban más hombres de ley que de partido, y al reunirse de nuevo en casa del señor Roca de Tugores, para dar cuenta la comisión de su cometido, dióla su presidente, el señor Olivan; y si a todos no hubo de satisfacer, todos hubieron de conformarse.

El resultado de la reunión en casa del señor Madoz, fue establecer unas bases reconociendo los diputados progresistas en el gobierno la facultad de aconsejar la suspensión de Cortes, por lo que respetaban y acataban el uso do esta prerrogativa constitucional; que interpondrían toda su influencia para que el orden público no se alterase, para que se estrechara más y más la unión del gran partido del progreso, procurando desapareciesen las rivalidades qua hubiesen podido crear los acontecimientos pasados; inculcar, por escrito y de palabra, el exacto cumplimiento de los preceptos constitucionales, por salvarse así el país de la grave crisis en que se encontraba, contribuir á que en los pueblos se arraigara la convicción de que la primera garantía de las libertades públicas consistía en no pagar ninguna contribución ni arbitrio que no estuviera autorizado por la ley de presupuestos ú otra especial; que si la ley constitucional o cualquiera otra vigente se infringiera por los agentes del poder, los diputados progresistas en el punto donde se encontraran, harían pública y patente la infracción, para que la nación lo supiera y el gobierno lo castigara, y si fuese éste el infractor, o usurpara atribuciones, los diputados progresistas, dirigiéndose a sus respectivos comitentes, cumplirían el deber y obligación leí cargo que aceptaron de representantes del pueblo, y el juramento que prestaron sobre los Evangelios, de guardar y hacer guardar la Constitución de la monarquía española.

1844

PRONUNCIAMIENTO EN ALICANTE

LXI

Simultáneo el pronunciamiento centralista en Cataluña y Galicia, debió haber sido el de Alicante, Cartagena, Murcia y otros puntos del litoral; pero no se efectuó entonces por rivalidades de los círculos de Madrid con Barcelona, cuyos pronunciamientos, a haber vencido, habrían llevado el movimiento mucho más allá de lo que deseaban Arguelles, Calatrava, Mendizábal, Olozaga, Becerra, Madoz y demás progresistas que no renunciaban a la monarquía.

A la entrada en el poder de González Bravo, y dominado ya el movimiento centralista, se trabajó mucho para realizar un movimiento exclusivamente progresista, adquiriéndose la seguridad de que Alicante y Cartagena lo iniciarían, para que al abrigo de ambas plazas pudieran secundarlo Murcia, Albacete, Almería, Málaga y otros puntos de la costa, puesto que se contaba con el auxilio y cooperación de la empresa de guardacostas de Llano, Ors y compañía, que no faltó. Fueron reuniéndose elementos; muchos se mostraron decididos, aunque no todos lo fueron, como es costumbre en tales casos, y llegó el momento de obrar a juicio de los directores de la trama. Poco escrupulosos en escoger las personas, admitían cuantas se presentaban.

Don Pantaleón Bonet, coronel de caballería, comandante de carabineros, había sido depuesto por el gobierno, al que no inspiraba la debida confianza el antiguo escribano y comandante de los carlistas de Cabrera, bien riguroso por cierto y poco aprensivo en política; pero tantos se interesaron por él que volvió al servicio, y en Enero de este año de 44 salió de Valencia con una columna de 250 carabineros de infantería y 80 de caballería, a perseguir el contrabando; y de acuerdo con los progresistas, y por ellos elegido, empleó algunos días adormeciendo a las autoridades y dando tiempo a que estuviera todo dispuesto en Alicante para el pronunciamiento. Al anochecer del 28 entró en esta ciudad, y un tiro fue la señal de alarma, especialmente para las autoridades, que se hallaban tranquilas en casa del alcalde constitucional, don Miguel Bonanza, como de costumbre, y salieron inmediatamente Lassala, Ceruti, el barón de Finestrat, don Balbino, Cortés el alcalde y su hermano don Juan Bonanza y otro, que llevados de su arrojo no vacilaron en penetrar en la posada de la Higuera, donde se alojaron los carabineros, produciéndose escenas terribles en medio de la oscuridad y de la confusión que la misma y las voces y las cuchilladas que se repartían aumentaba.

Presas las autoridades y libres de este obstáculo los pronunciados, se reunió gran parte de la Milicia nacional, y cogido el santo fueron sorprendidas en el castillo y cuarteles las fuerzas del provincial de Valencia, preso su coronel y algunos oficiales, y se desarmó a los soldados que se negaron a tomar parte en la rebelión. Para guarnecer el castillo se nombró al Empecinado, que lo entregó después a Roncali.

El baile de máscaras que había aquella noche en el Ayuntamiento, terminó a la una al saberse la alarma que ya había cundido. Se tocó generala a las cinco de la mañana, y un cañonazo disparado a las seis del castillo de Santa Bárbara, despertó a los habitantes, disparándose otro a los pocos minutos, anunciando el toque a rebato de la campana de dicha fortaleza, pue se había efectuado un pronunciamiento desconocido de la mayoría, y hasta de muchos de las nacionales que se reunían. Se vitoreaba desde el castillo a la Constitución y a la reina, y muera el ministerio; se oían descargas de fusilería hacia el convento de San Francisco: el capitán de artillería don Diego Miranda, cuando al salir del baile supo el arresto de las autoridades, formó su tropa y marchó al baluarte, ocupado ya por los carabineros, se refugió en el convento de San Francisco, donde tomó el mando de los provinciales de Valencia, casi sin oficiales por no haberse podido unir estos a la tropa; quiso Miranda hacer uso de la fuerza, mas no la encontró dispuesta a ello, y tuvo que capitular con los que le sitiaron. Al cesar el fuego, se dio a cada soldado diez reales, formando con todos los pronunciados una columna mandada por Bonet que dio vuelta a toda la ciudad.

Nombróse una junta, titulada Suprema de gobierno de los reinos de Aragón, Valencia y Murcia; presidióla Bonet, que hacía de comandante general; dióse la vicepresidencia al republicano don Manuel Carreras, y eran individuos de ella don José María Gaona, don Miguel España y don Marcelino Franco, vocal secretario. Publicó una proclama diciendo que el ministerio era hijo de la mentira y mendigaba el poder del bando carlista; que no soltarían las armas hasta conseguir las reformas que deseaban en la Constitución, y terminaba: «Abajo el ministerio, la camarilla y la ley de ayuntamientos, en nombre de la soberanía del pueblo. ¡Viva la reina constitucional!».

