HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE ESPAÑA. ANALES DE LA GUERRA CIVIL: 1833 - 1886LIBRO PRIMERO . LA COALICION TRIUNFANTESEGUNDA PARTE
LA
JOVEN ESPAÑA. GONZÁLEZ BRAVO
XXVIII
De esta rara
y anómala complicación nació la idea de formar un tercer partido, en el cual se
alistase la juventud del Congreso, y que en el momento de la lucha hiciera
inclinar la balanza a donde sus intereses lo exigieran.
Tan antiguo
como injusto o irrealizable es este pensamiento en los partidos. Todos ellos a
su vez, atribuyendo sus errores, sus desgracias, a los que los han acaudillado
al parecer y dirigido, se proponen excluirlos como medio de evitar que se
reproduzcan. Justo sería esto si fuesen imputables a los que el acaso u otras
causas llaman a dirigir los negocios públicos durante la dominación de cada una
de las banderías que se disputan el mando; pero se olvida que las banderías
mismas son las que cometen los errores que les arruinan; que las más veces, los
que por sus jefes son tenidos, debieran ser considerados como sus agentes y
esclavos, o que el mayor número de sus determinaciones, es más bien efecto de exigencias
a que no pueden resistir, que el resultado de sus propias ideas y convicciones.
De aquí la injusticia de eliminarlos después de la exagerada abnegación, a
veces, con que han prestado a su partido servicios, jamás, acaso, bastantemente
recompensados; y es irrealizable, porque pocos, por lo común, conciben
semejante pensamiento, a no ser estimulados por la ambición y el deseo de
elevarse más pronto de lo que merecen. La experiencia ha acreditado que tal es
casi siempre el objeto de tan vituperable proceder, y muy pronto se encuentran
solos empeñados en una lucha, cuyo resultado no es otro que crear rivalidades,
engendrar prevenciones, y aun odios, y dar acaso más importancia que la que
antes tuvieran y quizá merecen, a las personas que son objeto de lo que no pasa
de ser una ingratitud.
Intentóse, sin embargo,
decididamente la formación del tercer partido, que muy pronto vino a ser
conocido con el nombre o apodo de la Joven España. Claro y ostensible apoyo le
dio el señor Olozaga, y su nombre sirvióle de
bandera; lo cual llamó altamente la atención; porque no parecía creíble que
tratara de deshacerse de estorbos que le obstruyeran el camino de su brillante
carrera. Tiempo hacía que de derecho era dueño de la primera posición, digno de
ella por su talento, y no necesitaba de los medios que ambiciosos de segundo y
tercer orden tienen que emplear para conquistarla; pero era antigua su manía
por la juventud, de la cual recibió por cierto bien triste desengaño. Mal
avenido además con las exageraciones de los partidos, era su ilusión entonces dominarlos
por el Parlamento, y para conseguirlo, creyó conveniente organizar los
elementos, que de ellas al parecer no participasen. Buena era su intención; mas
apenas puede concebirse cómo se ocultó a su penetración que los más de los que
se aprestasen a auxiliar su empresa, se proponían otras miras que las de
plantear pensamientos justos y conciliadores, y que desde el momento en que no
pudiese o no quisiera satisfacerles, se convertirían en sus más encarnizados e
implacables enemigos, cual la experiencia vino pronto a acreditarlo, pareciendo
imposible se ocultase a su previsión, nada común. De esas filas, que él procuró
organizar, salieron sus acusadores y los ministros que hasta el cadalso se
habían propuesto llevarlo, a la sombra de un suceso que la Europa oyó con
asombro, y presentaremos con más exactitud que la que por decoro del trono
fuera de desear.
González
Bravo fue el ejecutor del pensamiento, que supo convertir prontamente tan en su
provecho. Dejando a un lado sus antecedentes, harto sabidos por desgracia suya,
y porque ya no existe, conviene conocer su historia desde que se sentó por
primera vez en las Cortes de 1841, empezando a desempeñar un papel importante,
pues sus primeros pasos correspondieron a lo que de él podía y debía esperarse.
Colocado
siempre en la línea más avanzada, a todo hizo oposición; defendía toda idea o
principio exagerado; combatía todo acto que revelase en el gobierno
convicciones y energía; sostuvo con calor la regencia trina, sin reparar en los
medios, y condenando entonces lo que antes había aplaudido con frenesí; y al
verse censurado porque sostenía en una discusión lo que como escritor había
combatido, demostró su moralidad política diciendo que, siendo las posiciones
distintas, nada tenía de extraño lo fuesen también las armas de que se valía:
que para hacer la oposición, todo era sin excepción permitido, y que cuanto con
este objeto se dijera o hiciese, no producía compromisos ni deberes de ninguna
especie.
Se unió a la
oposición que acaudillaba López contra el regente; peleó con la violencia y
exasperación que da el despecho de esperanzas defraudadas; abandonó en 1842 a
la fracción de López, diciendo que no había en ella pensamiento; se introdujo
en la de Olozaga, moderó algo sus ímpetus por su oposición racional y decorosa,
se conocía que se había propuesto crearse un porvenir, y para conseguirlo
sacrificaba sin dificultad todas sus anteriores relaciones y compromisos.
Sin
violencia, aunque con reserva, fue acogido en aquellas filas, y más de una vez
notaron su empeño en hacer alarde de la amistad y benevolencia de Olozaga,
Cortina y otros, que no ignoraban, por cierto, ni lo que de su capacidad podía
esperarse, ni lo que de él por sus antecedentes podía temerse; pero en los
Congresos; el voto forma las alianzas, y no se acostumbra á repudiar á los que
contribuyen al triunfo de determinadas ideas.
Comprometido
en la revolución contra el regente al lado del general Serrano, como hemos
expuesto ya en otra obra, creyó llegado el momento de realizar sus esperanzas,
y de obtener lo que por tantos medios se había propuesto conseguir; y ya en las
Cortes de 1843, arrojó la máscara, y decididamente trató de ser ministro,
aunque sin discurrir jamás dar su nombre á un gabinete ni presidirlo: sólo
dirigió todos sus esfuerzos á asociarse á quien pudiera, en su juicio, hacerlo
y lo aceptase.
Descollando
Cortina en aquella situación, procuró González Bravo averiguar sus intenciones;
y como no lo conseguía por medios indirectos, le preguntó de un modo muy
explícito si aspiraba al ministerio, y lo que pensaba respecto A su persona. La
contestación, que no olvidó González Bravo, y oímos de sus labios, fue: «que
era su ánimo resistir cuanto pudiese volver al poder, porque la época en que lo
ejerciera le había dejado muy desagradables recuerdos y harto tristes
desengaños; pero que conociendo sus deberes en la vida parlamentaria, jamás se
negaría, a pesar de su repugnancia, a ser otra vez ministro, a aceptar tan
espinoso cargo cuando se le ofreciese en alguna de aquellas circunstancias que
no puede sin deshonor rehusarse».
A esto se limitó
la respuesta, sin decirle nada que ni remotamente pudiera hacerle concebir
esperanza de que contase con él en ningún caso. Cortina creería, y con razón,
ser indispensable el trascurso de no poco tiempo, y una larga vida pública sin
mancha, para hacer olvidar sus antecedentes hasta el punto decorosamente
preciso para que pudiera ser ministro de Isabel II el que había denigrado a su
madre del modo que él lo hiciera en los célebres folletines de El Guirigay.
Viendo Bravo
entonces que nada podía esperar de Cortina, se dirigió a Olozaga, y al poco
tiempo apareció como agente y promovedor de la organización de la Joven España.
Si hubiera
de juzgarse de lo que entre ambos pasara, antes de decidirse González Bravo a
trabajar tan eficazmente en favor de Olozaga, como lo hizo, por lo que sucedió
con Cortina, podría suponerse que le ofreciera darle puesto en el gabinete que
debía formarse, como él mismo aseguró con repetición y sin reserva. No de otro
modo puede creerse se lanzara tan resueltamente a luchar el que tenía por único
norte de todas sus acciones la conquista de tan deseada posición pero
conociendo a Olozaga, no es creíble pensara asociárselo cuando formase un
ministerio, ni que se hubiese comprometido a tomarlo por compañero; lo
verosímil es, que no hubo de hablarle con toda la claridad y resolución
necesarias para que entendiese el que vivía preocupado con la idea y proyecto
de ser ministro hasta un punto apenas concebible, y que ofertas o indicaciones
que el señor Olozaga le haría, las entendió acaso en diverso sentido que el que
realmente tuviesen.
Grandes
fueron, por esta causa sin duda, los esfuerzos para llevar a cabo la
organización apetecida; y a los pocos días apareció en el Congreso una especie
de centro izquierda, en el cual se reunieron elementos bien heterogéneos por
cierto, afectándose un puritanismo que nadie creía, y bien pronto completamente
desmentido.
Tres
ministros nada menos salieron de sus filas; otros lograron altos puestos, y
algunos hicieron en poco tiempo rápidas y sorprendentes fortunas.
REUNIONES
PREVIAS—ROMPIMIENTOS —ELECCIÓN DE PRESIDENTE DEL CONGRESO
XXIX
Se acercaba el día de la elección de presidente, y todas las
fracciones, menos la de los progresistas, trabajaban para obtener el triunfo;
absteniéndose estos cuidadosamente, para no dar ni aun pretexto de rompimiento,
de tener reunión de ninguna especie, y reservaban el momento de manifestar sus
opiniones y deseos en una general que se aseguraba había de convocarse, como
sucedió en efecto, y concurrieron a ella sin ninguna combinación previa y
resueltos a obrar con lealtad y franqueza. No las había en otros, y se sorprendieron
grandemente cuando supieron, la misma noche en que debía verificarse, que la
Joven España había celebrado juntas, y ocupádose en
ellas de la cuestión de presidencia, y que los moderados que a ella no
pertenecían la habían resuelto a su placer, con el acuerdo de personas extrañas
al Congreso y que trataban descaradamente de imponer su voluntad a los
progresistas, haciéndoles servir de instrumentos para realizar sus miras y
planes, harto conocidos ya.
Bajo esta
desagradable impresión, empezó la conferencia general que se celebró en el
edificio del Congreso, apresurándose Isturiz, apenas abierta, a pedir la
palabra, y partiendo del supuesto de que al nombrar presidente se nombraba
también la persona que más adelante había de formar un ministerio, indicó al
señor Olozaga como el más a propósito en aquellas circunstancias. El señor
Ovejero, haciendo de Cortina los justos y debidos elogios, le propuso para tan
elevado cargo, lo que obligó al propuesto a explicarse con franqueza y claridad
en tan solemne momento. Combatió como un error el que se ligara tan
estrechamente la presidencia del Congreso con la del Consejo de ministros;
expuso las fatales consecuencias que no podrían menos de resultar, y contrayéndose
a la cuestión, dijo terminantemente que «con él no se contase de manera
ninguna, porque ni estaba conforme con la situación que se había creado, ni
dispuesto, por consiguiente, a aceptar las consecuencias que al nombramiento de
presidente querían atribuirse.»
Pidal,
apoyando la candidatura Olozaga, combatió las razones en que la había fundado
Isturiz, que éste se apresuró a explicar satisfactoriamente; Garnica se opuso
con acaloramiento a la elección de Olozaga, y los moderados, que ya vieron
evidente el cisma introducido entre los progresistas por la Joven España,
gozaron y se afirmaron más en sus propósitos, viendo cada vez más fácil acabar
con aquellos, aguardando solo la primera coyuntura.
Olozaga,
propuesto por sus naturales adversarios y rechazado por sus antiguos amigos, se
vio precisado a hacer una declaración de principios, aceptando los hechos
consumados, y considerando la revolución terminada, debiéndose partir de lo que
existía para llegar a la consolidación del pronunciamiento.
Evidente el
desacuerdo entre Olozaga y Cortina, propuso Martínez de la Rosa se retirasen
ambos a conferenciar entre sí y determinar lo conveniente en la cuestión de
presidencia, comprometiéndose todos a votar el sujeto que ellos propusieran; y
como ya se había retirado Cortina, los progresistas consideraron la proposición
como un lazo, pues era lo mismo que excluir a ambos. Desechóse,
y se indicó a don Manuel Cantero, que había sido vicepresidente, como
candidato: no hubo unanimidad necesaria, y se disolvió la junta para reunirse
cada bando de por si, evidenciándose el rompimiento de la coalición.
Vuélvensa
reunir todos los diputados al día siguiente en el salón de conferencias, poco
antes de la sesión pública; trátase de nuevo de la elección de presidente, y
fundándose los moderados en lo que del modo más resuelto había dicho Cortina el
día anterior, combatieron con todas sus fuerzas su candidatura y sostuvieron la
de Olozaga. Este mismo empeño irritó a los progresistas, les inspiró recelos y
desconfianzas, y fue causa de que se obstinasen en nombrar a Cortina
presidente. Acabóse aquella reunión, e
instantáneamente se dividieron los campos: los moderados se reunieron de nuevo
en la misma sala de conferencias, los progresistas en la de comisiones, y unos
y otros discutieron con acalorado interés lo que de ninguna manera podían
arreglar separados y aisladamente. Cortina procuró persuadir a sus amigos
votaran a Olozaga, resuelto como estaba a darle su voto; mas nada pudo
conseguir, porque la irritación había llegado a un punto inconcebible, tanto
más de lamentar, cuanto que, sin embargo de ser las dos y media, no había
podido abrirse la sesión por esta disidencia, lo cual era causa de no pequeño
escándalo en tan delicadas circunstancias.
Convocóse otra reunión general, en
la que se intentaron diversos medios para buscar solución a aquel conflicto;
hasta se recurrió a que los dos competidores hicieran una profesión de fe
política, que fue exactamente igual, y reducida a no más revoluciones ni reacciones;
ni aun hecho esto, desistieron unos ni otros de su resolución respectiva, y
aunque no había fundado motivo para desconfiar los progresistas de Olozaga,
como a tanta costa demostró bien pronto que no iba a la reacción, el
presentimiento de que ésta se preparaba y de haber sido propuesta por los
moderados la candidatura de aquél, resucitaron las prevenciones que contra él
había, y fueron la causa de que se le combatiese con tanta irritación y
encarnizamiento. Convínose al fin, en votar a
Cantero, y abierta la sesión cerca de las tres, reunió éste 40 votos, 38
Cortina y 31 Olozaga; repetido el escrutinio, quedó éste elegido por 66 votos,
habiendo obtenido Cortina 43 y 7 Cantero. (Para vicepresidentes fueron
designados, después de varias votaciones, los señores Alcoa, Mazarredo, Pidal y
González Bravo: y para secretarios Roca de Togores, Nocedal, Salido y Posada
Herrera).
Los
resultados de tan empeñada contienda fueron la eliminación de los progresistas
de la Mesa, exceptuando al señor Alcón, con quien se transigió, no sin gran
oposición, por creerlo acaso inofensivo, y el repartimiento de todos los cargos
de ella entre los moderados y los de la Joven España.
La lucha
iniciada era natural. Se habían coaligado partidos opuestos para un fin común
de destrucción; conseguido, empezaron a desconfiar uno de otro; cada cual
aspiraba a sobreponerse, y la victoria no podía menos de sonreír al más fuerte
o al más audaz, y así sucedió.
OLOZAGA
PRESIDENTE DEL CONGRESO—SUS PRESENTIMIENTOS
XXX
No podía
ocultarse a Olozaga la grave trascendencia de su elección, y al ocupar la silla
presidencial pronunció este breve discurso, que revela sobradamente sus tristes
presentimientos en aquel instante:
«Señores: El
Congreso no extrañará que no le dirija la palabra en los términos en que en
otras circunstancias lo haría naturalmente. Tampoco esto es necesario para que
todos se penetren de mi profundo reconocimiento por el honor que me ha
dispensado el Congreso. Excuso decir que procuraré corresponder a él en cuanto
me sea posible, y que cuento para ello con el auxilio y cooperación de los
señores diputados. El número de votaciones que acaba de presenciar el Congreso,
indica que se limita a este sitio la significación política de la formación de
la Mesa. También debe considerarse que los nombres que hayan podido entrar en
primera votación, tampoco pueden marcar ningún disentimiento político, por ser
conocidas y sabidas las relaciones que unieron a los individuos elegidos con
los que se han quedado fuera de la elección. Por el momento, señores, lo único
que ruego al Congreso es que, considerando la situación del país y la gran
misión que le está encomendada, vea de conducirse con la tolerancia y
circunspección que es de esperar dé la ilustración y patriotismo de los señores
diputados, y que para ello cuento con los esfuerzos, aunque cortos, de los que
hemos tenido el honor de ser elegidos».