En cuanto el gobierno recibió la noticia, ordenó la inmediata publicación de la ley de 17 de Abril de 1821 en las provincias de Alicante, Murcia, Albacete, Valencia, Almería y Castellón de la Plana; anunció que exigiría a su tiempo la responsabilidad más estrecha a las autoridades que se habían dejado sorprender, y se mandó en nombre de S. M. que todos los jefes, oficiales y sargentos que perteneciesen al ejército, milicias provinciales, nacional, carabineros o armada que tomaron parte en la rebelión, serian pasados por las armas donde quiera que pudieran ser habidos, con la sola identificación de la persona; si invitada la tropa sublevada de todas armas a volver a sus banderas en un corto plazo no se presentase, seria diezmada con arreglo a ordenanza, cuando fuese habida, y todos los paisanos que como jefes de la rebelión hubiesen aparecido en la de Alicante, serían también pasados por las armas. Se enviaron fuerzas de mar y tierra, se prohibió la publicación de partes y noticias, y se adoptaron cuantas medidas sugirió al gobierno la energía que se propuso emplear.

La junta de Alicante prendió a algunas personas, se apoderó de los caudales públicos, dirigió una circular a los ayuntamientos de la provincia, mandándoles movilizar en corto plazo la Milicia nacional y dirigirla a la capital, exigiendo para socorrerla las cuotas necesarias a los primeros contribuyentes, y creó una junta de armamento y defensa, encargada de reorganizar las fuerzas que debían reunirse en la ciudad.

El 30 mandó la junta que se admitiesen en la plaza a libre tráfico, los algodones extranjeros, pagando 25 por 100 de derechos, y el 31 se ofreció a todos los sargentos del ejército que se pronunciaran el grado de subtenientes, ofreciendo un real de plus a los soldados que le siguiesen y 500 reales de gratificación a los que se presentasen con caballo y montura.

Estas precipitadas y arbitrarias disposiciones produjeron entusiasmo en unos y temor en otros. Reinaba en la ciudad agitación febril: sólo se oía estruendo de armas, fuertes destacamentos de nacionales custodiaban las murallas; numerosas partidas de gente armada recorrían las calles; los milicianos de los pueblos circunvecinos llegaban en tropel, y el vecindario, sobrecogido de una especie de estupor, se encerró en sus hogares esperando con recelo el resultado de aquellos sucesos.

En Muro y Concentaina se intentó el pronunciamiento simultáneo al de Alicante; pero fue débilmente ejecutado y fuertemente rechazado. En Aspe detuvieron los vecinos a una partida de los carabineros sublevados, y sólo en Monovar, Petrel y algún otro pueblo secundaron por el pronto el alzamiento de la capital; y aunque en Orihuela y otros puntos había ayuntamientos favorables a los pronunciados, fueron sustituidos por los que inspiraban más garantías a las autoridades, que empezaron a tomar las disposiciones que la situación reclamaba, y cuando estaban desarmando la Milicia, entraron en la noche del 3 los fugitivos de Murcia, anunciando la llegada de una columna de los pronunciados de Cartagena y Algezares, que Camacho procuró hacer temida. Pretendieron, sin embargo, las autoridades, la resistencia, y como desconfiaban del comandante de armas y de otros, hicieron salir la tropa de la ciudad, y se pronunció ésta, llegando después la columna anunciada de Cartagena. Al saberse en Orihuela el desastre de Elda, abandonaron la ciudad los pronunciados, acompañados de los nacionales de Bigastro y Torrevieja.

 

PRONUNCIAMIENTOS FRUSTRADOS — CARTAGENA

LXII

En Alcoy se pretendió el 29 secundar el movimiento; pero vencidos y presos muchos de los que lo intentaron, muertos otros en la refriega que se trabó, debióse el restablecimiento del orden a la mayoría de los nacionales y al comandante de armas don José Espinosa y Canaleta, que publicó al día siguiente una sentida alocución. Inexorable el gobierno, mandó que los aprehendidos fueran pasados por las armas, justificadas sus personas como autores de la tentativa; que se le diera parte de haberse cumplido así sin contemplación, para conocimiento de su majestad, sin que detuviera el temor de las represalias; «pues si bien S. M., añadía, verá con dolor las víctimas que el furor de los rebeldes pueda sacrificar, pesa más en su real ánimo la necesidad absoluta de que la ley y la vindicta pública sean una verdad segura de que la poca sangre vertida antes de que se enconen las contiendas civiles, ahorra mucha para después, y porque también exige la patria que aquel a quien por su desgracia o por su incuria le toque la malaventurada suerte de ser víctima, sepa resignarse a serlo cuando por ello resulta un bien a la causa pública».

Interesaba a los pronunciados en Alicante extender la insurrección, y enviaron una columna expedicionaria a la importante villa de Elche, la bella Jerusalén española por sus montes de palmeras; mas no contaban allí con los elementos que muchos creían; fueron rechazados los expedicionarios, y hasta se formó otra contra columna para perseguirlos, mandada por el comandante de voluntarios don José Bru y Piqueras. Esto era ya una contrariedad terrible para la revolución, cuyo aislamiento había de ser su muerte; pues si en un principio, y sin haber acudido aún fuerzas del gobierno, se veía rechazada por la misma opinión popular, en cuanto fueran acudiendo las tropas que el gobierno enviaba solícito, ya estaba perdida.

Aún se esperaba, sin embargo, que no faltaran todos a sus compromisos, y que Cartagena secundara el movimiento, al que daría gran importancia por tener la plaza. Trabajaba para ello el general don Francisco de P. Ruiz: el capitán graduado de comandante don Fulgencio Gavilá y el teniente don Manuel Andía, contaron con la guarnición de Cartagena consistente en el primero y tercer batallón de Gerona, cuyo regimiento mandaba don Juan Zapatero a la sazón en otro punto.

Se efectuó el pronunciamiento el 1° de Febrero, prendiéndose al gobernador militar don Blas Requena; nombróse una junta de gobierno presidida por don Antonio Santa Cruz, que elevó al día siguiente una exposición a S. M., en la que se lamentaba la junta de que el pueblo español tuviera otra vez que apelar al derecho de alzarse para defender sus hollados fueros y salvar las instituciones, caramente adquiridas, cual nunca amenazadas y próximas a desaparecer por la liga que habían formado hombres de opuestas opiniones, para quienes la libertad era un nombre vano, por guiarles su ambición y privados intereses; que no enumeraban las infracciones del Código jurado, ni las disposiciones reaccionarias adoptadas por los ministros que la aconsejaban, por estar al alcance de todos; que sólo la ley de ayuntamientos, causa de un alzamiento, abolida después y restablecida al presente sin la aprobación de los Cuerpos Colegisladores, el trasiego de empleados y el restablecimiento de la policía, hacían ver hasta qué punto se despreciaba el voto explícito de los pueblos y la Constitución; que tinta ignominia y desafuero no podía ser tolerado, y un grito aterrador para los tiranos y de salvación para los buenos, que resonó en Alicante, había sido repetído en aquel suelo, y en breve se difundiría en todos los ángulos de la monarquía, sin intentar humillar ni abatir el trono, que, como fieles súbditos respetaban y acataban, sino querer su mayor esplendor y gloria, separando de él los apóstatas y desleales consejeros, siendo necesario, y sobremanera preciso, y la junta lo rogaba reverentemente, que se dignara S. M. exonerar a los secretarios del Despacho que por sus antecedentes no inspiraban confianza, reemplazándoles con los que supieran conducirse por la senda constitucional, aboliendo la ley municipal, acallando así les clamores y ansiedad de los pueblo, y volvería a renacer la paz. «Conjure V. M. la horrorosa borrasca que muy de cerca y con grande furia brama; desoiga las pérfidas sugestiones de los que apasionadamente la aconsejan, y atienda únicamente a los leales españoles, que solo aspiran a conservar ileso vuestro trono, y sin mancilla la ley fundamental que hemos jurado.»

La junta insistió en sus declaraciones monárquico-constitucionales: así vemos en el primer número del Boletín Oficial que publicó, decir que la bandera levantada en aquella plaza, solo tenía por lema salvar la Constitución de la monarquía, sin ofender en lo más mínimo las garantías del pueblo y «las prerrogativas del trono que nuestra reina Isabel ocupa.» No tenían, pues, razón los periódicos ministeriales para presentar como enemigos de la reina a los sublevados; eran esto, en efecto, pero contra un partido que ocupaba el poder y estaba constituido en autoridad. Este era su verdadero delito para con el gobierno. Por lo demás, era una cuestión de fuerza, como a las que estaban acostumbrados a apelar todos los partidos para conquistar el poder, siendo buenos los vencedores y malvados y traidores los vencidos. Tal ha sido siempre la lógica de nuestros partidos políticos.

La junta tuvo cuidado de manifestar que, en medio de las circunstancias excepcionales había respetado las personas, la propiedad y hasta la independencia de opiniones, estando decidida a observar igual conducta, sin violar ni permitir se violaran los derechos individuales, por lo que todos debían descansar tranquilos, sin que el más leve temor de ninguna clase turbara su sosiego.

Y añadía: «Mas como se haya notado que el comercio de esta plaza se muestra tímido en la adquisición de comestibles y otros géneros de preciso consumo, deber es de la junta dirigirle su voz para manifestarle que los almacenes de depósito serán un sagrado, del que no se extraerán los objetos que contenían, sino por legítimos títulos. Cuando las circunstancias apremien, cuando se hayan agotado los recursos con que la junta cuenta, que probablemente será nunca, y si se verifica será tarde; en fin, cuando la salvación, y solamente la salvación de la causa que defendemos lo exija; entonces todos contribuiremos en efectivo para satisfacer las necesidades públicas de una manera equitativa, y en proporción a las facultades de cada uno, y en este caso inesperado, los individuos de la junta serán los primeros en pagar sus cuotas, como en sacrificarse por el bien del pueblo.-Cartagena 9 de Febrero de 1844».

Para premiar la junta el servicio que la prestaba el regimiento de Gerona, confirió el empleo inmediato a todos los sargentos y cabos que tomaron parte en el pronunciamiento; concedió un real de plus a los individuos del mismo, y ofreció la licencia absoluta a todos los soldados a los cuatro meses de haber concluido aquella campaña, reservándose la junta recompensar a los oficiales. Así se disponía del tesoro público.

MURCIA

LXIII

Las tropas que guarnecían a Murcia prometieron secundar el movimiento apenas lo iniciase Cartagena, mas no lo cumplieron; y al querer algunos impacientes realizarle, se alarmaron más las autoridades que constituyeron una junta para emplear los elementos que había de resistencia; se quiso explotar la rivalidad local de ambas poblaciones; acudieron algunos pocos milicianos de Espinardo, Molina y otros puntos; tomó el mando militar el señor vizconde de Huertas; se publicó la ley marcial, y no se perdonó el menor esfuerzo para animar el espíritu público en favor del gobierno.

La junta de Cartagena mandó una columna a Murcia, se retiró la guarnición con el vizconde y el comandante general Pardo, y la ciudad se pronunció el 3 de Febrero, tomando en ello una parte activa el no menos activo conde del Valle de San Juan, que formó a su costa un escuadrón de caballería, del que le nombró la junta comandante, y con este carácter operó durante el sitio de Cartagena.

El mismo día anunció la junta, que se llamó provisional de gobierno de la provincia, a todos los ayuntamientos, que a las doce del día con el mayor orden, entusiasmo y patriotismo, se había enarbolado en aquella capital el glorioso pendón de 1° de Setiembre de 1840, y que al participárselo esperaba que al recibir el aviso, y venciendo los obstáculos que se ofrecieran, secundara inmediatamente el pronunciamiento bajo la misma bandera, constituyendo en seguida la junta que directamente se entendiera y reconociera á la de la capital, como la única autoridad superior de la provincia. Ordenó en otra circular restablecer inmediatamente los ayuntamientos de Mayo anterior y la Milicia nacional tal cual entonces se hallaba, y que no entregaran cantidad alguna sin orden expresa de la junta.

Esta dirigió a los habitantes de la provincia una proclama manifestando la indignación con que en 1810 hablan recibido los pueblos la ley de ayuntamientos, recogiendo el guante que les arrojaba el gobierno, que calificaba de imbécil y tiránico, y cuyos principios de retroceso eran conocidos; que los mismos hombres, entonces vencidos, se habían apoderado ahora por medios tortuosos de los destinos del Estado, y abrasando la mano amiga que el error les tendió, habían querido atentar segunda vez contra la Constitución de 1837 y todas sus consecuencias; que vejada y escarnecida la ley fundamental, sólo existía en el nombre y como escudo de los proyectos de los gobernantes; que no era posible que la nación permaneciera pasiva y silenciosa; que varios puntos de la Península habían alzado el pendón nacional, y Cartagena y su guarnición habían proclamado la ley fundamental en toda su pureza, invocando el augusto nombre de Isabel II constitucional; que había enviado en auxilio de la capital una columna mandada por el comandante de Gerona, Martínez, a la que, incorporadas las compañías de Milicia nacional de Algezares y otros patriotas, ocuparon la capital, abandonándola las autoridades sin resistencia, y que instalada la junta que la necesidad reclamaba, los que la componían se prometían que el triunfo obtenido contra la tiranía no sería manchado con ningún género de exceso, pues en el inesperado caso de cometerse, sería reprimido y castigados sus autores con arreglo a las leyes. «Ciudadanos, terminaba diciendo, si los miembros que componen esta junta os inspiran confianza; si queréis consolidar el triunfo de la libertad contra el despotismo, sed sumisos a la junta y a las autoridades que de ella emanan: respetad las personas, sus propiedades y demás garantías de la sociedad, y de esta manera contribuyendo a la salvación de la patria, merecéis bien de la misma. Ciudadanos: ¡Viva la Constitución de 1837! ¡Viva la reina doña Isabel II constitucional! ¡Abajo la llamada ley de ayuntamientos! ¡Abajo la camarilla!