PRONUNCIAMIENTO
DE VIGO
XXXI
Mientras los
sucesos políticos se encadenan y precipitan, acabemos de dar cuenta de los
pronunciamientos centralistas, restándonos sólo el verificado en esa bella y
privilegiada región de España, que confina al N. y O. con el Atlántico, que
tiene ríos como el Sil de arenas de oro, valles encantadores, trabajadores
sufridos y valerosos habitantes, distinguidos siempre por su liberalismo.
El brigadier
don Fernando Cotoner, capitán general interino de Galicia, logró restablecer la
obediencia al gobierno, por el pronto al menos, sometiéndose las juntas sin
necesidad de conferenciar con sus comisionados, como se propuso y lo manifestó
en la alocución que dirigió el 12 de Agosto desde Lugo a los habitantes y a los
soldados del quinto distrito, aunque no dejó de tener des pues algunas
conferencias para la completa sumisión de todo el antiguo reino de Galicia.
Sólo quedó en él la junta de Orense, para que hiciera las veces de Diputación
provincial, por haber sido ésta disuelta.
Hemos dicho
por el pronto, porque los sucesos de Aragón y Cataluña mantuvieron vivo el
espíritu político de los esparteristas gallegos, que
el 23 de Setiembre se alteraron en Lugo, si bien lograron restablecer la calma
las autoridades y prendieron a los hermanos Chicarros; sin que tuviera mejor
resultado el pronunciamiento intentado a la vez en Vigo, Pontevedra y otros
puntos. Mas no era por falta de elementos, sino de dirección acertada, a pesar
de los esfuerzos de los señores Ibarrola y Budiño,
juez y fiscal respectivamente, Buch, Mulins, Fontano,
Carballo, Usaleti, López, Gallego, Pérez y otros,
hasta que el 23 de Octubre, alentados en Vigo por los pronunciados en León, que
necesitaban pronta ayuda, comenzó la excitación, pasándose la noche; sin más
novedad que reunirse los nacionales en algunos barrios.
Publicóse la mañana siguiente la
ley marcial y el desarme en una hora de la Milicia; rompiéronse los bandos, aclamando la junta central; trató el provincial de Lugo de
apoderarse del Ayuntamiento, y una pequeña parte del regimiento de Zamora del
Principal; pero resistió la Milicia y se retiró el provincial a la plaza,
herido su coronel y dos más, cambiándose algunos tiros, hasta las tres que se
retiraron las tropas al fuerte de San Sebastián y de Castro; abandonaron el
primero, y defendido el segundo por el coronel de artillería Navarro, se
opusieron a la resistencia los oficiales de Lugo que le guarnecían, pretendió
volarlo y perecer con todos, hasta que tuvo que aceptar una capitulación
honrosa.
Algunos
oficiales de Lugo tomaron parte en al pronunciamiento, aunque parece que eran
bastantes más los comprometidos, y se formó una junta presidida por don Ramón Buchy, vocal secretario don Bernardo Arrom y Vidal, que se
cuidó de asegurar el alzamiento y propagarle por toda Galicia, acudiendo en
tanto a la defensa de Vigo, recomponiendo las murallas, abriendo fosos,
montando artillería, armando gente y efectuando otros trabajos, no todos con
inteligencia.
La autoridad
militar acudió enseguida a desarmar la milicia de Pontevedra, lo cual ocasionó
la dimisión del ayuntamiento, que fue admitida.
También Puig
Samper, capitán general de Galicia, declaró el 26 de Octubre desde la Coruña en
estado de guerra la plaza de Vigo y la provincia de Pontevedra; autorizó a don
Fernando Cotoner para obrar como creyera conveniente; prohibió toda
comunicación con el distrito de Vigo, la publicación y circulación de proclamas
y documentos quo se publicaran en aquella ciudad, y dio el mismo día una orden
general felicitándose y al ejército por el buen sentido de éste.
Presentóse en Vigo don Martin José Triarte el 26; ofreció a la Junta sus servicios, que los
aceptó el 27, y le nombró capitán general de Galicia y general en jefe del
ejército de operaciones, cuyo mando inauguró dando el 30 sendas alocuciones a
los habitantes y ejército de Galicia, diciendo a los primeros que, seguro de
que secundarían el grito lanzado en Cataluña, Aragón y Castilla, acudió a
ayudarles y participar de sus fatigas; que imitaran a Vigo los demás pueblos;
les llamaba a las armas para conservar ilesos los derechos populares, y en su
pureza y esplendor el prestigio del trono, y vitoreaba a la Junta Central, a
Isabel II constitucional y a la independencia de la nación; y al ejército le
estimulaba como hijo del pueblo, a unirse á él para defender juntos los objetos
que aclamaba, que eran los mismos que habían jurado.
El Ferrol
debía secundar el alzamiento de Vigo, para lo cual no faltaban elementos, que
inutilizó la llegada de Cotoner, y al salir este jefe el 2a sobre Vigo, al
saber, el pronunciamiento de esta ciudad, se reunieron para efectuarle; y tan
borrascosa fue la Junta que no pudo efectuarse la sublevación.
Puig Samper
publicó el 30 una proclama a los gallegos, alentándoles a permanecer tranquilos
y que contaran con la bizarría de las tropas, como él contaba con la de la
Milicia nacional, pues él no deseaba más que su bienestar y felicidad.
ESFUERZOS
INÚTILES.—OPERACIONES
XXXII
Grandes
elementos tenían los centralistas en Galicia, y aunque faltaron muchos de los
comprometidos, cumplieron otros, y el pronunciamiento en Vigo aumentó los
apuros del gobierno, que esperaba lo secundase la capital. Así se apresuró á
mandar que, sin desatender a aquella plaza, se asegurase la tranquilidad de los
demás puntos del quinto distrito, encargando a su capitán general que, a
conseguirlo dedicara todos sus esfuerzos, «porque era muy extraño que se
lamentara del mal sentido de los cuerpos, cuando había tenido la autorización
competente para proponer la separación de los jefes y oficiales que no le
inspirasen confianza, y tiempo sobrado para ello. Así, pues, el gobierno espera
que, sin la menor demora, remediará V. E. este mal antes que las circunstancias
se compliquen y sea imposible verificarlo; pues aislada la rebelión a Vigo,
sucumbirá tan pronto como lleguen las tropas del octavo distrito». Resolvió
además el ministro de la Guerra saliera al instante para Castilla la Vieja el
provincial de Tuy, del que desconfiaba, y adoptó cuantas medidas exigía la
situación, confiriendo a don José Manso el mando en jefe del ejército de
operaciones de Castilla la Vieja y Galicia.
Hallábase
pasando Cotoner, como inspector extraordinario, revista al provincial de
Pontevedra, que se hallaba en el Ferrol, cuando se le mandó ir a la Coruña para
que no se pronunciase esta capital, nombrándosele comandante general de las
fuerzas que habían de operar en la provincia de Pontevedra. Marchó a Santiago
cuya Milicia nacional tuvo el encargo de desarmar, y desarmó sin novedad el
coronel Nouvilas, que no pudo por el pronto disponer de las fuerzas que
necesitaba, por el pronunciamiento de Bayona.
Siguió
Cotoner su marcha, formó en Caldas y en Pontevedra una junta de armamento y
defensa; organizó fuerzas; supo la entrada triunfal de Iriarte en Vigo; le
aseguraron que Linage había ido a bordo de un buque inglés por Espartero;
estableció fuerzas en Redondela, reconcentrando las suyas los centralistas
sobre Vigo; continuó fortificando el puente de San Payo para artillarle y
defender aquel punto del cañoneo de las trincaduras pronunciadas, que recorrían
libremente toda la ría de Vigo, y adoptó cuantas medidas le sugería su celo, ya
para contener y hacer frente a las expediciones que emprendieran los
pronunciados, en recluta de licenciados, ya para impedir nuevos
pronunciamientos y asegurar la tranquilidad en el país, reuniendo a su vez los
licenciados para contar con más fuerzas y quitarlas a su enemigo.
No confiaba
mucho en el país el capitán general de Galicia, cuando tuvo que establecer una
policía secreta, por cuyo medio consiguió contrarrestar los proyectos de
extender la sublevación y que no apareciera simultáneamente en diferentes
puntos.
Un
destacamento de los pronunciados se movió hacia Redondela, a la vez que cinco
trincaduras armadas entraron en aquella ría rompiendo el fuego de cañón sobre
las avanzadas de las tropas del gobierno, atravesando otra columna pronunciada
la carretera del Porviño en dirección a Puenteáreas, sin que todas estas operaciones tuvieran otro
objeto que promover pronunciamientos. Se efectuó el de la Estrada, contra cuyo
pueblo organizó Cotoner una columna, pero otra centralista, al mando de
Iriarte, se dirigía a la vez hacia Orense para proteger e impulsar su
pronunciamiento, el de Tuy y otros puntos. Faltaron los comprometidos; no les
favorecían tampoco las circunstancias; la noticia de la rendición de Zaragoza
fue fatal para los pronunciados; se restableció el orden en la Estrada, e Iriarte
con su gente, rechazado en la barca de Acivido y por
los nacionales de Cortegada, tuvo que refugiarse en
Portugal por San Gregorio, pudiendo Cotoner quedar satisfecho del resultado que
le daban sus acertadas disposiciones y movimientos, a la vez que el poco
concierto con que operaban sus contrarios y le escasa pericia que muchos demostraron.
FIN
DEL PRONUNCIAMIENTO DE GALICIA
XXXIII
Faltaba
reducir a Vigo, a cuyos pronunciados alentaban las noticias de supuestos
pronunciamientos en varios puntos y la esperanza del victorioso regreso de
Iriarte.
El capitán
general del distrito quería ahorrar el derramamiento de sangre, e invitar a la
Junta a que en obsequio de la humanidad, pusiese la plaza a disposición de las
tropas del gobierno, a lo que se opuso Cotoner por lo avanzado de las
operaciones. Estrechado el cerco, se presentaron a Cotoner en Redondela los
cónsules de Inglaterra y Portugal con la misión de arreglar, en nombre de la
junta de Vigo, el medio de poner término al estado excepcional de aquella
plaza, y contestó que se rindiesen a discreción, y se le abrieron las puertas.
Los
pronunciados en Bayona abandonaron esta plaza dirigiéndose embarcados a Vigo; y
en la madrugada del 11 los individuos de la junta de esta población se
marcharon en un vapor inglés, encargando al anterior alcalde constitucional,
marqués de Valladares, la tranquilidad del pueblo, en el que Cotoner hizo su
entrada a las diez de la mañana.
Declaró el
estado de guerra, desarmó la Milicia nacional y dirigió una alocución a los
soldados, milicianos y licenciados de las provincias de Pontevedra y Orense,
manifestándoles que a sus esfuerzos, fidelidad y constancia se debía la
destrucción de la columna expedicionaria y la ocupación de Vigo.
El 23 de
Octubre del 1845 indultó Narváez a los complicados en esta rebelión,
sobreseyéndose la causa exceptuando a los jefes, oficiales y tropas del
ejército y armada, los funcionarios públicos y a los promovedores principales.
MAYORÍA
DE LA REINA
XXXIV
El 26 de
Octubre leyó el gobierno en ambas Cámaras la comunicación en la que creía
llegado el caso de declarar mayor de edad a la reina; y al nombrarse en el
Congreso la comisión que había de emitir dictamen sobre tan importante asunto,
acabaron de persuadirse los progresistas del pensamiento oculto que los
moderados abrigaban, y de que no eran escrupulosos en la elección de medios
para realizarlo. Formóse grande empeño en que
tuvieran en ella gran mayoría los progresistas, y nada se perdonó para
conseguirlo, pues queríase a toda costa, bajo la
protección de los que estas ideas profesaban, dar el gran paso de que el
completo triunfo de las retrógradas se esperaba; y a la lealtad con que a
ciertos hombres se había acogido y encumbrado, se correspondía haciendo marchar
los primeros al peligro a los que hasta un punto apenas concebible, habían
llevado su abnegación y generosidad, y cuando algunos progresistas tenían el
fatal presentimiento de creer semejante declaración fatal para la reina, para
el país y sobre todo, para los principios e ideas liberales que sustentaban los
mismos progresistas: a la reina, niña e inexperta, convertida en instrumento de
las miras, intereses y aun exageraciones del partido que lograse ejercer en su
ánimo influencia: al país, víctima de la lucha funesta que esto no podía menos
de ocasionar, y al partido progresista y sus principios sacrificados a los que
tenían todas las probabilidades de dominar en Palacio, porque eran los que se
prestaban a hacer las concesiones que allí dan títulos para adquirir y
conservar el poder.
La comisión
quedó, en su mayoría compuesta de antiguos progresistas, y por ellos
protegidos, era como avanzaban a la conquista de la ambicionada posición los
moderados.
Presentóse el 30 de Otubre el
dictamen, en el que se procuró eludir la cuestión, que fue casi único objeto
del debate, limitándose a probar era de necesidad urgente la declaración que
proponía, a invocar precedentes de otros países, citar los del nuestro, aunque
de época bien distinta de la actual, y a ponderar las ventajas que debía producir
la creación de un poder permanente y estable: nada decía sobre si las Cortes
tenían o no facultades, con arreglo a la Constitución del Estado, para alterar
uno de sus artículos más importantes; siendo esto prueba, a falta de otras, de
la gravedad de tan delicada cuestión, empeñada al poco tiempo en el Congreso, y
evadida, más bien que resuelta, con arreglo a los buenos principios; por los,
que la mayoría decididamente sustentaba; y se proponían declararla, sin
reconocer que los pueblos todo lo pueden, y que hasta los mayores enemigos de
sus derechos, se ven a veces en la necesidad de invocar su soberanía y de
doblar ante ella su rodilla.
Así fue
grande la tortura en que puso este arduo negocio a los que, partidarios de la
soberanía nacional, deseaban terminara una situación, en la que estaban en gran
peligro las instituciones, y con ellas cuanto los hombres honrados y buenos
patricios tenían interés en conservar.
Producto de
una revolución aquellas Cortes, todo era revolucionario; y no faltó un moderado
respetable, el señor Garelly, que hizo una gráfica
pintura de aquella situación en estas memorables palabras, hijas de una
conciencia honrada:—«Lo que conviene, dijo, es abordar la cuestión en su
totalidad, es decir, si se ha de dispensar o no el art. 56 de la Constitución.
Las dudas que se afectan tener, son parecidas a las de los fariseos de que
habla el Evangelio, quienes después de haber engullido un camello, hacían pasar
por un tamiz una copa de vino, por si incidentalmente se hubiese introducido en
la cuba algún mosquito.
«Cuando
hemos aceptado la resistencia abierta al poder legítimamente constituido;
cuando hemos aceptado la creación de un gobierno que, lejos de ser nombrado por
ese poder, había sido repudiado por él; cuando hemos aceptado las actas de las
provincias, cuyas diputaciones, como la de Madrid, eran el producto de una real
orden: cuando no hemos tenido inconveniente en sentarnos en estos bancos, no
obstante que se ha violado el artículo constitutivo de este cuerpo, detenernos
ante un artículo cuya dispensa es la más urgente, la única que es capaz de
acabar con la revolución y de acallar las pasiones, es cosa que no se
comprende«.
En desear la
declaración de la mayoría de la reina, había por lo general un sentimiento de
elevado patriotismo, aun cuando fuera más interesado en los moderados, que
esperaban ganar más; y en los progresistas que la votaron, había el íntimo
convencimiento de que era la única solución posible, y de que si se adoptaba
otra, cualquiera que fuese, había de producir males de gravedad y
trascendencia.
Era
indispensable reemplazar el gobierno revolucionario, que no tenía más legalidad
que la que le daba el triunfo de la insurrección, y no se podía prolongar
aquella situación transitoria, y como tal, débil e infecunda, en que se
hallaban los negocios públicos. Luchando el ministerio con los encontrados
obstáculos que se oponían a su marcha había disminuido su fuerza, y era
impotente, para conservar y administrar durante los meses que hasta el 10 de
Octubre del 1844 faltaban al poder supremo, de que los sucesos le habían hecho,
más que otra cosa, depositario. Nombrar una regencia era el único medio legal
para salir de aquel conflicto; pero no era realizable, y aun siéndolo, ¿qué
consecuencias habría producido? En cuanto a la junta central, expuesto queda lo
que se pensaba y convenía.