En este mismo día, y mostrando entusiasta actividad el presidente de la junta y mariscal de campo don Francisco de P. Ruiz, mandó que todo individuo que hubiese pertenecido a la Milicia nacional creada en Junio de 1843, en el término de cuatro horas presentara al ayuntamiento las armas, municiones y equipo, so pena de ser juzgado por la comisión militar creada para este objeto; comprendiendo esta disposición a la partida de movilizados e individuos de la empresa de la sal. Declaró al día siguiente en estado de guerra la provincia, sin perjuicio de continuar, por el pronto, las autoridades civiles, en el ejercicio de sus funciones; se instaló la comisión militar para juagar á los que, en cualquier sentido, atentasen contra la tranquilidad pública; y para alentar la opinión, anunció algunos inexactos pronunciamientos.

 

RECHAZA ALCOY EL PRONUNCIAMENTO. ACCIÓN DE ELDA

LXIV

Periódicos ministeriales acusaron al inglés Arturo Maculok de haber ido de Gibraltar a Alicante a dar oro para la revolución, de acuerdo con los progresistas de aquella plaza, en lo cual había exageración, porque la junta que se formó en Alicante no se vio muy sobrada da recursos y tuvo que reanudarlos, para poder sostener el pronunciamiento y extenderlo.

Para demostrar que no so declaraban contra la reina, celebraron el 33 el cumpleaños de su hermana, con tres salvas de artillería y gran parada. El 31 se puso en libertad á don Miguel y don Juan Bonanza, y lo fui al día siguiente el abogado Jiménez.

Los fugitivos de Alcoy, contando con elementos que les faltaron, y con la exageración de su entusiasmo, insistieron tanto en que, con una pequeña columna que se enviara, se pronunciaría Alcoy, que al fin marchó de Alicante una, con una o dos piezas; se presentó en la tarde del 1° de Febrero ante la villa; y después de algún fuego de cañón y fusilería, no pudiendo vencer la resistencia de la Milicia del pueblo y paisanos armados, que desecharon por dos veces la propuesta de rendición, tuvo que volver a Alicante la columna con bastante fuerza moral perdida y algunas bajas. La junta publicó el 3 una proclama, diciendo que sus tropas no habían entrado en Alcoy, por evitar los horrores de un asalto, y que en breve volverían contra aquella población. Así lo hicieron en la tarde del 3, intentando en vanó apoderarse de ella. Bonet entonces dirigió a las autoridades y habitantes de la villa una comunicación amenazándoles con castigos si no accedían a sus deseos, y que se retirarían si le entregaban 1000.000 duros y el paño necesario para vestir a su gente. Los alcoyanos, que habían recibido un parte del general Roncali, excitándoles a que no desmayasen, pues él volaba en su ayuda con numerosas fuerzas, desdeñaron las proposiciones de Bonet, e intentando éste un nuevo ataque no menos desfavorable para él que los anteriores, y sabedor del auxilio que iba a los de Alcoy, se retiró; continuó sin embargo la inquietud en la población por la variedad de las noticias, y cuando más apuradas las recibieron, presentóse a poco Roncali al que vitorearon.

Plenamente autorizado el general del distrito, don Federico de Roncali, para proceder contra los pronunciados, temió se propagara la insurrección en la provincia de Valencia, porque sabia existían planes para ello, extensivos a otros puntos, y declaró en estado excepcional todo el distrito, bloqueada por mar y tierra la plaza de Alicante, y nombrado, el consejo permanente para juzgar a los que atentaren contri la pública tranquilidad en cualquier sentido. Quedó a su virtud disuelta la Milicia nacional de Valencia.

El consejo de ministros, preocupado ya con el pronunciamiento de Cartagena, declaró en estado excepcional toda España, adoptando las demás medidas consiguientes, a la vez que se mostraba tan activo como enérgico en aprontar fuerzas y recursos para reducir la sublevación. Roncali salió el 3 de Valencia con una columna de tres batallones, dos escuadrones y cuatro piezas rodadas: don Fernando Fernández de Córdova y don José de la Concha salieron también de Madrid con fuerzas; el capitán general de Cataluña hacía los aprestos posibles para enviar cuantas fuerzas de mar y tierra pudiese, y en breve se opusieron respetables a la revolución.

No se descuidaban tampoco los pronunciados, y confiando en que las tropas que llevaba el general Pardo estaban comprometidas a secundar el movimiento, salió Bonet a su encuentro en la noche del 4, desde Ibi, con la columna de vanguardia en dirección a Elda, donde aquel se hallaba con 800 infantes, 50 a 60 caballos, y sobre 300 nacionales de aquel pueblo. A sus inmediaciones llegó a las siete de la mañana del 5; rompieron el fuego las guerrillas de Pardo, fue contestado; cargó Bonet con la caballería, arrollándolas, quedando en su poder la compañía de cazadores de aquella Milicia y algunos soldados del ejército. Los cazadores de Valencia ocuparon una posición, que defendieron con valor y serenidad, hasta que entrando en fuego las de carabineros y las dos restantes del provincial de Valencia, se generalizó la acción en toda la línea, quedando en la reserva el batallón de movilizados de Alicante. Pardo no llevaba la mejor parte; tuvo que irse retirando, y se pasó a los sublevados una compañía con morrión en mano, gritando alto el fuego, viva la libertad, todos somos unos.

Al mismo tiempo, en la parte en que Bonet se hallaba dando frente á la llanura, se le presentaron un capitán, dos oficiales y algunos soldados, solicitando cesase el fuego, pues sus columnas ansiaban adherirse al pronunciamiento; pidieron al jefe un abrazo, que le dio llorando de gozo y de ternura; echaron pie a tierra sus oficiales de caballería, adelantándose a abrazar a los que miraban como verdaderos hermanos, y mientras cándidamente se entregaban los que en la lucha podían considerarse vencedores, al regocijo de tan humanitario término, sólo comprendieron el ardid al verse súbitamente cargados y en horrible confusión, por haber abandonado ya las posiciones, que a pesar de todo pudieron recuperar. Entonces perdió Bonet más de 100 hombres, cortados por la caballería, experimentando otras pérdidas, como la de la artillería, contando también Pardo algunas bajas.

Tal indignación causó la manera de vencer que tuvo Pardo, que Bonet lo publicó en un manifiesto dirigido a la nación, exponiendo los hechos que dejamos narrados.

El efecto moral de esta derrota fue tremendo para la revolución; y como las fuerzas que empezaba a organizar la junta de Murcia eran nacionales, que no podían en aquellos momentos batirse con la tropa, distando Elda una jornada de Murcia, y sabiéndose que el general Pardo se iba a interponer entre dicha ciudad y Cartagena, viéndose perdida la junta, resolvió replegarse sobre aquella plaza, como lo verificó el 7 con los nacionales, quedando anulada en sus funciones pues en Cartagena mandaba la allí establecida.