Delicada
era, pues, la situación de los diputados progresistas. El más notable de sus
hombres, Cortina, había dicho, hablando del nombramiento para regente del duque
de la Victoria: «Cuando crisis semejantes ocurren, hay siempre una persona a
tal altura y de tal manera indicada para ejercer el poder, que nadie puede
desconocerla; y cuanto hay que hacer se reduce a legalizar lo que de hecho
existe con anterioridad. Cuando esta indicación poderosa, por lo común, se
pretende contrariar, males de mucha consideración suelen ser la consecuencia de
tan temerario propósito.» Esta regla, verdaderamente inflexible y jamás
impunemente olvidada, obligaba a entrar en el examen de las personas que
figuraban entonces en la política, y bien pronto se conocía que si alguna
indicación había fuerte y poderosa era la de la mayoría de la reina, y que las
demás que se vislumbraban habría sido en extremo funesto respetarlas. En la
bandera levantada en Reus y en otros puntos se había aclamado la mayoría de la
reina; por ella se había comprometido el mayor número de diputados y senadores;
en ella veíase generalmente, el término de nuestras
desgracias y cerrada la puerta a los grandes males y trastornos que amenazaban,
y los progresistas no veían otro camino conciliable con la estricta legalidad
que en su proceder se proponían; pues a nombrarse nuevo regente, se indicaría a
Narváez, y aun quizá a Serrano, y seguramente que ninguno podía comparar sus
servicios con los tantos y tan grandes del duque de la Victoria, aun cuando no
carecían de ellos y notables, y en nombrarlos o en resistirlos había graves
inconvenientes. Así. que, si la declaración de la mayoría de la reina ofrecía
riesgos, tenía alguna eventualidad favorable que diestra y enérgicamente
pudiera y debiera haberse aprovechado. El nombramiento de Narváez, sólo o acompañado,
o su exclusión, presentaban aun mayores peligros, y en ningunas circunstancias
para los principios progresistas podrían haber sido convenientes. Decidirse era
preciso, y la elección no era dudosa.
Quedaba
únicamente la cuestión de legalidad, y fue el único objeto del ligero debate
que hubo en el Congreso, sostenido puritanamente por algunos diputados que
opinaban se consultasen las asambleas primarias o que se obtuvieran de ellas
poderes especiales. Los que así pensaban, olvidaban que las minorías son una
enfermedad de los gobiernos, y que en el momento en que se hace aguda, es
necesario acudir ipso facto con el remedio que las circunstancias indiquen y
hagan indispensable, pues cualquier descuido o dilación pueden ocasionar males
irreparables, siendo grandes los que en aquellos instantes amenazaban para que
por un escrúpulo se dejase de hacer lo que únicamente podía evitarlos. Además,
aquellas Cortes, convocadas por un poder revolucionario, y cuya misión era
legalizar cuanto la revolución había hecho y hacer lo posible para
consolidarla, pudieron creerse investidas de una especie de dictadura en nombre
de la soberanía del pueblo, que otras en circunstancias bien diversas no han
podido ni debido atribuirse.
El 8 de
Noviembre se reunieron los dos cuerpos colegisladores en el Congreso, y se votó
la ley de mayoría por 193 contra 16; se vitoreó a la reina, a la Constitución,
a las Cortes y al ministerio; hubo salvas, campaneo, felicitaron a S. M. los
senadores y diputados, haciéndolo también algunos de los que habían votado en
contra; y el 10, en solemne sesión en el Senado, reunidos ambos cuerpos
colegisladores, juró la reina por Dios y por los Santos Evangelios guardar y
hacer guardar la Constitución de la monarquía española, promulgada en Madrid a
18 de Junio de 1837; guardar y hacer guardar las leyes, no mirando en cuanto
hiciere, sino el bien y el provecho de la nación. «Si en lo que he jurado o parte
de ello, lo contrario hiciere, no debo ser obedecida. Antes aquello en que
conviniere, sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa,
y si no me lo demande».
A la
felicitación del Senado, contestó la reina: «Los sentimientos que me manifiesta
el Senado corresponden perfectamente al patriotismo y a la circunspección que
presiden todas sus deliberaciones, y los votos que hacen por la prosperidad de
España, son también las de mi corazón. Con vuestro auxilio, y conformes siempre
con el tenor y espíritu de la Constitución de 1837, procuraré realizarlas
esperanzas que mi reinado ha hecho concebir a la nación española».
Después de
este juramento, revistó S. M. en el Prado las tropas de la guarnición, a las
que dirigió Narváez una entusiasta alocución, y hubo por la noche luminarias.
El sentimiento general era sin duda de lisonjeras esperanzas. Se amaba a la
reina, interesaba su misma juventud, no podía dudarse un momento de la pureza
de su juramento, se trataba también de una Constitución por todos proclamada,
para que así fuese por todos respetada, y se confiaba en los hombres.
ATENTADO
CONTRA NARVÁEZ
XXXV
Cuando la
pasión domina a los partidos políticos, no faltan individualidades que aun
consideren santo el crimen, lo cual no es nuevo, habiéndose llevado el extravío
hasta pretender justificar el regicidio.
Creyeron
algunos obcecados que Narváez era el alma de la reacción que se veía avanzar;
les había molestado el que ofendiera á la milicia, y dispusieron su muerte, que
se intentó por estos u otros alguna vez, aun en el teatro del Circo, y
últimamente el 6 de Noviembre, al pasar a las ocho de la noche la víctima
expiatoria por la calle del Desengaño, le dispararon algunos trabucazos desde
la esquina de la del Barco, agujereando el carruaje, e hiriendo mortalmente al
coronel Buceti, ayudante de Narváez.
Presos a los
pocos días don Andrés Sánchez y Juan María Gérvoles, negaron su participación
en el hecho; y hostigado el segundo con la oferta del perdón, ofreció declarar,
haciéndolo a pesar del interés natural que hubo en contrario, y denunció a
varios individuos, muy conocidos, presentando también complicado un ordenanza
de Narváez. Habían emigrado los principales, y sólo se prendió a los más
cuitados y a varios redactores de El Eco del Comercio, que fueron
sepultados en hediondos calabozos , donde más tenían que defenderse de inmundos
animales que de su delito, del que les absolvieron al cabo de tres meses. Se
pidió la pena capital para algunos, se arreció en las defensas, interesándose
por los encausados, unos por compasión y por consecuencia de partido muchos, y
varios tuvieron bastante que agradecer a don Francisco Chico.
Avanzó
rápidamente la causa, y se acercaba el momento de la ejecución de dos de los
presos, Gérvoles y Marqués, quienes encerrados en una misma habitación con
Sánchez hallaron medio de fugarse en la noche del 23 de Diciembre,
descolgándose por una de las rejas del cuartel de Santa Isabel a la calle de
San Ildefonso.
Gran alarma
produjo este hecho; se les buscó en vano; se fugó Marques a Portugal, Gérvoles,
peregrinó de casa en casa sin hallar albergue amigo y ocasionando la pérdida de
la razón y de la vida del que protegió su fuga, y Sánchez halló primero asilo
en una casa, de la que se trasladó al palacio de Villahermosa, y durante su
permanencia en él, como allí estaba el Liceo, hubo varias funciones, a las que
asistió la reina y Narváez, que pudo alguna vez ver al fugado, por quien
llegaron a ofrecerse cinco mil duros. Hubo de trasladarse a una casa de la
calle de Toledo, y súpolo al mes don Francisco Chico,
que preparó hábilmente su captura, sin conseguirla.
Chico,
reforzada su gente con tropa y toda la policía, cercó la manzana, buscó
inútilmente al prófugo, prendiendo en cambio a algunas mujeres sus parientas, y
Sánchez pudo llegar a Portugal con pasaporte como tratante en ganados.
Expatriados
todos los complicados en la causa, siguió esta inútilmente, habiéndose envuelto
en ella por declaración de los presbíteros don Juan Francisco González, don
Pedro Soriano y don Baldomero Poveda y otros, a los redactores y editores de El
Eco del Comercio y de El Espectador, que sin designar sus nombres fueron presos
incomunicados en el cuartel de infantería de la Princesa, los que se
presentaron al llamamiento del jefe político. El fiscal, señor Zarco del Valle,
pidió, con arreglo a ordenanza, la pena de muerte contra don Lorenzo Calvo y
Mateo, y la de ocho años de confinamiento en un fuerte fuera de la Península
contra don Francisco Mendialdua y don Juan Antonio
Meca, redactores de El Eco, absolviendo al editor Hernández.
También se
procesó, atribuyéndoles el mismo delito, a don Mariano y don Benito Alejo
Gaminde y don José Iribe, denunciados por lo mismo que a los redactores de El
Eco y Espectador, y la Audiencia les absolvió sin notas ni cuanto pudiera
perjudicar a su buen nombre, y se mandó devolver la causa al inferior para que
procediera a lo que hubiera lugar en derecho contra los testigos denunciadores.
DIMISIÓN
DEL GOBIERNO PROVISIONAL
XXXVI
En cuanto
concluyó la solemne ceremonia del juramento, el gobierno provisional presentó
su dimisión a la reina (Madrid 10 de Noviembre de 1843), la que confirmó en sus
destinos a sus individuos mientras eran reemplazados. El Senado y el Congreso
declararon por unanimidad que el gobierno provisional había merecido bien de la
nación por haber dado cima a la reconciliación de todos los buenos españoles,
añadiendo el Congreso que, por haber salvado así el trono y la Constitución de
la monarquía; y a petición de los señores Ovejero y Bertrán de Lis, se aumentó
la enmienda de que los individuos que compusieron el gobierno provisional
merecían la confianza del Congreso. Sólo el señor Pidal se opuso a que la
adición se aprobara, diciendo «que el Congreso debía limitarse a dar el voto de
gracias; y que lo demás debía ser objeto de más amplio debate». Contestósele «que semejante adición no podía perjudicar la
libertad con que el naciente poder ejecutivo podía ejercer la prerrogativa que
la Constitución le concedía», y hecho sobre esto salvedades, protestas y
explicaciones que realmente significaban lo contrario de lo que parecía, la
proposición y la enmienda fueron aprobadas. Se le concedieron votos de gracias,
y tan dignas honras se tributaron a sus postrimerías que, López conmovido
manifestó el sentimiento de su profunda gratitud diciendo: «Cuando se ha
obtenido declaración tan lisonjera, declaración cuyos ecos salen muy por encima
del sordo murmullo de las pasiones y de la grita de la impostura, nosotros
debiéramos morir hoy mismo, si es cierto que la muerte nos debía herir en el
instante más dulce y más consolador de la existencia». Expuso las amarguras que
habían sufrido: las aflicciones que habían pasado, que veían recompensadas; que
nunca les abandonó la esperanza, confiando en que todos eran españoles y
hermanos; que habían encontrado un caos y entregaban un trono; salvado al país
y a la reina, y disculpando su brevedad, pues no podría decir sino muy poco de
lo que su corazón sentía, terminaba: «También hay elocuencia en el silencio, y
más cuando va acompañada de lágrimas. Que reciba el Congreso nuestro silencio y
nuestras lágrimas como el tributo más cordial y más sincero que pudiéramos
pagarle, y como la prueba más segura de que es tanto lo que sentimos, que el sentimiento
embarga la voz y nada podemos expresar».
Los hechos
iban a demostrar en breve que no es el entusiasmo el mejor consejero; que los
buenos españoles reconciliados, serían pronto irreconciliables enemigos, como
ya lo eran algunos, y batiéndose estaban, y al felicitar por haber salvado la
Constitución, se olvidaba que habían sido conculcados 19 artículos de ella; y
aun se aplaudió al presidente del Consejo cuando dijo: «Recibimos una nación
dividida, y entregamos una nación uniforme y compacta; encontramos los
intereses en lucha, y entregamos los intereses en armonía». No se podía decir
lo mismo, desgraciadamente, donde tronaba el cañón.
VOTO
DE CONFIANZA AL MINISTERIO DIMISIONARIO—OLOZAGA ENCARGADO DE FORMAR EL GABINETE
XXXVII
Seguía
dividido el Congreso en las mismas fracciones que cuando nombró presidente, y
se presentaban idénticas dificultades para reemplazar al ministerio. Los
moderados que aun temían descubrirse y mostrarse solos en la escena, deseaban
un gabinete Olozaga, en el cual tuviesen participación para preparar el terreno
y excluir a los progresistas del mando e influencia cuando considerasen llegado
el momento oportuno, combinando todos los elementos que hacía tiempo
organizaban con este fin; y ya fuese porque creyeran a Olozaga instrumento a
propósito para llevar a cabo sus planes, o porque considerasen necesario
gastarlo, a fin de remover el obstáculo que su posición les oponía, a toda
costa trabajaban para elevarlo al poder.
La Joven
España, mirando como suyo el porvenir a su sombra, y sin pensar que a su
vez seria asimismo instrumento de los que espiaban el instante en que a todos
pudieran sobreponerse, se afanaba por obtener lo que creía deber abrirle paso
al logro de los planes y esperanzas que presidieran su organización.
Los
progresistas deseaban, por punto general, la conservación del ministerio López,
como el único medio en aquellas circunstancias de que sus principios y sus
intereses se salvasen, en parte al menos, del naufragio que los amenazaba.
Olozaga
entonces, presintiendo quizá, con su buen talento, las intrigas de que muy
pronto debía ser víctima; retraído por la hostilidad que los progresistas le
habían manifestado, o tal vez porque vio aumentarse con ella los obstáculos que
siempre había hallado para ser ministro, deseaba sinceramente eludir la especie
de compromiso a serlo en que se hallaba; pero, justo es decirlo en honra suya,
no llevó su oposición más allá de lo que permitía la necesidad, que reconoció,
de evitar que el poder cayese en manos de los que, si se hubiese absolutamente
negado, lo habrían obtenido, y hecho en él algo antes lo que no muy tarde
ejecutaron. Hubo un momento en que con la mayor abnegación se decidió a ser víctima
o a salvar los principios que profesaba y el partido a que pertenecía, sin
desconocer por cierto los graves riesgos a que se exponía. No hubo, pues, razón
en dudar de sus intenciones, como dudaron algunos que no le oyeron seguramente
decir, como lo oyeron otros, asegurar que ninguno que no fuese progresista
tendría puesto en el ministerio que formase.
La
declaración de las Cortes de dar las gracias al gobierno provisional por lo que
había hecho, que propusieron unos, y que merecían la confianza del Congreso,
propuesto por otros, revelaba gráficamente la actitud y pensamiento de los
partidos en que se dividía la Cámara, proponiéndose unos despedir al ministerio
y saludarle cortésmente al alejarle del poder, y aspirando los otros a que en
él continuase, por lo que aprovecharon diestramente la ocasión que sus
adversarios le presentaban. Así que, la aprobación de aquel voto de confianza,
tenía la debida significación e importancia; pues después de él, era imposible
decir que los individuos a quienes se daba no merecían la confianza del
Congreso. No se habían propuesto esto los autores de la proposición, y se
vieron como embarazados exponiendo únicamente Pidal que el Congreso debía
limitarse a dar el voto de gracias, y que lo demás debía ser objeto de más
amplio debate; a lo que se les contestó hábilmente que la adición no debía
perjudicar al contrario de lo que parecía, y aprobaba la proposición y enmienda
por unanimidad, produjo su efecto, a pesar de los esfuerzos que antes y después
se hicieran para neutralizar la libertad con que el naciente poder ejecutivo
necesitaba ejercer la prerrogativa que la Constitución le concedía; y hechas sobre
esto salvedades, protestas y explicaciones, que realmente significaban lo contrario
de lo que parecía, y aprobaba la proposición y enmienda por unanimidad, produjo
su efecto, a pesar de los esfuerzos que antes y después se hicieran para
neutralizarla.
Al hablar la
reina por primera vez con Olozaga de ministerio, le manifestó merecían también
su confianza los ministros, y le encargó averiguase si querían continuar, y en
el caso de negarse a ello formar un nuevo gabinete bajo su presidencia.
Olozaga hizo
cuanto pudo para que siguiese el ministerio López, y no obtuvo pequeño triunfo
consiguiendo se prestaran a ello los que lo componían, si bien con condiciones
que no pudieron tener efecto; pues López, con especialidad, deseaba resuelta y
sinceramente retirarse, y sus compañeros ningún interés tenían en conservar
unos puestos que tantas amarguras, compromisos y sinsabores les habían
ocasionado. Comprometíanse todos, sin embargo, a
continuar siempre que Olozaga aceptase el ministerio de Estado y Cortina el de
Gobernación, pasando Caballero a uno de Instrucción y Obras públicas que se
quería improvisar. Habíase mostrado Olozaga conforme a aceptar, aunque con la
condición de que Cortina accediese también. Algunos supusieron, no muy
benévolamente, que contaba, como en otra ocasión y en parecidas circunstancias,
con la absoluta e inflexible negativa de Cortina. Y podía temerse, porque a las
poderosas razones que había antes tenido para oponerse a semejante combinación,
se agregaban en este caso otras de gran peso. Había dicho explícitamente, al
tratarse del nombramiento de presidente, que no estaba conforme con la
situación, ni aceptaba las consecuencias que se quería tuviese; ¿cómo
aceptarlas ni convenir en formar parte de un ministerio, que era la principal y
más inmediata de ellas? Habría podido acusársele de inconsecuencia y
contradicción con sobrada justicia. Su entrada en el ministerio habría sido la
señal de alarma a los que, conformes con la situación y ansiosos de explotarla,
temieran que Cortina pudiese influir para trastornarla. Los moderados y el
tercer partido de la Cámara, habrían hecho desde luego oposición al gabinete,
del cual, no estando él tampoco conforme con lo que existía, podía Cortina
formar parte; y para haber empeñado esta lucha, se necesitaban otras
circunstancias y contar con otros elementos que los que entonces había.
Cortina, pues, creyó que su delicadeza y su deber exigían evitar que su nombre,
entre los de los ministros, opusiese un obstáculo a la ejecución de lo que era forzoso
emprender, y requería grande maña y precaución; pero si Cortina creía que era
preciso luchar para salvar al partido progresista, nadie indudablemente como él
reunía las condiciones para haber emprendido esta lucha, y ya que su dignidad
hallaba inconvenientes, otros debieran haberle allanado un camino que él no
podía o no debía franquear, según sus convicciones.
La
improvisación de un nuevo departamento tendría justa oposición; y en cuanto a
continuar el ministerio López, aun cuando las circunstancias lo hicieren
desear, la verdad era que había concluido su misión; y si gran servicio podía
prestar gobernando aún por algún tiempo, ni era el llamado a reconciliar a
todos los liberales, funestamente divididos, ni después de sus grandes
esfuerzos en la anterior lucha, era posible conservase el poder y energía de
que muy pronto habría de necesitarse.
Vista la
negativa de Cortina, fundada en las anteriores razones, López y sus compañeros
decidieron retirarse. Olozaga empezó a trabajar para formar un ministerio; y
reconocida la gran importancia del que se formara, no debemos omitir pormenores
y detalles.
Antes de
emprender Olozaga su combinación, o más bien el mismo día en que se negó
Cortina a contribuira la recomposición del ministerio
López, procuró Olózaga explorar su opinión, y le dijo que, ni solo, ni con él,
ni con nadie quería ser ministro, asegurándole su cooperación en el Parlamento,
en el caso de que él lo fuese, si como firmemente creía, su marcha era justa y
cual esperaba de sus principios y patriotismo. Olozaga prescindió entonces de
Cortina.
AYUNTAMIENTOS.
MILICIA NACIONAL
XXXVIII
Arrepentido
quizá el ministerio dimisionario de algunos de sus actos anteriores, quiso
repararlos en sus postrimerías, y pretendiendo evitar sucesos que temía, trató
de devolver las armas a la Milicia nacional y establecer los Ayuntamientos que
arbitrariamente había disuelto, lo cual era justo; pero alarmó a los moderados
y se propusieron anularlo. Un proyecto de ley de Ayuntamientos yacía olvidado
en el Senado, y en la sesión del 20 se presentó otro «autorizando al gobierno
para que suspendiera la renovación de los Ayuntamientos, hasta que se
resolviera lo conveniente sobre la ley pendiente de los mismos, continuando los
existentes, sea cual fuere su origen».
A pesar del
art. 89 del reglamento, se discutió al día siguiente este proyecto para anular
el decreto del gobierno, débilmente defendido por el ministro de la
Gobernación, aunque manifestó que había Ayuntamientos de real orden, otros
nombrados por las juntas, los había también por las Diputaciones provinciales,
y aún de años anteriores hasta el 39; ayuntamientos mixtos, parte de ellos
elegidos legalmente, y parte renovados de todas estas diferentes maneras, por
lo que había en Gobernación multitud de reclamaciones, de dificultades y de
expedientes que probaban el estado crítico de los pueblos, por consecuencia del
irregular y anómalo de los municipios. Y sin embargo, pidió que se suspendiera
la discusión hasta que se nombrara el nuevo ministerio, cuando aquel debía
cumplir las leyes que ordenaban la renovación en la época en que la dispuso.
Suspender su ejecución, o usurpando el poder establecer una nueva legislación
sobre tan importante asunto en presencia de las Cortes reunidas, habría sido un
desacato: las declamaciones, pues, de algún senador y diputado, más que del
celo que se afectaba, eran hijas del deseo de convertir las corporaciones
municipales en instrumentos del partido a que pertenecían, o de los planes y
propósitos a cuya realización se encaminaban.
Olozaga
después, cediendo más que a estas exigencias, a su convencimiento de que las
leyes existentes eran defectuosas, mandó suspender la elección, y presentó un
proyecto en el cual se establecía el sistema directo para elegir concejales, en
vez del indirecto y de varios grados, que hasta entonces había regido. Era una
anomalía, con efecto, que los diputados a Cortes y de provincia fuesen
nombrados por un método absolutamente contrario al que se empleaba para nombrar
las municipalidades. Producía esto por necesidad falta de armonía en la máquina
política, que urgía remediar, y en ella estaban de acuerdo, por fortuna, todos
los partidos. El ministerio se decidió por el sistema que la minoría de 1810
había propuesto y la mayoría aceptado. Prontamente pudiera haber sido aprobado,
puesto que ambas fracciones lo creían acomodado a sus principios y deseos, y a
poca costa se hubieran obtenido Ayuntamientos, que a los ojos de los unos
ofrecieran tantas garantías de adhesión a la causa de la libertad como los anteriores,
y a los de los otros pareciera ofrecerles mayores de legalidad y orden.
La Milicia
nacional de Madrid había sido disuelta y desarmada por el Gobierno Provisional;
y esta medida, difícil, por no decir imposible de juzgar, lejos de las
circunstancias en que fue dictada, y cuando no se está bajo las impresiones que
decidieron a adoptarla, era, sin embargo, conveniente a los moderados y
perjudicial a los progresistas. Su reforma hecha con tino y conocimiento de los
males que importaba remediar, y sin faltar a las consideraciones que por sus
servicios y patriotismo tenia derecho a exigir, habría sido para todos mucho
más conveniente que la disolución, y los individuos mismos que la componían
hubieran tocado muy pronto sus ventajosos resultados. Desgraciadamente, sucedió
de otra manera, y produjo, como en todas partes, el temperamento que se
prefirió, una irritación difícil de calmar, y tanto mayor cuanto se había
concebido fundada esperanza de que no se llevarían las cosas a semejante
extremidad. Los señores Ayllón y Caballero, que llegaron a Madrid después del
desarme, vacilaron en asociarse a sus compañeros por no hacerse participes de
la responsabilidad de aquel acto, y al decidirse a ocupar sus puestos, fue con
la condición expresa de que había de procederse inmediatamente a la
reorganización, de la cual se encargó a Cortina, a la vez que se le nombraba
inspector general del arma, sin previa consulta. Pero había prestado servicio
en aquel cuerpo, le quería, y a pesar de conocer lo arduo y difícil de la
empresa, la acometió con el mayor celo.
Pensóse primero en un
alistamiento general; mas el convencimiento de cuantos a él debían contribuir
de que ningún resultado produciría, fue causa de que, a pesar de las instancias
del gobierno y esfuerzos de Cortina, nada se adelantase. Le ocurrió entonces al
inspector proponer a la comisión del Ayuntamiento se nombrase en cada barrio
una junta de personas de confianza para formar en su demarcación respectiva
lista de los que tuvieran las cualidades exigidas por la ley, con las cuales se
fuesen desde luego organizando batallones, a medida que se calificase la
actitud de los alistados, y tampoco produjo resultado este plan, aún cuando se
empezó a poner en ejecución, si bien con frialdad.
Era natural
todo esto, y así se comprendió: la verdadera causa de tanto entorpecimiento era
el propósito de resucitar la Milicia como antes existía; consecuencia necesaria
siempre del desarme y la disolución. No se concibe otro medio de vindicar la
ofensa que otro produce; y págase, pensando y obrando
así, tributo a la inmutable ley del universo de que la reacción corresponde a
la acción, tan inflexible en el orden moral como en el físico, y que tanto
convendría no olvidaran los partidos cuando están en el poder.
No se
consideró posible ni conveniente el restablecimiento de la Milicia como se
deseaba, porque el gobierno que había mandado desarmarla, no podía decretarlo;
era demasiada humillación; y aun cuando se hubiera prestado a ella, anulándose,
nada hubiera producido su abnegación; el poder oculto, que era dueño de la
situación, por más que otra cosa pareciera, y afectase aún subordinación y
respeto, no lo hubiera permitido: la lucha se hubiera empeñado, y las
consecuencias habrían sido más fatales aún que las que tuvo la empeñada más
tarde. Era, además, en extremo comprometida para los mismos que la deseaban. La
reaparición en la escena de la Milicia como existía antes del desarme, con
todas sus animosidades, sus prevenciones, sus compromisos, habría podido llenar
a Madrid de luto algún día, y todo aconsejaba evitar una catástrofe segura,
infalible y que nada era bastante a justificar.
Pues qué,
¿no podía crearse una Milicia en que entrasen, además de los muchos que a ella
pertenecían antes legalmente, todos los que formaban, mereciéndolo, en sus
filas, sin más exclusión que la de los pocos, porque constantemente se clamaba
que con su conducta mortificaban a los hombres honrados y deslustraban la
institución? Nada más fácil, y la Milicia de Madrid habría salido de esta nueva
prueba a que desgraciadas circunstancias la sujetaban, rejuvenecida y con
fuerza bastante para contrarrestar todo proyecto liberticida o reaccionario.
Grandes
esfuerzos hizo Cortina en este sentido; mas no pudo inculcar sus ideas a
algunas personas importantes a quienes buscó en aquellos días, y en el seno de
la comisión reveló con franqueza sus temores, y manifestó era cada vez más
apremiante la necesidad de que se hiciera un pequeño sacrificio del amor
propio, a lo cual se reducía toda la dificultad.
Tal era el
estado de las cosas, cuando Caballero dirigió al jefe político de Madrid la
siguiente real orden: «Persuadida S. M. de que la institución de la Milicia
nacional es una de las más firmes bases del trono constitucional, al par que
sirve de garantía al orden y la libertad; deseando que el día 1° de Diciembre
próximo, que es el señalado para la proclamación y jura, se inaugure de un modo
digno de tan solemne acto, ha resucito que V. E. excite el celo del
ayuntamiento de esta muy heroica villa, para que, sin levantar mano, organice
la mayor fuerza que sea posible de Milicia nacional, a fin de que en tan fausto
día pueda presentarse en formación una parte de esta benemérita fuerza
ciudadana, S. M. espera del patriotismo de la corporación municipal, que hará
todos los esfuerzos para corresponder a sus deseos».
Estrechado
tan fuertemente el ayuntamiento, y persuadido de que nada podría adelantar si
no cedía a la exigencia hasta entonces invencible, se determinó a conservar la
anterior organización de la Milicia, y convocó para elegir jefes a algunas
compañías, previa la exclusión de un corto número de los que antes la
componían. Alarmado el general Mazarredo, jefe político entonces, consultó al
gobierno, y éste expidió una real orden suspendiendo las elecciones y que se le
remitieran las bases acordadas para la reorganización, a fin de dictar, en su
vista, la resolución conveniente. Graves acusaciones se dirigieron contra el
ministerio por esta determinación; pero encargado de la ejecución de las leyes
por la fundamental, estaba en su derecho procurando adquirir los datos necesarios
para juzgar si se cumplían o no por el ayuntamiento en asunto tan importante; y
estorbando lo que, bajo todos aspectos, era inconveniente y peligrosísimo para
los mismos milicianos, acaso evitó muchos males, de que los sucesos del mismo
día en que su orden fue conocida, pudieron ser considerados como precursores.
Los milicianos convocados para elegir jefes, cuando fueron despedidos, dieron
algunos vivas a la reina, a la Constitución y a la Milicia; hubo grupos en
ademán hostil, cargas de caballería, carreras, algunos tiros y heridos.
Esto probaba
que no era prudente empeñar una lucha, cuyo término había de ser desastroso
para los que, con poca reflexión, la provocaran.
En el Senado
se presentó el 23 un proyecto de ley para que las Milicias nacionales que en
virtud de los acontecimientos últimos habían sido desarmadas o disueltas,
continuaran en tal estado hasta la reforma de la ley vigente de la misma. Se
nombró la comisión favorable al proyecto; el nuevo ministro de la Gobernación
pidió que se aplazara la discusión; dióse dictamen en
la sesión del 28 aprobando el proyecto; abrióse la
discusión el 11 de Diciembre, y el tercer ministro de la Gobernación que tenia
S. M. desde el 20 de Noviembre, pidió se retirase la proposición,
considerándola incidental y como efecto del momento que la produjo, y se
retiró.
SITUACIÓN
EN QUE SE VIÓ EL GOBIERNO PROVISIONAL
XXXIX
No debemos
seguir adelante sin consignar algunas líneas al gobierno provisional que dejaba
de existir, tan alabado por unos y combatido por otros, ofreciendo alguna útil
enseñanza.
Se ha
imputado a sus individuos que, como hombres políticos repudiaran de repente lo
que antes habían sostenido; que obraran en sentido opuesto a lo que habían
proclamado que sectarios de una intolerancia intratable contra todo un partido
se unieran a el de pronto; que doctores de un puritanismo constitucional que no
admitía el proyecto de la necesidad que autoriza infracciones de la
Constitución ni de las leyes para salvar aquella, conculcaron o infringieron
sin mesura esa misma Constitución y leyes, diciendo que había sido para
salvarla; que tribunos despiadados de la democracia se convirtieran en
cortesanos reaccionarios contra sus antiguos correligionarios políticos, y que
tribunos en un período de 18 meses habían sostenido en un parlamento el pro y
el contra en las cuestiones vitales de principios fundamentales y hasta de
partido. «El límite de la indulgencia de los contemporáneos, dice un político
de aquella época, será cuando más no creerlos reos de una mala intención
premeditada, considerándolos como instrumentos ciegos de malas intenciones que
no supusieron, y al ver que sus errores han recaído sobre ellos mismos,
víctimas de sus desaciertos, hay que creer que fueran más imprudentes que
culpables; que sus primeros pasos en una vía, donde nunca debieron sentar su
planta, los llevaron a otros pasos más adelantados, y como una vez sobre la
pendiente de un abismo, no es fácil detenerse, tuvieron que hundirse en el
derrumbadero, y hundir con ellos la libertad y las instituciones del país».
Autores de
grandes desgracias fueron los individuos de aquel gobierno; pero tuvieron
muchos cómplices de su error o de su culpa antes y después de la insurrección,
que podían mirar aquella época como la de una calamidad pública, en la que todo
el partido progresista tuvo su tanto de culpa, atacando los unos
imprudentemente la base de su existencia política, y defendiéndola los otros
con sin igual torpeza. Los que vieron el peligro, ni supieron evitarle, ni
hacer triunfar sus ideas; y los que no le vieron y fueron cándidos,
precipitaron la perdición.