Las autoridades que se habían retirado a Cieza, acudieron solícitas a la capital en cuanto supieron su abandono por los pronunciados. También acudió a ella el general don José de la Concha, que empezó enseguida a organizar una columna expedicionaria que revistó el 10.

Al participar a los murcianos el jefe político don Mariano Muñoz y López su regreso a la capital, se mostraba agradecido a los pueblos de la provincia, que llenos de entusiasmo le ofrecieron armas y dinero para defender la Constitución, la reina y el orden; les daba las gracias, y a la diputación provincial, y trataba despiadadamente a los pronunciados.

 

HOSTILIDADES

LXV

Al terrible efecto que causó en Alicante la derrota en Elda, evidenciada al entrar Bonet con los restos de su gente, después del anochecer del 6 en la ciudad, se añadió la alarma difundida a la mañana siguiente por la llegada de las tropas de Roncali a la villa de Muchamiel. Se distribuyó la Milicia en varios puntos; salió Bonet con una escolta de caballería; fijáronse a su regreso algunos edictos tranquilizando al público; huyeron muchas familias, y se tapiaba a la vez el boquete del foso de la puerta de la Reina. Al público se le ocultó la primera intimación que se hizo a la plaza, cuyas puertas no se abrieron el 8, y sí solo los portillos. Al mediodía del 9 se dispararon dos cañonazos del castillo de Santa Bárbara, por la parte de tierra, izando bandera, se vio desde la plaza una avanzada ocupando el monte de San Julián; los guardacostas Plutón y Amalia se situaron frente a la cantera, haciendo algunos disparos entre dos sierras; el 10 hicieron algunos Santa Bárbara y San Fernando contra los molinos, y se repetían cualquier amago por mar y tierra; se celebró el 12 con voleo de campanas y vítores la entrada de un vapor prisionero y el pronunciamiento de Sevilla, nada de lo cual resultó cierto; se agravó la situación de los vecinos pacíficos al regresar algunas señoras y niños llorando por no haberles permitido pasar de la primera línea, y se constituyó don José Bas en providencia de los presos.

Perdida la isla de Tabarca el 13, de la que se apoderó la marina del gobierno, efectuó el 14 Bonet una salida por la puerta de San Francisco, situándose sobre la línea de los ingleses formando en masa. Los guardacostas Plutón y Proserpina se hallaban con antelación en el Babel, cañoneando las fábricas Alicantina y Las Palmas, donde tenía Roncali alguna fuerza, que hizo frente a las guerrillas que contra ella dirigió Bonet: envió Santa Bárbara algunas granadas, y con un obús que se sacó de la plaza y lo situaron sobre los barcos varados en la playa del Babel, se hicieran algunos disparos contra la Alicantina. También tronó San Fernando y el baluarte de San Carlos, hasta que se vio que el vapor de guerra Isabel II se dirigía desde la isla de Tabarca al puerto, retirán­dose los guardacostas al amparo del muelle, y retirándose igualmente la columna. El vapor se retiró a tiro de cañón; viró dando la banda a la plaza, sin que esta le hostilizara: disparó un cañonazo contra el guardacostas que estaba en el muelle, y la bala de 54 libras, pegando en el ángulo del principal, penetró en la casa de don Jaime Raimundo; rompieron entonces el fuego contra el valor las baterías de San Carlos, el Muelle, plaza de Ramiro, el Castillo y Plutón, y se alejó el vapor disparando otro cañonazo. La gente que llenaba los terrados de Alicante presen­ció esta escena. Terminado el fuego contra el vapor, fue Bonet con dos compañías al monte de San Julián, tiroteándose hasta el anochecer con las avanzadas.

El 15 se mandó que á la mañana siguiente se presentaran todos los caballos y jacas en la plaza de Barranquet, bajo la multa del valor de la cabalgadura; y a la vez que esto se ejecutaba al día siguiente, se presentaron tres faluchos de guerra y rompió el fuego Santa Bárbara y el baluarte de San Carlos contra Las Palmas, haciendo algún disparo San Fernando sin gran resultado.

Bonet y la junta comprendieron que hacía falta gente que oponer a la que en gran número se iba reuniendo en su contra, y se anunció el enganche de hombres de dieciséis a cincuenta años de edad, ofreciendo a los casados dos raciones de pan y dos de menestra con 2 reales, y a los solteros una y la misma cantidad, lo que sirvió de algo, porque el pan empezaba a escasear. A las siete de la noche de este día 16, se alteró la tranquilidad con las voces de «a las armas, a las armas, traición, que nos venden!», y hubo carreras, estruendo de cerrar puertas y ventanas, ayes y lloros de niños y mujeres, toque de generala, tropel y confusión, y al ir cediendo, se oyó una dilatada descarga de fusilería que principió en el baluarte de San Carlos y corrió por toda la muralla hasta la puerta de la Reina. Un pavoroso silencio sucedió a este ruido. Se mandó iluminar la ciudad, que lo fue en el acto, y aquel silencio le interrumpieron solo algunas descargas de fusilería, a las dos de la madrugada, por la parte del pueblo de San Vicente y de la Cruz de piedra de la huerta.

El 17 se anunció con gran cañoneo por la parte de Santa Pola, y a las nueve salieron dos compañías por la puerta Nueva para proteger el embarque de 500 lingotes de plomo y varias herramientas de la fábrica La Británica, disparando en tanto el castillo granadas y bala rasa, secundándole desde el mar uno de los guardacostas. Por la tarde volvió el castillo a hacer fuego contra dos baterías que llegaron a Las Palmas, disparando también el baluarte de San Carlos, el del Molino y batería del Muelle; incendiaron algunas granadas de San Carlos la fábrica Alicantina, y apagaron el fuego las tropas de Roncali, que ya tenia establecido el bloqueo.

La estrechez de este obligó a los pronunciados a establecer tahonas en la iglesia de Santo Domingo, y a exigir al comercio los granos que tenía en los almacenes: escaseaba ya el pan, no sobraba el dinero, y se impusieron fuertes contribuciones a algunas personas, faltándose a lo ofrecido.

Hubo dos horas de fuego el 18; enarboló el 20 bandera negra el castillo; efectuaron en este día algunos movimientos los buques guardacostas de unos y otros contendientes aprovechándose de ellos un buque inglés cargado de bacalao para introducirse en el muelle, y hubo gran cañoneo, que no faltó tampoco el 21; en cuyo día se cortaron los árboles del huerto de Mabili y los hermosos de la alameda de San Francisco, cortándose días después, los de los huertos situados a espaldas de Capuchinos. No disminuyó el ardor de los pronunciados, y hasta para hacer confiar y dar aliento al pueblo, hubo funciones teatrales, ejecutándose en la noche del 23 la graciosa comedia El héroe por fuerza,.

A la vez que Bonet quería prender al alcalde don Cipriano Berges por no haber presentado cierto número de carros que le pidió, fusiló á un paisano, José Martínez, por llevar una carta del campamento, cuya muerte llenó de horror e indignación; puso en libertada algunos presos, y prendió al comandante del correccional por hablar contra Bonet.