La situación
de aquel ministerio fue sumamente crítica: «apenas pasaba día que no fuese a
buscarnos en el local en que se reunía el Consejo de ministros, el general
Narváez, entonces capitán general de este distrito, y en que no nos ocupase
largo rato con la relación de peligros y tentativas de conspiraciones, que
nosotros no veíamos como él, y que por fortuna no tuvieron la realidad que se
temía, ni debieran tener nunca, aun creyéndolas ciertas, la importancia que se
les daba. Mostrábanos porción de anónimos y de avisos
todos a advertirle las tramas puestas en juego y los proyectos de asesinato,
así contra su persona, como contra las del gobierno. En su modo de ver las
cosas era tan indispensable como urgente asegurar a los sospechosos, proceder
por aquellos indicios, allanar y reconocer el domicilio, y adoptar otras
medidas que la ley fundamental ponía muy fuera de nuestro alcance. Jamás nos
impuso la triste pintura que nos hacía; jamás abrazamos ninguna resolución que
no estuviera dentro del círculo de las leyes y de nuestras facultades. Entonces
el gobierno no mandaba prender ni deportar. Se deseaba que el jefe político
acordase arrestos e instruyese causas: nunca permitimos que la esfera de su
inteligencia se extendiese un solo punto más allá de la línea que le trazaban
los principios y la legislación. Se levantaba el grito hasta el cielo porque la
imprenta se desbordaba y atacaba a los hombres públicos del modo más virulento
é irritante. Nosotros éramos principalmente el blanco de aquellos desmanes, y
sin embargo, sufríamos con resignación los desahogos del despecho, y las
envenenadas saetas de la calumnia. En ningún caso hicimos del poder un arma de
venganza ni aun de defensa, y la prensa vio en su completa libertad realizada
la protección que le habían ofrecido. Hubo más: el jefe político había nombrado
para cierto encargo a una persona a quien yo no califico, pero cuyos recuerdos
y antiguo concepto no podía conciliarse bien con el espíritu de liberal, que
era la divisa de nuestra administración. Inmediatamente recibió orden aquella
autoridad para revocar el nombramiento hecho, y valerse de otros elementos más
análogos y más en armonía con los principios que se proclamaban. Respetáronse siempre las personas; respetóse la propiedad; se respetó la ley que simboliza a todos los goces sociales, y no
podrá tacharse con razón a los individuos de aquel gobierno de haberse mostrado
arbitrarios, y menos, como puede tacharse a otros, de haber ostentado lujo de
arbitrariedad».
MINISTERIO
OLOZAGA
XL
Olozaga
tropezó como no podía menos, con grandes dificultades para formar el
ministerio; porque no había entonces, como hoy, tantos candidatos que a todo se
prestasen, creyéndose a la altura de tan elevada misión; y su conducta, al
organizarlo, se ha calificado de rara e incomprensible, por haber tenido la
singular habilidad de hacer que su combinación, en la que entraron dignísimas
personas, a nadie satisficiese. Si no hubo propósito de contrariar a la mayoría
del Parlamento, no fue respetada al menos; la minoría progresista se vio
completamente desatendida, y el tercer partido decía pública y ostensiblemente
que se había faltado a compromisos solemnes con él contraídos. Era, pues, un
enigma para todos el saber con quien contaba Olozaga para gobernar; porque
nadie concebía que el hombre eminentemente parlamentario del partido
progresista no contase con la Cámara, que en los progresistas no pensaba
apoyarse, lo demostraba sobradamente la distancia a que se había puesto de
ellos, y la conservaba; y que el tercer partido no era la base de sus
operaciones, lo reveló demasiado la hostilidad que algunos de los más
importantes de él le mostraban. Quedaba únicamente la fracción moderada, y
aunque el desaire de no dársela participación alguna en el ministerio, parecía
alejarse de él, como por mayores humillaciones había pasado para acercarse a su
fin, no se creía imposible que se hubiese comprometido a sostenerlo por algún
tiempo.
Bien pronto
se despejó esta incógnita, y se agregó una prueba más al inmenso catálogo de
las que deben persuadir, que no hay ministerio ni gobierno posibles en los
países constitucionales, sin el apoyo claro, explícito y decidido de la mayoría
del Parlamento.
Dificultaban
grandemente la obra de Olozaga los hondos resentimientos que ya existían,
desconfianzas, enemistades y adhesiones tímidas, y, sobre todo, la falta de
unión en el partido progresista. Luchando no poco, y después de alguna dilación
y de la negativa de varias personas a quienes recurrió, organizó así su
ministerio. Reservóse para sí la cartera de Estado
con la presidencia; dio la de Hacienda a Cantero, diputado por Madrid; la de
Gracia y Justicia a Luzuriaga, que lo era por Logroño; la de Gobernación a Domenech, que no correspondía a la sazón a los cuerpos
colegisladores, y conservaron las de Guerra y Marina Serrano y Frías,
asociándose así dos muertos.
Tres
condiciones propuso Serrano para formar parte del ministerio cuando se le
solicitó al efecto. La primera la conformidad de sus antiguos compañeros, que
muy pronto la manifestaron en carta que le dirigió López, expresiva no sólo de
su conformidad, sino también de su deseo de que se asociara a la nueva
administración; la segunda la entrada de algunos de ellos en el ministerio, que
también fue aceptada, dando la cartera de Marina a Frías; y la tercera que
González Bravo formase parte de él. Negóse a esto Olozaga,
y vino, como por vía de transacción a convenirse en que Serrano quedaría en
libertad para retirarse, si por consecuencia de su exclusión se decidía
González Bravo a oponerse al gabinete.
LOS
NUEVOS MINISTROS. INCIDENTES NOTABLES
XLI
Difícilmente
podría presentarte un ministerio cuyos individuos reunieran tan recomendables
circunstancias. Olozaga era uno de los hombres más eminentes de cuantos habían
figurado en el parlamento. Ilustrado jurisconsulta, político profundo, orador
distinguido, patriota sin tacha, liberal a toda prueba, indicado hacía tiempo
para el gobierno, que siempre había procurado rehusar, reunía todas las
cualidades que podían desearse para inaugurar una época de legalidad y asegurar
el triunfo de los principios liberales por caminos tan opuestos y combatidos.
La probidad e ilustración de Luzuriaga eran tan superiores a todo elogio, y su
carácter pacifico y conciliador le hacían acaso, en aquella época, el más a
propósito para el ministerio de Gracia y Justicia que se le confiaba. La
brillante fortuna, independencia, patriotismo y acreditada inteligencia de
Cantero, le recomendaban altamente para la administración de la Hacienda
española que se le encargaba. Les talentos de Domenech,
acreditados en el foro y en el parlamento; su constante adhesión a la causa de
la libertad, su carácter firme y su nada común instrucción, eran circunstancias
que ofrecían las mayores seguridades de que desempeñaría con tino y energía el
gobierno del reino; y Serrano y Frías eran por último harto conocidos, y sólo
la tacha de llevar sobre sí todos los compromisos de la revolución y del
gobierno provisional, podía oponérseles. Gran porvenir parecía, por tanto,
tener ese ministerio; si bien el estado del parlamento no podía menos de
inspirar grandes y muy fundados recelos; pues en el momento en que dos
fracciones de las que en él figuraban se uniesen para hacerle oposición, eran
indispensables o su caída o la disolución en extremo peligrosa en aquellos
días.
Hubiera
podido ser aquel ministerio una tabla de salvación, si los jefes de los
progresistas del Congreso, uniéndose de corazón, se hubieran preparado a la
lucha, utilizando pronta y enérgicamente todos los elementos revolucionarios
que aun existían en pie; pero faltaba esa unión, no había un mismo pensamiento,
ni en Olozaga el brío revolucionario para contrarrestar las oleadas
contra rrevolucionarias que ya bramaban. Lisonjeábase con poder dominar las intrigas de Palacio, la ojeriza de la mayoría del Congreso,
la tibieza de la minoría y las antipatías del Senado, donde tantos enemigos
tenía.
Y como si
todo esto no fuera bastante para hacer crítica su situación, debió haberle
servido de precedente y de lección lo ocurrido en su entrevista con la reina al
llamarle a las pocas horas de haberle encargado la formación del gabinete, en
la que le preguntó si ya le tenía diciéndole: mira que me urge. Disimuló
Olozaga su asombro; demostró a S. M. que apenas habían mediado algunas horas
desde que tenía el encargo; que estas cosas exigían tiempo, citando ejemplos;
pero la joven reina, que más bien que a razones atendía a sugestiones ajenas,
repitió: me urge, me urge. Perspicaz Olozaga, esforzó los argumentos para hacer
hablar más a S. M., que cándidamente le dijo, que sabia que la Milicia
nacional, que no existía, quería quitarla la corona. Entonces lo comprendió
todo Olozaga; se afanó por desvanecer estos temores, inculcados por la más
refinada maldad; y como estaban muy arraigados en la joven reina, acabó por
decirle que, sino formaba pronto el ministerio, había persona que tenía uno
todo arreglado.
En opinión
de algunos, Olozaga, después de esta escena, cuya importancia y trascendencia
no se le ocultaba, sólo tenia dos caminos: o renunciar el encargo de formar
ministerio y volver a su banco de diputado para dirigir la oposición contra el
ya arreglado, o tomar el mando para poner en movimiento la revolución. Lo
primero hubiera sido fatal para el partido progresista, y anticipar su derrota;
y ésta no la evitó optando por lo segundo; aun sabiendo que había que empezar
por combatir a los enemigos que tenia en Palacio, cuyas intrigas tuvo ocasión
de conocer en un incidente digno de ser referido.
Había
manifestado la reina deseos de comer el 26 en el Pardo, convidando a sus
ministros. Los acontecimientos que sobrevinieron aconsejaron que se suspendiese
la ejecución del proyecto; más no agradó a la reina; e insistiendo en que los
ministros la acompañasen a comer, se determinó que se preparase la comida en el
Pardo y en Madrid; que si la tranquilidad se restablecía temprano, se iría al
Pardo, y en caso contrario se comería en Madrid. Se prolongó la pequeña
alteración del orden que ocasionó la suspensión del nombramiento de jefes de la
milicia, y se desistió de ir al Pardo.
En
cumplimiento de la segunda parte del programa, se presentaron a las seis los
ministros en Palacio, y la señora marquesa de Santa Cruz, camarera mayor de S.
M., les dijo que el convite quedaba anulado, pues por efecto de una mala
inteligencia en las órdenes dadas, no podía tener lugar la comida, no habiendo
que comer. Conociendo Olozaga que todo aquello no pasaba de una tramoya y de
una intriga de camarilla, con atinada pausa contestó, que no iba a acallar el
hambre, y que sin comer, puesto que no había, tendrían la honra de acompañar a
Su Majestad distrayéndola de la escasez de la comida. Así lo hicieron, y se
encontraron con una espléndida que dejó mal parada la noticia del ayuno
anunciado.
NUEVO
NOMBRAMIENTO DE PRESIDENTE DEL CONGRESO—SITUACIÓN DEL MINISTERIO—PROYECTOS Y
RESOLUCIONES
XLII
Aun cuando
se prevén los grandes acontecimientos, su llegada sorprende.
La ruptura
de la coalición era evidente; mas todos la temían, y procuraban prepararse para
las consecuencias. En esto tuvieron más unión y osadía los moderados, mayor
inteligencia.
Al nombrarse
nuevo presidente de la Cámara, pudo presagiarse ya una crisis ministerial, que
indudablemente no se habría retardado, si otras circunstancias no hubiesen
decidido a los moderados a romper la coalición, y a poner en juego todos los
elementos con que hacía días contaban, para apoderarse del poder y desalojar
completamente de él a sus adversarios.
Unidas las
fracciones moderadas y la que se titulaba «Joven España», elevaron a la
presidencia al Sr. D. Pedro José Pidal, cuya elección era indudablemente la más
marcada señal de rompimiento que pudiera haberse dado. Eminentemente moderado
este diputado, de carácter brusco y violento; sirviéndose de su gran
inteligencia y claro talento para sostener acérrimo y apasionado siempre los
principios, intereses y doctrinas más opuestas a las que los progresistas
sustentaban; representante verdadero y legítimo de la reacción política, a que
después como ministro dio cima, era la persona más a propósito para inspirar
desconfianza y hacer desaparecer los débiles vínculos que ligaban ya a
moderados y progresistas. Había entre los primeros personas, cuyo nombramiento
no habría sido considerado como una abierta hostilidad, o como una especie de
desafío, que era preciso aceptar al ser provocado: en sus filas estaba Isturiz,
cuya imparcialidad y rectitud habían dejado entre los progresistas gratos
recuerdos, y cuya habilidad para dirigir los debates parlamentarios estaba
acreditada y era por todos reconocida, y no faltaron moderados que en él
pensasen, por no disgustar tanto a los progresistas; pero se quiso elevar a tan
importante cargo a una de las personas más antipáticas a aquel partido, que se
resolvió ya en aquellos momentos combatir decidida y claramente, tomando al
paso una especie de revancha de la completa exclusión de los moderados y de la
Joven España del ministerio; en lo cual indudablemente tenían razón los primeros
para estar ofendidos, aunque no consideraron por ello rota la coalición.
Los
progresistas dieron a aquel acto su verdadera significación, con tanto más
motivo, cuanto que hacía fuerte contraste con la conducta circunspecta y cuerda
que en dicha elección se propusieron seguir y siguieron unánimemente.
Narremos los
hechos. A lo que sucedió cuando el nombramiento de Olozaga para presidente, era
natural se pensase en Cortina para reemplazarlo, y se mostró en ello el mismo
empeño que antes había dado lugar a bien desagradables escenas; desistiéndose,
aunque no sin dificultad, al demostrar Cortina «que su candidatura, después de
haber dicho no estaba conforme ni con la situación ni con sus consecuencias,
era un guante arrojado a los moderados, que se apresurarían a recoger, y podría
servir de fundamento a alguna demasía que importaba no provocar; que debíase proponer para la presidencia un candidato que no
pudieran menos de aceptar, y cuya repulsión, si sucedía, como era de temer,
acabase de revelar sus intenciones y dejase en libertad para obrar, como el
deber lo exigiera, e indicó a don Joaquín María López, a quien pocos días antes
habían dado ellos mismos un voto de gracias y declarado seguían dispensando su
confianza».
Convínose por estas razones en
proponerlo y votarlo. Fue, no obstante, preferido el señor Pidal, sin que
bastasen a impedirlo las circunstancias de ser su competidor el hombre que no
había vacilado en sacrificar su porvenir, su existencia política, para obtener
que volvieran a su patria y recobrasen sus empleos, honores y condecoraciones,
los que de tal manera recompensaban tan inmensos beneficios. Evidenciábase, pues, que se quería prescindir completamente
de los progresistas.
Así lo
consideró el ministerio, y aun antes del nombramiento de Pidal para la
presidencia, principió a adoptar las medidas necesarias para ponerse en estado
de resistir a los moderados, cuyos intentos se dejaban ya traslucir, y era
deber del gobierno contrarrestarlas decidida y enérgicamente. El patriotismo e
ilustración de los ministros les hicieron comprender muy pronto, que la más
apremiante necesidad de la situación era unir estrechamente a los progresistas,
divididos por una desgracia lamentable para todos ellos, para que en masa,
olvidadas antiguas diferencias, pudieran presentarse a combatir con los que,
sólo a merced de ellas, pudieran hacerlos sucumbir. Y a la vez que con
incesante afán se dedicaron a satisfacerla, cuidaron de evitar también una
reacción que habría sido causa de nuevos males y grandes trastornos. Difícil y
peligrosa en extremo era la transición que estaban llamados a hacer; que mucha
gloria les habría procurado, si un error funesto no hubiera sido causa de qui
se frustrasen sus nobles y patrióticos proyectos.
El primer
cuidado del ministerio fue presentar al Congreso un proyecto de amnistía que
alcanzase hasta el 10 de Noviembre, en que la reina había prestado el juramento
de guardar la Constitución y principiado a ejercer las atribuciones que ella le
concedía. No podía inaugurar más admirablemente su reinado. La dignidad con que
está redactada la exposición que le precedía, los buenos y sanos principios en
que abunda, la hacen merecedora de ser conocida: será leída con gusto, y
contribuirá a que se forme la idea debida y justa de aquellos ministros.