 

BLOQUEO DE CARTAGENA

LXVI

El comandante general do Murcia donjuán Antonio Pardo, dirigió al día siguiente de regresar a la capital, el 19, una alocución a sus habitantes, participándoles su triunfo en Elda; que había ocultos y menguados traidores que no queriéndolos á su alrededor, se fueran lejos, porque estaba decidido a exterminarlos y a proceder inexorable contra los cómplices y criminales.

El 15 entraba en Murcia la división Córdova; salió el 16 para Cartagena, precediéndola el general Concha a la cabeza del batallón de nacionales de aquella capital, 300 caballos de Lusitania y carabineros. Pernoctó Concha en Balsapintada, conferenció el 17 en Lobosillo con Córdova, avanzó el 18 hasta Pozo Estrecho, se le unieron unos 500 nacionales de Lorca, y el 19 otros tantos de Ciezar, que con los de Yecla, Caravaca y otros puntos reunió unos 2.000 hombres de esta milicia, que cubría una buena parte de la extensa línea de bloqueo.

Para impedir los trabajos de sitio obraron con actividad y acierto los buques pronunciados, así como las baterías y las tropas en las salidas efectuadas; pero cada vez allegaba Roncali mayores elementos, y ya pudo el 17 ordenar el bloqueo, cerrándole completamente por mar y por tierra, autorizando a la vez desde Villafranqueza al comandante general de las tropas de operaciones sobre Cartagena para determinar los puntos de la línea de bloqueo terrestre sobre aquella plaza, estrechándose después más el de Alicante, hasta el punto de estar las tropas del gobierno por algunos puntos a tiro de metralla.

El bloqueo llegó a precisarse y con rigor; y a la vez que Roncali dirigía el sitio de Alicante desde Villafranqueza, Concha estableció su cuartel general en la torre de Leo-Matorno, y Córdova en la casa de Berri, ambos frente a Cartagena, trasladándose el jefe político con las oficinas, de Pozo Estrecho a Albujon, fijando su residencia en una hermosa posesión del conde del Valle de San Juan, uno de los jefes del pronunciamiento de Cartagena.

Córdova publicó el 22 un bando estableciendo el bloqueo a tiro y medio de cañón de la plaza, determinada la línea en los puntos fijos que ocupaban a la sazón, el 22, imponiendo la pena de ser pasada por las armas toda persona de cualquier sexo o condición que fuese aprehendida entre la plaza y la línea; que los vecinos de los caseríos situados en el terreno vedado se proveyeran de un seguro firmado por el diputado de su territorio, autorizándolos además el general con un pase; los que por la dirección de Escombreras, o atravesando las montañas inmediatas a la plaza se les aprehendiese con víveres para la misma, y los encargados de las fábricas de fundiciones que permitieran se condujera a la plaza plomo en cualquier cantidad, serían pasados por las armas, y que todos los ganados se retirarían a dos leguas, pues los que se encontraran a menos distancia, sin su autorización, serían destinados en beneficio de las tropas, y sus dueños o conductores juzgados por el consejo de guerra permanente.

A la vez introducía Córdova confidentes en la plaza, en la que hacía penetrar esta proclama: «Soldados: la bandera de la traición, en la cual os han comprometido algunos desleales oficiales, no es la que deben seguir los soldados españoles que defienden a su reina y a la libertad. Vuestros jefes os engañan para abandonaros después cobardemente, fugándose en el vapor que tienen preparado. Catalanes: no defendáis a oficiales que hacen la guerra a nuestra reina; veníos y volveréis a vuestras casas con el auxilio de marcha que han recibido algunos de vuestros camaradas. Soldados de Gerona: acudid sin temor a uniros a vuestros compañeros, que os esperan con los brazos abiertos. Franquead las puertas de la plaza y castillos a vuestros hermanos, para no derramar inútilmente sangre española.—El general, Fernando Fernández de Córdova.»

El jefe político, con motivo de la próxima llegada a Valencia de la reina Cristina, dirigió desde el cantón de Alhujón, el 27, una alocución a los habitantes de la provincia, participándoselo con gran pasión política, y diciéndoles: «espero con seguridad que haréis manifestaciones públicas de vuestras virtudes y patriotismo en ocasión tan solemne.»

 

MALA SITUACIÓN DE LOS PRONUNCIADOS

LXVII

Por más esfuerzos y ofertas que se hacían y planes que se fraguaban, el pronunciamiento proyectado fracasó, quedando reducido a Alicante y Cartagena y a algunos pueblos insignificantes, aun cuando se preparó una gran revolución en España y Portugal, donde no faltaron también pronunciamientos. Tuvieron las juntas de Alicante y Cartagena que limitarse a sus propios esfuerzos, y obrar por su cuenta. Hasta los recursos escaseaban, y hubieron de efectuarse algunas algaradas como la verificada en la mañana del 11 de Febrero: cuatro faluchos guardacostas con bandera mercante y alguna tropa de desembarco y presidiarios se presentaron a la vista de Torrevieja, produciendo algo de confusión en el pueblo: se reunieron las autoridades, huyeron muchos, saltaron los pronunciados a tierra al mismo tiempo por cuatro puntos a la vez, y cortaron la retirada a los que huían. Apoderáronse los invasores de la caja de la administración de las salinas, las sales de la era y todo el resguardo; se, embargaron buques para conducir la sal a Cartagena; hicieron efectivos algunos créditos a favor del Estado, y al cabo de nueve horas regresaron a su destiño, quedando escondidos algunos soldados de Gerona para entregarse. Los vecinos de Torrevieja distinguieron a los invasores por su buen comportamiento.

La situación de los pronunciados era cada día menos lisonjera; en Alicante y en Cartagena se tomaban las fuertes y extremas determinaciones que les aconsejaban lo crítico de las circunstancias; aunque todos querían extralimitarse lo menos posible por no desacreditar su bandera, ya que la empresa había fracasado: no bastaba sólo el buen deseo; así que el 26 se presentó Bonet en la Aduana, y mandando abrir sus almacenes, sacó 108 piezas de paño depositadas por comerciantes, y lienzos pertenecientesa comisos. Les envió al Ayuntamiento, se ordenó bajo la multa de 100 reales la presentación de todos los maestros sastres con tijeras y medida; se proveyó de la misma manera de cueros, e hizo el mismo llamamiento á los zapateros; construyó lanzas con las varas de los palios de las iglesias, y exigió bacalao y alubias á quienes las tenían. El peligro arreciaba y había menos escrúpulos.

Era ya evidente que se preparaba el bombardeo, porque todos los días se veían desembarcar piezas o pertrechos, y aunque trataban de impedirlo por tierra los pronunciados, sólo conseguían alguna que otra vez que se hiciera más trabajosamente, ocasionándose algunos pequeños encuentros, con pérdida de ambas partes, que la reemplazaban los de Alicante obligando á tomar las armas á los que hasta entonces habían dejado de hacerlo.

 

DISPOSICIONES DE LA JUNTA DE CARTAGENA ALOCUCIONES

LXVIII

En cuanto la junta de Cartagena supo que las tropas bloqueadas habían tomado posiciones en la línea de Albujón y Balsapintada, declaró el 18 de Febrero la plaza en estado de guerra, y que los actos que tendiesen a entorpecer o contrariar las disposiciones de la autoridad militar o que atentaran de algún modo a la seguridad de la plaza, serían juzgados por un Consejo de guerra permanente, quedando los tribunales en el ejercicio de bus funciones en todo lo relativo á los delitos comunes.

A su virtud, el general don Francisco de Ruiz, comandante general de las fuerzas de la provincia de Murcia y presidente de la junta de jefes creada para la defensa de la plaza, mandó que al toque de alarma las tropas y empleados ocuparan los puntos que se les tenía detallado; que los alcaldes de barrio y demás autoridades dependientes de la municipal, con los vecinos honrados, patrullaran para que no se alterase la tranquilidad pública, que las armas y efectos de guerra que tuviesen personas que no perteneciesen al ejército ni a la Milicia nacional, o no estuviesen autorizados para ello, las entregasen en el término de veinticuatro horas, so pena de ser considerados enemigos de la causa nacional y juzgados por la comisión militar; se imponía la misma pena á los que de palabra, o por escrito vertiesen especies o ideas que debilitaran el espíritu público o contrariasen de cualquier modo la defensa de la plaza; que el que intentase promover la desobediencia a las autoridades o sembrase el desaliento en las tropas, se consideraría como promovedor e instigador, y sufriría la pena de muerte, con arreglo al art. 26, tratado 8., tit. X de las reales Ordenanzas; que los vecinos iluminaran las fachadas da sus causas si la alarma fuese de noche, y si de día, no pusieran en los terrados y sitios altos de los edificios ropas ú otros efectos con los que se pudieran hacer señales a los enemigos, y los que comunicasen con las fuerzas enemigas de mar y tierra, o les facilitasen noticias, víveres u otros efectos, serían juzgados y se los impondría la pena de muerte. Al mismo tiempo dirigió una alocución a las fuerzas que operaban en la plaza, alentándoles a la defensa.

El Ayuntamiento, excitado por la junta, invitó a los vecinos que estaban en descubierto, por atrasos de contribuciones, que satisficieran sus débitos en el preciso término de veinticuatro horas; cuyos recursos, decía, habían de contribuir á la salvación de la libertad, amenazada por desgracia; por lo que acreditarían su patriotismo pagando puntualmente, evitando así a las autoridades acudir a las medidas de rigor prevenidas por las leyes.

A la vez, el Boletín, que publicaban los pronunciados en Cartagena, decía que «ni había dado el grito de libertad a impulsos de intrigas extranjeras, cómo calumniosamente se ha supuesto en los periódicos que sirven de órgano al gobierno de Madrid; ni se ha rebelado contra el Trono; la majestad que le ocupa ha sido el primer pensamiento de todos los que en tan noble causa han tomado parte; salvar á nuestra inocente, y querida reina es el deseo universal, así como también desechar de su lado a los consejeros perniciosos y demás personas que con su maléfica influencia son la causa única y exclusiva del disgusto general que experimentan todos los pueblos de la monarquía».

No faltaron algunos pequeños tiroteos en diferentes salidas; se tiroteó el 20 la Milicia de Santa Lucía, y algunos catalanes con una descubierta de caballería el 22: ayudados aquellos milicianos por las*compañías de granaderos y tiradores del; batallón de Murcia, hicieron un reconocimiento sobre el castillo de San Julián.

El jefe político de Murcia, obró activo en tan criticas circunstancias. El 17 dirigió una alocución a los cartageneros y milicianos nacionales, convidándolos con la paz, e inoportunamente decía a renglón seguido que, «sabía que se hallaban oprimidos por un puñado de soldados tan desleales como ingratos, por un aduar de bandidos escapados de la acción de las leyes, y que nada deseaban más que arrojar de entre ellos aquellas hordas de forajidos, aquellos militares indignos del nombre español, y que amaban a su reina, a la Constitución y a la patria: que calaran sus bayonetas y atacaran á los enemigos de su reposo, que habían escogido sus calles y plazas para campo de maldades; que los arrojaran de sus murallas, empresa fácil y de éxito seguro y honra; que Alicante estaba para caer; diez mil soldados delante de ellos para apoyarles; que obraran, pues de lo contrario todas las calamidades de la guerra iban a caer sobre ellos y sus familias».

No quisieron los pronunciados que pasara desapercibida esta alocución, que calificaron de calumnioso libelo, diciendo que por respeto al público y dignidad, no descendían al lodazal de las personalidades, aunque podían hacerlo con ventaja; acusaban al jefe político por sus arbitrariedades y tropelías; causa de haber enarbolado Cartagena el pendón de libertad; rechazaban la idea de que él vecindario estuviera oprimido por un puñado de soldados que llamaba desleales, cuando en mil combates habían derramado su sangre «por afianzar el trono, que un hombre estúpido le quería usurpar, y con quien ahora se estaba en negociaciones para enlazar su descendencia con la inocente Isabel»; que el pueblo de Cartagena, salvas muy pocas excepciones, había tomado una parte muy activa en aquel alzamiento, mirado como la única tabla de salvación para la libertad; que los calificados de aduar de bandidos, eran personas respetables por más de un concepto, de más independencia que él y más veraces, y después de algunas otras líneas, reprodujeron a continuación en el Boletín la proclama de que se trataba, fechada en el cuartel general al frente de Cartagena. También reprodujeron la alocución del comandante general don Juan Antonio Pardo, fechada en Murcia el 19, en la que comunicaba a los habitantes de la provincia el triunfo obtenido en Elda, y se indignaba contra los traidores ocultos y algunos a su alrededor.

Aunque las circunstancias eran más para obrar que para hablar, también el general Ruiz dirigió el 24 su alocución a las tropas de Cartagena, manifestándoles que al aceptar el honroso cargo que la junta de gobierno le confiara, no desconocía su gran responsabilidad; que la vida de los soldados, la fortuna y porvenir de las familias y el triunfo y consolidación de los principios políticos, base del alzamiento, eran los objetos sobre los que se fijaba su incesante atención; que contaba con el valor y disciplina de las tropas y de la Milicia nacional, y la ayuda de la junta y autoridades, que hasta la sazón superaron todas sus esperanzas y llenaron sus deseos; que cumplió lo que se había propuesto de no ser el primero en romper las hostilidades, porque de lo contrario muy pronto se hubiera visto salpícala en sangre la tierra que pisaban los enemigos; los cuales irían a abrazar a sus compañeros con quienes habían compartido la gloria de anonadar la tiranía en los campos de Aragón, Cataluña, Galicia y Provincias Vascongadas; que pronto su bandera tremolaría vencedora en toda la península, y cuando libre el trono de Isabel II, de las sugestiones de sus pérfidos y traidores consejeros se afianzasen los derechos constitucionales, habrían cumplido con los deberes de buenos ciudadanos, y recordaría siempre con placer haberles ayudado en tan ardua empresa.