Considerárase este proyecto de ley por
lo que significaba o como acto de habilidad política era loable de todas
maneras; y en la mayoría de las Cortes ni había valor para resistirlo ni virtud
para otorgarlo. ¿Cómo negarse los hombres, a quienes acababa de abrirse las
puertas de la patria, a que se abriesen también a los que, ausentes de ella,
anhelaban el término de su desgracia? ¿Cómo oponerse los que habían obtenido
que hasta sentencias de muerte contra ellos pronunciadas quedaran nulas e
ineficaces, a que cesaran los procedimientos en que otros no menos buenos españoles
se veían envueltos? Pero era menester, para que su bandería triunfase, impedir
esto a toda costa: antes que la justicia eran los intereses de partido, y ya
que no negarlo, convenía dilatarlo decididamente para concluir por hacerlo
ilusorio. Adoptado este medio, se encargó Martínez de la Rosa de ponerlo en
ejecución.
Componíase la comisión de los
señores Cortina, Castro, Olivan, Mayans, Martínez de
la Rosa, Calderón Collantes y Pastor Díaz. Reuniéronse apenas elegidos; nombróse presidente a Martínez de la
Rosa, y como nadie se opusiese a que desde luego se extendiera el dictamen
favorable, quedó encargado de hacerlo el mismo señor Martínez de la Rosa. Un
mes aproximadamente trascurrió hasta que se suspendieron las sesiones, y aunque
la comisión fue excitada en el Congreso, y su presidente, con protestas harto
desmentidas con su conducta, ofreció reunirla para ver y firmar el dictamen que
dijo tenia extendido, no llegó a presentarse, contrastando esto con la presteza
y celo de los progresistas para formular y presentar el proyecto de amnistía de
Mayo, a que los moderados debían su resurrección política, y con ella grandes,
inmensos beneficios.
LEGALIDAD
DE LA REVALIDACIÓN DE EMPLEOS, GRADOS, ETC.
XLIII
Y no fue la
presentación a las Cortes de este proyecto, el único paso dado por el
ministerio Olozaga-Serrano para reparar los males que la revolución había
causado, y salvar la libertad de los peligros que la rodeaban; pues el 26 de
Noviembre expuso a la reina la justa necesidad de revalidar todos los empleos,
gracias, honores y condecoraciones concedidos por el gobierno del regente hasta
el 30 de Julio en que salió de España.
El duque de
la Victoria había sido nombrado regente del reino por Cortes convocadas para
ello expresamente: la Constitución del Estado les daba esta facultad, y usando
de ella, habían creado un poder legítimo y de derecho, de cuya legalidad no
podía dudarse de buena fe. Verdad es que los pueblos se habían alzado contra
él; que su destitución había sido decretada por el general Serrano
revolucionariamente constituido en Barcelona en ministro universal: todo esto
sería bastante para que de hecho cesase en el mando cuando se viese obligado a
ello de un modo irresistible, o imposibilitado de desempeñarlo; mas no podía
atacar ni hacer cuestionables siquiera la legitimidad de su origen, ni la
legalidad de sus actos. El triunfo solo legaliza las revoluciones: el poder por
ellas combatido hasta el momento en que de hecho cesa y desaparece, conserva la
autoridad que desde su origen tuviera; pudiera ser acusado de injusto, jamás de
ilegal ni de ilegítimo, si como el que ejercía el duque de la Victoria, fue
creado por quien tiene tan importante misión con arreglo a la ley fundamental
del Estado. ¿Cómo ponerse, pues, en duda la validez de las gracias, honores y
condecoraciones otorgadas antes del momento en que dejó de ser regente? Esto
equivaldría a haber desconocido la legitimidad de su nombramiento, la autoridad
de las Cortes para hacerlo; y los que a él habían contribuido tan eficazmente
como los ministros, no podían, sin mengua de su dignidad y aun de su honra,
cegarse hasta tal punto.
Y si a
precedentes quería recurrirse, bien reciente estaba lo que en 1840 había
sucedido. Por las Cortes fue nombrada doña María Cristina regente del reino:
también los pueblos se alzaron contra su gobierno, y se creyó por esto
obligada, como Espartero, a dejar el país, cesando de hecho en el mando, y aun
de derecho, puesto que renunció la regencia del modo más explícito; y todas sus
disposiciones fueron, sin embargo, respetadas: el gobierno que le sucedió, aun
lo que pudiera acaso haberse fundadamente resistido, hizo guardar y cumplir;
los actos de las juntas revolucionarias fueron los que quedaron sujetos a
examen y revisión; los de la ex-regente, no. La
legitimidad del poder que había ejercido fue bastante para que se estimase
legal cuanto hizo mientras lo ejerció, y a nadie ocurrió entonces considerar
como inválido, ni que necesitase rehabilitación siquiera, nada de cuanto mandó.
Una
revolución obligó a renunciar a la reina: otra revolución forzó al duque a
dejar el país: y si alguna diferencia quiere establecerse entre los poderes que
ejercieron, que ambos debían su origen a las Cortes del reino, bastará recordar
para hacerla desaparecer, y aun si necesario fuere podría agregarse que las de
1836, declarando regente única a doña María Cristina de Borbón, faltaron a lo
dispuesto en la Constitución de 1812, que entonces regia, y las de 1841,
confiriendo igual magistratura a Espartero, obraron dentro del círculo trazado
en la de 1837 al ejercicio de tan importante prerrogativa.
Si más
pruebas se necesitasen de la justicia de esta medida, los moderados mismos en
el poder las proporcionaron. Cuando por consecuencia de la caída de Olozaga, se
apoderaron dé él, en hombros de unos pocos desertores progresistas, a pesar del
vértigo reaccionario que caracterizo la mayor parte de sus medidas, no se
atrevieron a revocar el decreto que tanto les había alarmado, a proclamar su
injusticia, a condenar el principio sobre que estaba basado; reconociéronlo, por el contrario, y lo aceptaron; reservándose
aplicarlo a su placer y discrecionalmente en los casos particulares, lo cual
equivalía a una revocación vergonzante, y a dejarlo sin efecto, afectando
hipócritamente respetarlo. Si era ilegal, aquella era la ocasión de declararlo,
a la vez que el poder del regente, ya desde su origen o desde que fue
destituido, nulos todos sus actos, e injusta por tanto la declaración
contraria, que el ministerio Olozaga hiciera explícita y terminantemente; y
como a falta de valor no pueda atribuirse la conducta que respecto a esto se
observó, porque a mayores cosas se atrevieron aquellos ministros, forzoso es
reconocer que, de cualquier manera que fuese, pagaron, el debido tributo de
respeto al gran principio proclamado en el decreto de 26 de Noviembre, si bien
se propusieron falsearle y hacerlo ilusorio. .
SERRANO
Y OLOZAGA
XLIV
Si no
recibió aplausos a su formación el efímero ministerio Olozaga, digna de loa fue
su conducta. El general Serrano, que más se había ensañado contra Espartero, el
que le destituyó, el que declaró nulos sus actos, el que más contribuyó a
lanzarle del territorio español, le abre de nuevo las puertas de la patria; y a
cuantos participaron de su desgracia les devuelve, sin mengua, suposición, y
revalida todo lo que antes anulase, sin que se lo impidiese la seguridad, que
no podía menos de tener, de que tantos enemigos, acaso, como eran las personas
agraciadas, levantaba y engrandecía. Cualquiera que sea la causa a que
semejante conducta se atribuya, es noble y honrosa, y bien merece ser apreciada
por los que no anteponen la pasión a la imparcialidad.
Esta
conducta no podía menos de desagradar a los moderados y al llamado centro: los
unos y el otro veían burladas sus esperanzas, e ilusorio el brillante porvenir
que se habían figurado. Su interés exigía que combatiesen unidos los obstáculos
que inesperadamente habían encontrado en el camino, sin perjuicio de que el día
del triunfo volviesen de nuevo a dividirse. El nombramiento de presidente fue
el primer acto de esta alianza, cuyo objeto .no podía ser desconocido.
Los
ministros hubieron de apercibirse muy pronto del peligro que les amenazaba; si
bien creyéndolo menos inminente, no se decidieron a tomar el partido que las
circunstancias exigían; lejos de ello incurrieron en un gravísimo e
indisculpable error, causa inmediata de todos los males que sobrevinieron al
partido progresista. Forzoso es, por más que sea desagradable, decirlo: lo que
ocasionó principalmente y en primer término este error, fue la falta de acuerdo
entre los señores Olozaga y Serrano, debida, sin duda, a pequeñeces que había
quien se complacía en exagerar, y en hacerlas aparecer muy importantes. Apenas
puede creerse, si no se viera, que cosas tan insignificantes hayan influido tan
poderosa y eficazmente en la suerte de los pueblos.
Durante el
gobierno provisiónal, era el general Serrano la
persona más atendida y aun mimada en palacio: a él debían cuantos recobraron la
posición perdida en 1840, su nombramiento; él, por su carácter, por sus pocos
años, era el más accesible de sus compañeros; de él se necesitaba, en fin, y
esto era más que suficiente para que se le halagase y lisonjease, aun quizá por
los que más le aborrecían, y creían una profanación que figurase e hiciera
papel sin más títulos que los que como soldado había adquirido con su espada.
Natural era, y en extremo disculpable, que esto le deslumbrase; aun no tenía
motivo para conocer lo que es el favor de los reyes y de los cortesanos, y las
ilusiones que le rodeaban le fascinaron hasta el punto de no recordar lo que
enseña la historia de todos los pueblos, de todos los tiempos, que la más negra
ingratitud es por lo común la recompensa de los servicios que se les prestan, y
jamás se creen obligados a agradecer. Nombrado Olozaga ayo de S. M. y A., dirigiéronse a él todos los obsequios
y distinciones que antes mereciera exclusivamente Serrano. Levantábase un astro nuevo en el oriente, y era necesario saludarlo obsequiosamente para
participar de los beneficios que pudiera dispensar durante su carrera. Nacido
además el señor Olozaga para el primer término, no gustaba de iguales, y al
poco tiempo de su instalación en el regio alcázar, era el único ídolo a quien
se tributaba allí el culto reverente que obtiene siempre aquel de quien todo se
espera, y tan fácilmente como cambia el favor de los reyes, se convierte hasta
en burla y desprecio.
A mal
encubierta rivalidad había dado esto ocasión, que falsos amigos y pérfidos
cortesanos procuraron fomentar en el general Serrano, creando antipatías y
prevenciones de que cada cual se proponía sacar partido para sus fines. Efecto
de esto, y acaso en parte del disgusto que el mismo general manifestó
repetidamente causarle haber separado su suerte de la de sus antiguos
compañeros, fue que no apareciese tan unido a los nuevos ministros, como lo
exigían la dificultad y compromisos de la situación: él no juró a la vez que
los demás; no se presentó los cuerpos colegisladores cuando todos lo hicieron;
ostentaba una especie de retraimiento, que no podía menos de considerarse como
precursor de desavenencias que debían provocar pronto una crisis difícil, por
lo que el general Serrano representaba, y el apoyo, cuando en cierto sentido se
propusiese obrar, que habría indudablemente de prestársele.
Harto
satisfecho Olózaga, por otra parte, con la acogida que en Palacio se le dispensaba,
llegó tal vez a persuadirse de que estaba en su mano dominarlo todo, empleando
para ello un poder de que lamentablemente hubo de creerse absoluto dueño;
olvidándose de que, verdadera espada de Damocles, es harto frecuente verlo
convertido contra el que lo emplea sin la debida precaución; ni se procuró
asegurar de otro apoyo, ni cuidó asegurárselo á costa de prudentes concesiones,
ni vaciló en comprometer lances, que convenía no empeñar hasta que se contase
con la más completa seguridad, que por entonces no había, de su buen resultado.
La benevolencia con que fue acogida la noticia de que el general Narváez
pensaba hacer dimisión, y la resolución a admitírsela, que apresuradamente se
manifestó, se hallaban en este caso. ¿Cómo dudar de la incompatibilidad de
Olozaga y Narváez? Forzado éste por su posición y carácter á mandar enérgicamente
o a dominar resuelto a los que mandasen, era imposible que aquel ministerio se
convirtiese en editor de lo que nunca podía hacer, y así se lo había hecho
conocer anticipadamente. Era indispensable alejarle de todo mando é influencia;
pero debían haberse calculado con exactitud y sin ilusiones, las fuerzas de que
podía disponerse, y esperar, para dar el golpe, a que se contase con una
seguridad que entonces no existía.
Esto que ha
podido creerse pequeño y de poca importancia quizá, era harto significativo
para el general Narváez y para el partido que ya personificaba, anunciándoles
lo que de aquel gobierno podían prometerse; así se emprendieron decididamente
las hostilidades extraparlamentarias contra él, terminadas por una catástrofe,
que contribuyeron poderosamente a precipitar los mismos que en ella debían
sucumbir.
DIMISIONES
DE SERRANO Y NARVAEZ
XLV
Como si la
elección del señor Pidal no hubiera sido bastante desgracia para el ministerio
oOlzaga, un incidente, pequeño e insignificante en si mismo considerado, vino a
convertir en un verdadero rompimiento con su presidente, la especie de
alejamiento en que se hallaba desde su instalación el general Serrano. Había
éste considerado la derrota de López, postergándole por Pidal, como un agravio; habíale afectado el desaire extraordinariamente, y
unido esto a todos los demás motivos que le hacían desagradable su permanencia
en el gabinete, le decidió a manifestar sus deseos de separarse de él, si bien
fundándose exclusivamente en este último suceso, cuyas consecuencias creía deber
alcanzarle. El señor Olozaga entonces, con un aire que sólo la anterior amistad
de ambos podía dispensar—según aseguró en el Congreso el mismo general
Serrano,—le dijo: «Si usted hace dimisión, yo aconsejaré a S. M. que se la
admita». Envió Serrano su dimisión; pero ni Olozaga ni ninguno de sus compañeros
estaba en ánimo de admitírsela, ni remotamente, procuraron todos disuadirle; y
ni las súplicas interesadas de sus compañeros y amigos, que apoyadas también
por el señor Olózaga, envolvían cuantas satisfacciones en semejantes casos
pueden apetecerse, ni consideraciones de ningún género, bastaron a disuadirle
de su propósito, que le llevó con tal resolución, que se retiró de su
secretaria y se negó abiertamente a concurrir a los consejos que posteriormente
se celebraron.
Si no
hubiese datos poderosísimos para creer que existían entre los señores Olozaga y
Serrano, los otros motivos de disidencia anteriormente manifestados, este
suceso por sí solo lo revelaría sobradamente. A dar el primero la contestación
que el segundo manifestó, no lo haría seguramente con la intención que se
supuso, y claramente se vio que lejos de aconsejar a S. M. que admitiera la
dimisión, unió Sus esfuerzos a los de los demás para hacerle desistir de ella.
Pudo haber falta de formas, que ni la anterior amistad ni consideración alguna
podían autorizar al tratarse de asuntos tan graves e importantes; pues a medida
que la posición de las personas con quienes de ellos hay que tratar es más
elevada, se necesitan más delicadeza y tacto para conducirse; porque en ello
ofende e irrita lo que en otras hasta con indiferencia acaso se oiría; pero el
hecho en si mismo, ni mucho menos después de los pasos que para neutralizar la
desagradable impresión que debió producir, se dieron, y de las cumplidas y
satisfactorias explicaciones, sobre todo del señor Olózaga, era motivo
suficiente para un rompimiento, si otros antecedentes no existieran que á él en
primer término hubiesen contribuido; y debe decirse, esta injustificable y
funesta desavenencia, dio acaso lugar á los sucesos posteriores, cuyas
consecuencias lloró el partido progresista. Sin ella pudiera haber triunfado el
ministerio, y tomado muy diverso rumbo los negocios públicos. Tan cierto es que
nada hay despreciable en la política, y que los más pequeños incidentes tienen
grande y á veces indudable trascendencia.
SITUACIÓN
DEL MINISTERIO OLOZAGA
XLVI
No se olvidó
el ministerio, a pesar de tan lamentable escisión, del suceso que, hasta cierto
punto, la había por el momento ocasionado, y se detuvo, como era justo; a considerar
su importancia, y lo que a su consecuencia era deber suyo hacer en la situación
por él creada tan inesperadamente.
No podía
ocultársele lo que el nombramiento del señor Pidal significaba; que aquella
elección no podía menos de producir sus naturales consecuencias y casi
previstas: porque los moderados estaban decididos a reemplazar a los
progresistas, ya que no habían podido atraerlos, como lo intentaron; por lo que
se resolvieron a producir una crisis, dimitiendo Narváez la Capitanía general
de Madrid y haciendo que la reina no la admitiera. Veía, pues el gobierno
precursora la tempestad, y era imperiosa la necesidad de precaverse de ella, y
conviniendo, por fortuna, sus individuos en lo que era preciso e indispensable
hacer para conjurarla, tuvieron la desgracia de que se escogiese un medio desacertado,
y que—duele decirlo—no habría sido disculpable en la persona más vulgar y
adocenada, y mucho menos en hombres de Estado y que tenían títulos muy robustos
para que se les considerase como tales. Justa y fundadamente esperaba el
ministerio que el nombramiento de un presidente como el señor Pidal significase
una oposición violenta y sistemática, a no suponer, a los que para hacerlo se
habían coaligado, una estupidez e inconsecuencia que estaban muy lejos de tener.
Si este nombramiento, que fue la piedra de escándalo de aquellas Cortes, se
hubiese hecho en favor de un diputado, aunque moderado, cuyos talentos y
habilidad para la presidencia estuviesen acreditados, o cuyo carácter, a falta
de antecedentes, lo hiciesen creer a propósito para tan difícil cargo, pudiera
haberse creído que se habían buscado las cualidades necesarias para
desempeñarlo, y haberse sostenido que ni intención había de darle significación
política; pero prescindiendo de hombres acreditadísimos en la presidencia, que
formaban en las filas de las fracciones que se habían entendido, y de otros
muchos, que por sus cualidades personales eran muy recomen dables, se escogió
uno que jamás había presidido, y aunque de claro talento y muy excelentes
cualidades, su carácter no podía hacer concebir esperanzas de que desempeñara
atinadamente tan difícil misión. Era forzoso considerar su nombramiento como un
hecho político; y mirado bajo este inexcusable punto de vista, por ser el único
posible, como un insulto al ministerio, compuesto de hombres incapaces de
olvidarse de que habían oído y eran progresistas, y como una bandera negra que
se alzaba para combatirlos. Si esto no significaba, revelaba torpeza,
aturdimiento, ignorancia, y sobre todo, que sin plan caminaban los que harto
sabido es que siempre se han propuesto uno mismo, y no han carecido de
habilidad y resolución.
Si estos
justos temores llegaban a realizarse, quedaban dos medios a los ministros:
dejar el puesto o disolver; lo primero habría sido absurdo é indigno de hombros
que tuvieran fe en sus principios; lo segundo, por consiguiente, era lo que
debía hacerse con decisión y energía, llegado el caso de que, a los ojos del
país, puliera estar completamente justificado. ¿Cómo abandonar cobarde y
vergonzosamente el ministerio en aquellas circunstancias? ¿Quién los habría reemplazado?
¿Qué habría sido de los principios progresistas? La suerte que tuvieron cuando
los que nombraron al señor Pidal subieron al poder. Hasta criminal habría sido
el ceder en aquella situación, y era menester arrostrarlo todo para salvar lo
que el ministerio tenía interés y deber en salvar á cualquier costa
Si a adoptar
esta resolución se hubiesen limitado los ministros, y á prepararse para
realizarla, cuando llegase el momento, que no debía hacerse esperar mucho
tiempo, de elogiar hubiera sido su digna conducta; pero ocurrió al señor
Olózaga preparar el arma que debía emplear, y a los pasos que para ello dio,
más que ilegales, indiferentes, se debió la catástrofe de que vino él mismo a
ser la primera víctima. Sus ilusiones de que dominaba en Palacio, pueden sólo
explicar una conducta en aquellos días tan ajena de la cautela y aun suspicacia
que generalmente se le ha supuesto.
DECRETO
DE DISOLUCIÓN DE LAS CORTES
XLVII
Sin preceder
formal y decidida resolución, ni otro antecedente ni fundamento que una
conversación con sus compañeros sobre la necesidad en que más o menos inmediatamente
podían verse de disolver, se decidió a presentar a la reina el decreto de disolución,
que lo firmó sin el menor obstáculo en la noche del 28, aun cuando Olozaga no
se proponía hacer uso desde luego, sino cuando llegara la ocasión, que
esperaba, en que fuese absolutamente indispensable.
Calificaron
algunos de ilegal este paso, y escudriñaron hasta sus más pequeñas circunstancias
para persuadir que al darlo había contraído grave responsabilidad; pero los
hombres entendidos de todas las fracciones y que tenían títulos para exigir que
su dictamen fuese respetado, reconocieron había estado en su derecho obteniendo
el decreto de disolución, y reservándose hacer uso de él cuando lo creyese
necesario. El mismo señor Isturiz dijo en la célebre discusión a que este
suceso dio lugar, después de referir que en circunstancias análogas había
obrado de bien diverso modo: «paréceme que quien ha obrado así tiene derecho a
emitir con libertad y franqueza su opinión en esta materia: yo creo que el
señor Olózaga, pidiendo el decreto de disolución, estuvo en su derecho; y si
bien el pedirlo pudo afectar su responsabilidad moral, de ninguna manera afectó
su responsabilidad oficial».
Si la
confianza del monarca en sus ministros llega, en efecto, al extremo de abandonar
a su prudencia y juicio la elección del momento en que deba adaptarse tan importante
y trascendental medida, ningún cargo puede hacérseles porque la tengan preparada
y esperen la ocasión, el instante de llevarla a cabo. Pero los amigos de Olozaga
no pudieron menos de lamentar su funesta imprevisión en aquellas
circunstancias, y que creyese tener seguridad bastante de que su propósito no
sería conocido, o la fuerza necesaria para ejecutarlo, si, como todo lo hacía
temer, el secreto no era guardado. Ni con lo uno ni con lo otro podría contar
sin hacerse ilusiones, que aún en hombres de menos valer que él serían
indisculpables. Ni podía ni debía esperarse de una reina niña e inexperta,
rodeada siempre de personas, que Olozaga sabía demasiado le eran hostiles, por
más que lo adulasen, y sujeta a la influencia de otras que, sobre ser de todo
capaces, eran sus enemigos decididos e irreconciliables, el sigilo, al cual
podía únicamente deberse el resultado que se había propuesto obtener de la
anticipada firma del decreto. Si su pensamiento llegaba a ser conocido, con
dualismo en el ministerio por la esquivez de Serrano, ¿con qué contaba para
realizarlo? ¿Quién mandaba las armas en todas partes? ¿Qué hombres gobernaban
por punto general las provincias? ¿En qué fracción política pensaba apoyarse,
cuando se había colocado a tanta distancia de la progresista, única que podía
serle propicia? Y es tanto más de extrañar que en tan trascendentales errores
se incurriese, cuanto que nada habría sido más fácil que obtener de la reina la
firma del decreto de disolución en el momento mismo en que fuera á hacerse uso
de él, y tomar las precauciones oportunas para que su lectura en la tribuna
fuese la primera noticia que de él tuvieran los que tanta fe tenían en la
legitimidad de su misión, que no querían sujetarla a una nueva prueba, de que
habría debido salir triunfante, si la opinión les fuera tan favorable como suponían.
O tenía o no confianza en sus principios; porque en cuanto á la legalidad de
unas nuevas elecciones, no podían dudar; y es lamentable que los que malos han
creído siempre los medios empleados por sus adversarios para llegar al poder,
se decidieran por uno que no puede ser honrosamente calificado, e hizo más daño
al trono que todos los esfuerzos de sus enemigos más encarnizados.
FIRMA
S. M. EL DECRETO DE DISOLUCIÓN
XLVIII
Olozaga, que
más que nadie había contribuido a que se declarase mayor de edad a la reina, y
cuyo trono se proponía afirmar constitucional y liberalmente, para demostrar
que no en balde se había derramado tanta sangre en la guerra civil a los gritos
de Isabel y libertad, debió recibir una de las más penosas impresiones que haya
experimentado en su vida, al ver que se inauguraba el reinado de doña Isabel II
con un hecho incalificable. No podía culpar a una niña de trece años, porque su
misma edad la absolvía de toda responsabilidad moral, y aun de la material la
ficción constitucional que se ejecutó. Mas Olozaga amaba el trono y a la reina,
y temía el grave compromiso en que a uno y otro ponían los consejeros y autores
de aquellos hechos.
La elección
del señor Pidal como dijimos, puso al gobierno en la disyuntiva de dimitir o
disolver: esto manifestó particularmente el señor Cantero en su perspicaz
juicio al señor Olozaga; y éste sin tomar consejo de sus compañeros, llevó en
la misma noche del 23, en su despacho con la reina, el decreto de disolución.
Según la declaración solemne de la reina, don Salustiano de Olozaga había pedido
a S. M. que firmara el decreto de disolución de las Cortes; que S. M. se negó
resueltamente a ello, y se levantó para marcharse por la puerta que se hallaba a
su izquierda; cuando adelantándose el ministro echó el cerrojo, y entonces se
dirigió a otra puerta que estaba al frente, e igualmente echó el cerrojo el
ministro, y cogiendo a S. M. por el traje, haciéndola sentar por fuerza y asiéndola
de la mano, la obligó a firmar; pidiéndole palabra de no hablar de este suceso,
palabra que S. M. se negó a dar.
Sólo el que
no conozca la vida pública del señor Olozaga, y no le haya tratado una vez
siquiera, pudiera creerle autor de tan brutal villanía. Le hemos combatido y le
combatiremos en muchas ocasiones por no pocos errores de su vida pública,
cometidos quizá con la mejor buena fe, pero al fin errores; mas nadie ha dudado
jamás de su claro talento y buen juicio que pudiera haberle empleado para
obtener la firma por el amaño y el engaño, siendo fácil sorprender a una niña
de trece años, en vez de emplear tan torpe violencia. Es sabido y evidente que
han caracterizado en demasía al señor Olozaga la amenidad de los modales, la
mansedumbre del carácter, la dulzura del lenguaje, y que su cariño a sus hijos
lo llevó a amar a todos los niños; que tenía el don de la persuasión, y que lo
esmerado de su educación y las prendas de caballero que le han distinguido, le
hacían el menos a propósito para el papel que se le atribuyó, acudiendo a la
violencia para con una niña, y desdeñando el uso de sus facultades morales e
intelectuales.
Veamos el
contra de la anterior declaración. El señor Olózaga llevó a la firma de su
majestad el decreto de la disolución, y fuese por confiar de su ascendiente en
el ánimo de la reina, o por puritanismo constitucional, quiso el ministro que
la reina supiese lo que firmaba, y leyó el decreto. Preguntó la reina por qué
no estaba satisfecho con las Cortes; contestó el señor Olózaga sus razones,
basadas en el nombramiento de presidente que acababan de hacer, y acabó
preguntando por quién estaría S. M. si tuviera que optar entre las Cortes y sus
ministros. Por vosotros, contestó la reina. Presentó entonces el ministro
el decreto para la rúbrica; la fecha estaba en blanco; allí iba a rubricar la
reina, cuando su ministro la advirtió que era el lugar donde se pondría la
fecha; quiso firmar a la parte izquierda del papel, y el señor Olozaga tuvo que
indicar con el dedo el sitio donde se debía poner la rúbrica, y es donde se
halla, siendo igual a todas las demás, sin que se note fuese arrancada con
violencia.
Acabado el
despacho, habló la reina con su ministro sobre la recepción que debía tener
lugar al día siguiente, del príncipe de Carini,
representante de Nápoles: indicó a S. M. que debía ceñirse a preguntar por la
familia real de Nápoles, y la reina contestó que hasta sus nombres le eran
desconocidos; cogió Olozaga una Guía que había a mano, y presentó a S.
M. los nombres; mas al ver la joven reina la lista interminable de los
príncipes de Nápoles, dijo que le sería imposible aprenderlos de memoria, a lo
que manifestó el ministro; basta que S. M. se acuerde de los principales.
Terminada esta conversación, se despidió el ministro, y S. M. le fue saludando
mientras se retiraba, dándole antes dulces para su hija. Doña Isabel II
enseguida trocó el papel de reina por el de niña; llamó a algunas de sus damas,
que la hallaron con el buen humor de costumbre, y con ellas se puso a jugar a
casitas de alquiler y a quemar tiritas de papel, hasta las once, que fue a cenar
y se acostó enseguida.
CONSECUENCIAS
DE LA NOTICIA DEL ANTERIOR DECRETO
XLIX
En cuanto se
firmó el decreto de disolución, se supo, y se hablaba de él públicamente y sin
misterio alguno en la mañana siguiente del 29, y varias personas preguntaron a
algunos de los ministros sí era cierto efectivamente, sin que nada se dijera de
coacción o violencia. Circunstancia bien rara á la verdad, y que no debe
perderse de vista, para calificar este suceso extraordinario y sin igual.
Que la reina
había sido objeto del grave desacato atribuido más tarde al señor Olozaga,
debió decidirse antes que el motivo que a él hubiera dado lugar, antes que el
objeto que al cometerlo se pensara obtener. Era esto tan pequeño en comparación
del crimen que se dijo después haberse cometido, que debía perder todo su
interés, toda su importancia, y debió única y exclusivamente hablarse del
agravio hecho a la majestad real, sin cuidarse casi de lo que lo motivara. La
revelación de la violencia vino después; cuando personas heridas mortal mente
por el decreto de disolución, supieron que existía, y se propusieron a toda
costa neutralizarlo.
Las
consecuencias que de este hecho incontestable pueden y deben deducirse, son
palpables y evidentes; y sin faltar a los respetos debidos a la augusta
persona, alta y lastimosamente comprometida en este asunto, y a lo que se debe a
la desgracia, más respetable aun para nosotros, aclararemos los hechos. Cuantos
pasos se dieron después, confirmaron las fundadas sospechas, que debieron desde
luego concebirse del plan que en aquellos momentos principiaba a desenvolverse.
Si un
ministro se había atrevido a faltar a los altos respetos que la reina tenía
derecho a exigir si había arrancado violentamente su firma para una resolución
de la mayor gravedad y trascendencia; si todo esto exigía que se adoptasen las
medidas necesarias para castigar al culpable y precaver los males que pudieran
resultar, la reina constitucional debió recurrir a los consejeros responsables,
únicos que los reyes que no son absolutos, pueden oír, y a quienes es dado tomar
parte en la dirección y arreglo de los negocios del Estado. Una sola
modificación podía admitir esta regla tan justa como respetada donde se
entiende lo que es gobierno representativo, y son cumplidas sus condiciones
esenciales, y era en el caso de que los demás ministros hubiesen sido cómplices
del atentado atribuido al señor Olozaga: sus consejeros entonces no podían ser
escuchados; y habría sido justificable en tales circunstancias reunir a otras
personas para obrar con acierto en situación tan anómala y difícil. ¿Pero
sospechó nunca de los señores Luzuriaga, Cantero y Domenech?
Si su estrecha amistad con el señor Olozaga los hacían creer poco apropósito
para obrar contra él con la resolución que se estimaba necesaria,—en lo cual se
les hacía un grande agravio, supuesta la verdad del hecho que se le
imputaba,—los señores Serrano y Frías, cuyas dimisiones fueron admitidas pocos
días después, dándoles mil pruebas de benevolencia y confianza, ¿no inspiraban
lo bastante para haber sido llamados y oídos en tan críticos instantes?
Atropellando,
sin embargo, por todo, despojándolos de hecho de la investidura de tales
ministros, olvidando eran los únicos a quienes constitucionalmente podía oírse,
y que todo lo que no fuese esto era abusivo y de fatales resultados por
necesidad, se recurrió a personas extrañas, incurriendo, al designarlas, en un
nuevo error, que debía revelar más y más la intención con que en todo se
procedía. El señor Pidal, presidente del Congreso, porque tenía este carácter
fue llamado por S. M.: ¿por qué esta preferencia? ¿No era también el señor Onís
presidente del Senado? ¿Valía por ventura menos que el señor Pidal? ¿Era acaso
su posición política menos importante? Pero bastaba estuviese reputado como
progresista para que se le alejase en los primeros momentos al menos, de una
escena en que solo convenía se presentasen hombres de quienes no pudiera
dudarse, y con cuya predisposición se contaba para hacer papel en el drama que
se trataba de representar. El mismo señor Pidal dijo en la sesión del 4 de
Diciembre lo bastante para que la historia pueda calificar de apasionadamente
parcial su conducta; y de poco ajustada a la que del presidente del Congreso debía
esperarse. Después de contar sus estremecimientos al oír la relación que dijo
le hiciera la reina, las lágrimas abundantes que corrieron de sus ojos, y su
recogimiento, durante algún tiempo, asegura que formuló su dictamen de esta
manera: «Señora, después de haber oído el relato que V. M. acaba de hacer, y oídolo de sus labios, no hay un español leal que no dé a V.