El 29 prohibió la junta salir y entrar en Cartagena a toda clase de personas, fuesen solas, con bestias o carruajes, excepto los vecinos de Santa Lucía, San Antonio Abad y Hondón, que trasportasen a la plaza frutosoefectos de consumo o se dirigieran a recoger basuras, llevando pase de los diputados de dichos barrios: se adoptaban para ello ciertas medidas de precaución, así para la salida de los labradores con sus yuntas, destinadas a la labranza, y para las lavanderas u otras mujeres que salieran a lavar ropa al arroyo inmediato al glasis de la puerta de Madrid y lavadero de la huerta de Rodríguez en Quitapellejos o parajes intermedios, sin pasar los límites que se marcaron.

Para prevenir la escasez de víveres, se anularon los derechos de puertas, aunque no los arbitrios locales y municipales, que continuarían exigiéndose, y sujetos al pago de los mencionados derechos los géneros ya introducidos, etc., etc. Por otro decreto se permitía también la introducción libre de todo derecho, de los granos, harinas, aceites, carnes, vinos y aguardientes de procedencia extranjera, con cualquier bandera que fuesen conducidos.

A la vez que se tomaban estas providencias, el órgano de la junta se felicitaba de que, a pesar de lo excepcional de la situación, no se hubiese alterado en Cartagena la tranquilidad pública; que los de todas opiniones y antecedentes vivían tranquilos, sin que el menor insulto ni el más pequeño exceso les inquietase; que, como su resolución era hija de sus convicciones y de la buena , se explicaba esta conducta laudable, no permitiendo se confundiera aquella situación con los motines o insurrecciones nacidas de miras mezquinas y depravadas que estando el enemigo a la vista, y cuando el principio de conservación y amor propio autorizaban medidas violentas, apenas se adoptaron las más indispensables, sin que pesaran sobre determinadas personas y sin ocasionar el más insignificante vejamen; que hasta entonces, y cuando la junta tenía que sufragar considerables gastos, pesando sobre la misma todas las atenciones públicas, no había decretado una exacción, y creían no llegaría el caso de hacerlo: comparaba esta conducta con la del gobierno y la de los que dirigían el bloqueo de la plaza, aprisionando aquel a muchos ciudadanos, e imponiendo los segundos contribuciones de todo género y atacando la propiedad: «se llaman delegados de un gran poder, y dicen que cuentan con toda la nación, y se muestran más tímidos y necesitados que los que estamos dentro de estos muros;» desmentían que hubiera escasez en Cartagena, pues los artículos de consumo se ofrecían en abundancia y á los precios de siempre, y el pueblo sabía que las carnes muertas no se habían vendido hacía muchos años, ni tan baratas, ni de tan buena calidad como entonces.

Firme y decidida voluntad, interés, actividad e inteligencia había necesitado y necesitaba la junta de Cartagena para hacer frente a tantas y tan apremiantes necesidades, sin lastimar intereses particulares, y atendiendo con puntualidad a inmensos gastos; mostrándose no menos infatigable el general Ruiz en lo militar inspeccionándolo todo, fortificando y artillando los abandonados castillos de San Julián y de Despeñaperros. Carecían, sin embargo, los pronunciados, de caballería, pues era insuficiente la que tenían, y escribieron en el Boletín «que quisieran que los honrados cartageneros y cuantos tuvieren algún caballo, hiciesen en obsequio de la justa causa que defendían, entrega de él al comandante que entendía de la requisa.» Bastantes se habían presentado, pero bastantes también supusieron ventas o endosos a militares para eximirlos de la requisa; así hubo que anular toda venta de caballos hecha con posterioridad al decreto de requisa.

El vicepresidente de la junta de Alicante; don Antonio Verdú, que había ido  a Cartagena en comisión para aunar los elementos de resistencia de ambas poblaciones, pues a las dos solas se había limitado la revolución proyectada, con tantas ofertas fallidas y esperanzas defraudadas, porque muchos habían faltado, y algunos, no pocos, se jactaron después de lo que debiera avergonzarles, si decoro tuvieran, regresó a Alicante más desengañado que satisfecho. Interceptado en su viaje, volvió a Cartagena, auxiliando á la junta en sus trabajos, y tomando parte en sus deliberaciones.

Esta, para dar una prueba de lo gratos que le eran los servicios que los oficiales de los batallones primero y tercero de Gerona prestaron, tomando una parte directa en el alzamiento de la plaza el 1° de Febrero, concedió el 29 el empleo inmediato a todos los oficiales, siempre que continuasen sirviendo bajo la misma bandera, y llevasen dos meses en el empleo que al presente obtenían, considerándose estos ascensos en comisión hasta que fuesen aprobados por el gobierno que se constituyese a consecuencia de aquel alzamiento. Esta gracia se hizo extensiva á los demás oficiales, ya sueltos o ya pertenecientes a otros cuerpos, que acreditaran hallarse en el primer caso.

En el mismo día 29, deseando aquella corporación solemnizar el alzamiento de Alicante y Cartagena de una manera, dice, que demostrara los sentimientos de humanidad y beneficencia de que se hallaba animada, y para retribuir de algún modo el celo y actividad con que se condujeron los confinados en el presidio en los trabajos de fortificación en que se emplearon, decretóse en nombre de la reina el indulto a todos los confinados que siendo aptos personalmente para los trabajos o las armas, no debieran ser excluidos del goce de esta gracia por la calidad de sus condenas, y que la calificación de éstas se haría con estricta sujeción a los decretos de indultos generales.

Todo esto, y aun algo más iba ya siendo necesario, porque se prolongaba el triunfo que se ofreció inmediato, y no se ignoraba que el alzamiento no era secundado, pues no descuidaban los sitiadores introducir periódicos en la plaza y escribir á los amigos y aun a los agentes con que contaban para infundir desconfianzas y desaliento. Hija de ellas fué sin duda la alocución que el 3 de Marzo dirigió la junta de Cartagena a sus habitantes, para que sólo ocuparan las murallas las personas armadas encargadas de la defensa de la plaza.

La aprehensión el 3 de unas 70 cabezas de ganado cabrío por las fuerzas sitiadoras, de que dió cuenta Córdova como de un hecho notable, por cogidas bajo el fuego del castillo de Moros, dijeron los pronunciados que lo hicieron porque los caballos que se adelantaron ostentaron bandera blanca en una lanza, y a favor de esta estratagema se apoderaron del ganado y se le llevaron, a pesar de los disparos del castillo.