M el consejo que yo voy a darle: no hay un español leal que no diga que
inmediatamente se despida al ministro culpable, porque no puede merecer ni un
instante más la confianza de V. M. Al mismo tiempo me atreveré a dar a V. M. otro consejo y es el siguiente:
que pudiendo producir muchos males al país el decreto de disolución de las
Cortes, se sirva V. M. mandarlo recoger; primero, por su nulidad, a causa de la
violencia conque ha sido arrancado, y segundo, para dejar en entera libertad en
este punto al ministro que reemplace al señor Olozaga. Pero, señora, me
permitirá V. M. la diga que estos asuntos son muy graves y de inmensa
responsabilidad, y que únicamente por un caso tan extraño y nuevo como éste, me
atrevería yo a aconsejar a V. M. Se me ha llamado como presidente del Congreso,
y yo debo decir a V. M. que si bien los presidentes de estos cuerpos en algunas
ocasiones pueden ser la expresión de la mayoría de ellos, yo no lo soy por las
circunstancias espaciales que han ocurrido en mi nombramiento. Yo soy
presidente por una combinación de coalición, y no puedo representar la opinión
entera del Congreso, como sería en otras circunstancias, de la manera que un
presidente puede representarla; y así, ruego a V. M. que si quiere encontrar
reflejada esta opinión del modo posible, me atrevo á decir que lo está en los
señores vicepresidentes del Congreso, en los cuales, por una circunstancia
feliz, se hallan representados los matices de aquella Cámara».
De nada se
acordó menos el señor Pidal que de aconsejar a S. M., como su deber lo exigía,
que oyese a sus ministros responsables, de alguno de los cuales, por lo menos,
ni tenía ni tuvo nunca motivo para dudar. Los que tienen verdadero interés por
las instituciones liberales, como tantas veces lo repitió el señor Pidal; los
que desean sinceramente su afianzamiento, no aconsejan nunca á los reyes
constitucionales que oigan otro consejo que el de sus ministros, ni contribuyen,
a espaldas de ellos, y sin su conocimiento, a que se acuerden medidas tan
graves y trascendentales como las que el señor Pidal propuso a S. M. en aquel
infausto día: esta es la verdadera lealtad; así es como únicamente se libra á
los pueblos de revoluciones y trastornos, y se aleja a los reyes de su
perdición. Y ya que tan extraviada senda se prefería, ¿por qué no invitar á esa
especie de camarilla que se improvisaba, al presidente del Senado? ¿Cómo olvidó
el señor Pidal que le era igual en categoría, y tenía por lo menos tantos
derechos como él para merecer la confianza del jefe del Estado? Pero no se
quería al lado de la reina en aquellos momentos a quien no estuviera iniciado,
en los misterios, y seguramente el señor Onís no se encontraba en este caso.
Para
atemorizar a la reina hubieron de echarla en cara que era una ingratitud disolver
las Cortes que acababan de declararla mayor de edad; que la milicia nacional
pensaba despojarla de la corona; que en seguida de disueltas las Cortes se la
darían las armas, y así irían aumentando culpas y pecados para hacer creer a S.
M. que no había firmado libremente el decreto, poniéndola en tal tortura, que
se fue urdiéndolo que al fin salió como declaración de S. M., irresponsable
como reina constitucional, y más irresponsable aún, como hemos dicho y
repetimos, por ser una niña.
INTRIGAS
L
Mientras se
citaba para la reunión propuesta por el señor Pidal, y en que la reina había
convenido, se verificaba otra de algunos diputados y senadores, y aun personas
ajenas á los dos cuerpos, en la cual se elaboraban los decretos, que bajo la
salvaguardia del consejo que diera la que el presidente del Congreso
acaudillaba, se quería que se publicasen. Apenas podría creer la posteridad
estas vergonzosas e indignas maniobras por hombres que se llamaban liberales y
parlamentarios, si no estuviesen consignadas en los célebres debates que hubo poco
después en el Congreso; los que entre muchos males, trajeron el inapreciable
bien de desenmascarar a ciertos hombres y presentarlos en toda su desnudez y
miseria. Oigamos al general Serrano referir tan singular episodio de esta
lamentable historia; así dijo en la sesión del 12 de Diciembre: «Cuando
regresaba a mi casa en la noche del 29, serían las siete y media, me encontré
en ella a varios amigos, todos del antiguo partido moderado, que me estaban
aguardando, o que llegaron inmediatamente que yo lo verifiqué. Me hablaron de
la cuestión del día, del gravísimo suceso que había ocurrido: yo ya había oído
referirlo en el Pardo, me había llamado la atención, y confieso que me
ofusqué... Al poco rato vino un íntimo amigo mío a decirme que se me aguardaba
en Palacio; que S. M. deseaba que me presentara. Entonces, uno de los amigos
que en casa estaban— después se averiguó y manifestó en la misma discusión
había sido el señor Donoso Cortés,—sacó cuatro decretos y me los dió y dijo: Vaya V. preparada con estos decretos por lo que
pueda acontecer. Era uno la destitución del señor Olozaga, por razones a mí
reservadas, decía S. M., era otro la anulación del decreto de disolución de las
Cortes, a instancias mías, a nombre de S. M.; era otro, del que no quise usar,
que el señor Olozaga no pudiera ejercer ningún cargo público; era otro, que S.
M. no pudiera despachar nunca sino en presencia de todo el Consejo de
ministros. Esto era denigrativo a la majestad, y no lo recibí siquiera» . De
esta manera, en conciliábulos oscuros e ilegales, se fraguaban los decretos, de
que se procuraba hacer editores responsables a los ministros, y lo que es aún
más escandaloso, se pretendía ejercer, y aun se ejercía de hecho, el verdadero
poder real por los que entra mentidas protestas de lealtad y respeto al trono,
sólo lo defendían por engrandecerse y dominar a su sombra.
ESCENA
EN LA CÁMARA DE S. M.
LI
Congregados
los vicepresidentes del Congreso con el señor Pidal a la cabeza, penetraron en
la cámara de S. M., y la escena allí representada es digna también de la
atención y examen de los hombres pensadores. Nadie con más exactitud y
pormenores que el señor Alcón la describió en el Parlamento, y no habiendo sido
impugnada su relación ni contradicha en lo más mínimo, ninguno más a propósito,
sin duda, para hacer formar de ella idea cabal y cumplida. «Obedecimos, dijo;
el señor Pidal tomó la palabra, y dijo que S. M. le había llamado y le había
referido el hecho que todos sabemos y que se refiere en el acta. Luego que
concluyó, habiendo preguntado a S. M. si era así S. M. respondió que sí; y lo
repitió con una dulzura y bondad propias de su elevado puesto, de su carácter y
de su edad, y sin manifestar ningún enfado contra persona determinada.
Concluida la relación nos dijo: ¿qué os parece? Y entonces el señor Pidal
respondió: señora, un ministro que se ha portado así no merece que se le
continúe por más tiempo la confianza, Yo repetí lo mismo; me sorprendí, me
incomodé, reprobé la conducta del señor Olózaga, y luego diré por qué; y con el
parecer del señor Pidal estuvieron enteramente conforme los demás compañeros».
No puede darse mayor escarnio de las prácticas constitucionales. El señor Pidal
es quien refiere el suceso; el señor Pidal pregunta a S. M. si está conforme
con él, y dignándose contestar afirmativamente, repite lo mismo que él había
dicho: el señor Pidal es quien prepara la resolución: sus compañeros,
sorprendidos unos, en connivencia con él, sin duda, otros, la aprueban; y
adoptada unánimemente es cuando se nota por primera vez la falta de un ministro;
no para que aconseje a S. M.; esto estaba ya hecho y aun acordado lo que debía
ejecutarse, sino para que firmara los decretos que a cualquier costa y de
cualquier modo era necesario obtener sin pérdida de momento. Si de esta
circunstancia importantísima pudiera dudarse, el testimonio del señor Serrano,
único ministro llamado a aquella conferencia, vendría en su comprobación evidente;
pues la presencia del señor Frías fue casual por hallarse aquella noche de
despacho. «Allí, en el despacho de S. M., dijo el general, se habló del hecho,
y yo me tomé la libertad de dirigir algunas preguntas a la reina, a las que
contestó perfectamente de acuerdo con el acta, Se dijo que estaba resuelta la
exoneración del señor Olozaga, y me conforme completamente, la aprobé: confieso
que los acontecimientos de aquel día, presentados en aquel momento con tanta
prisa, con tanta exageración, con tan malos colores, me ofuscaron bastante».
Estiba,
pues, resuelta la exoneración cuando el general Serrano fue llamado: la reina
constitucional, sin el acuerdo de sus ministros, había adoptado una grave
resolución; y ofuscado bastante uno de ellos por los acontecimientos del día y
la prisa con que se los presentaron, fue como convino en tomar sobre sí,
firmándola, la responsabilidad que pudiera llevar consigo.
Como si la
Providencia hubiese querido reunir todas las circunstancias que pudieran servir
para que la historia calificase un suceso de suyo tan impenetrable como extraordinario,
coincidió, con lo que queda ligeramente referido, la presentación del señor Olozaga
en la antecámara de S. M. mientras se celebraba la reunión que podrá llamarse
del señor Pidal, por la exclusiva parte que tuvo en ella. Díjole el gentilhombre, señor duque de Osuna, que S. M. no recibía; pero como le
replicase que iba a despachar, y que la de que S. M. no recibía, no era fórmula
con que debía despedirse a un ministro en tal caso, sino la de S. M. no
despacha, lo anunció; y apenas trascurridos algunos instantes, salió de la real
cámara el duque y le dijo: «S. M. me manda decir a usted que le ha destituido
del cargo de ministro, y en el ministerio encontrará usted el decreto».— «Sea
muy enhorabuena», contestó, y se volvió a la secretaría.
El señor
Alcón propuso en aquel momento se le recibiese; ya que tan apropósito se presentaba;
pero los demás concurrentes se opusieron a ello abiertamente, bajo el frívolo
pretexto de que equivaldría a carearlo con la reina lo cual era contrario a los
altos respetos que no podían menos de guardársele. Nadie, seguramente, pensaría
en semejante desacierto; y era de creer que él resultado de tan importante
entrevista, hubiera sido convencer y confundir al señor Olózaga, si era
culpable, o evitar al trono y a la reina los graves conflictos y terribles
compromisos en que adoptando otro rumbo vino a ponérseles: la posibilidad de
que el señor Olozaga se justificara en ella, bastaba para que se le resistiese
por los que estaban resueltos a todo trance a aprovechar la ocasión que se
había presentado; los momentos eran tan críticos y decisivos, y antes que todo
era utilizarlos.
Después que
el señor Olozaga se retiró de la antecámara, y de algunas excusas por parte de
los señores Serrano y Frías a firmar los decretos acordados, se extendió y
firmó esta último: «Usando de la prerrogativa que me compete por el art. 47 de
la Constitución vengo en exonerar, por gravísimas razones a mi reservadas, a
don Salustiano de Olozaga de los cargos de presidente del Consejo de ministros
y ministro de Estado». Así lo había redactado la reunión que encargó al señor
Donoso Cortés ponerlo en manos del general Serrano.
Al mostrarle
Frías a sus compañeros, le hicieron conocer que la fórmula adoptada era propia
de los gobiernos absolutos; que infamaba además al ministro exonerado, lo cual
no era permitido a un rey constitucional; volvió á Palacio, insistió en que se
pasara recado a la reina, ya recogida, y obtuvo en su consecuencia de S. M.
fácilmente, y sin repugnancia alguna, que se variase y redactara de nuevo en
esta forma:
«Usando de
la prerrogativa que me compete por el art. 47 de la Constitución, vengo en
exonerar a don Salustiano de Olózaga de los cargos de presidente del Consejo de
ministros y ministro de Estado».
También se firmó en aquella misma noche otro decreto en que se anulaba el de disolución, y es un mentís a la violencia con que se pretendió haberse firmado; porque lo que se ha dignado otorgar a instancias suyas; excluye la idea de atentado y violencia; se le comunicó el mismo 29 al señor Olózaga, quien contestó el 30 en estos términos: «Excmo. señor: Esta noche, después de las dos, he recibido una comunicación de V. E. en que se sirve trasladarme un real decreto de S. M. por el que deroga y manda recoger otro, que se dignó expedir para la disolución de las Cortes. S. M. tiene a bien expresar en el decreto que V. E. me traslada que el de la disolución de las Cortes lo dio a instancias mías, con lo que queda destruida en su origen la invención tan absurda como trascendental, que supone que fue obtenido por la violencia. Si todavía hubiese quien insistiese en hacer valer semejante idea, yo tendré la honra de proponer a V. E. el medio único da que se aclare en mi presencia la verdad. Mientras tanto, cumplo con remitir a V. E. el decreto rubricado por S. M, que como V. E. observará no tiene ni firma ni fecha, porque no ha llegado aún el caso de hacer de él el uso conveniente. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 33 de Noviembre de 1843.—Salustiano de
Olozaga.—Excmo. señor ministro de la Guerra».
Al volver el
señor Frías con el decreto de exoneración del señor Olozaga á palacio, para
reformarlo, llevó también la dimisión de los señeres Luzuriaga, Cantero y Domenech, que mancomunaban su responsabilidad con la del
presidente en todos sus actos.
REUNIÓN
DE LOS PROGRESISTAS
LII
Ajenos
completamente se hallaban los diputados progresistas a cuanto sucedía, habiendo
llegado únicamente a sus oídos las voces da que so pensaba disolver las Cortes;
pero distantes de los ministros y de los palaciegos, nada sabían con seguridad,
y esperaban tranquilos los sucesos, resignados a arrostrar los peligros que
pudieran ofrecer.
Después del
nombramiento del señor Olozaga para la presidencia, habían creído estar en el
caso de organizarse y fijar la marcha que debieran seguir en lo sucesivo.
Reunidos con este objeto en casa del señor Madoz unos 75, examinaron
detenidamente la situación, discutieron con calma y sin espíritu de bandería
las cuestiones capitales que era indispensable resolver para determinar mejor
su conducta, y adoptaron unánimes el acuerdo que encargaron manifestaren el Congreso
al señor Cortina, y lo hizo el 5 de Diciembre, diciendo: «Por primera vez nos
reunimos con este fin; y yo voy a cumplir en este instante una misión que
recibí con la mayor complacencia, con el mayor gusto. En aquella reunión, que
se compuso de 75 diputados, si mal no me acuerdo, se acordó reorganizarse para
resistir todo proyecto de reacción en las ideas y en las leyes. Además de este
acuerdo solemne se hizo otro, que me complazco en manifestar aquí: acordamos
solemnemente condenar todo conato de revolución, y emplear todos nuestros
esfuerzos para que las graves cuestiones de política y administración que han
de promoverse, se ventilaran en esta arena parlamentaria, sin que de modo
ninguno, fuera de ella, pudieran agitarse en ningún caso».
Formaba
parte el señor Ayllón de esta reunión, y aun solía presidirla; sus años, y los
respetos que merecía, eran la causa de que comúnmente así se le distinguiera.
Fiel a sus compromisos, apenas salió de palacio la noche del 29, notició al
señor Cortina lo ocurrido; escandalizóse, y
convinieron en la necesidad de reunirse al día siguiente para examinar tan raro
suceso, y uniformar, si era posible, su conducta en el Parlamento. previa
urgente convocación, se reunieron en número considerable en casa del señor
Madoz, y ante todo se creyó indispensable conocer con exactitud las causas de
aquella crisis tan extraña, para que fuera de este modo acertada cualquiera
resolución que adoptasen. Nada más natural que dirigirse para ello a los mismos
ministros. Progresistas como ellos, tenían los mismos intereses, y de su
probidad nunca desmentida no podía dudarse sin ofenderlos. Nombraron en su
consecuencia comisiones que viesen a los señores Cantero, Luzuriaga, Domenech y Serrano; y escribieron al señor Olozaga
pidiéndole explicaciones sobre el suceso, paréciéndoles preferible este medio de entenderse en aquellas circunstancias.
En breve
regresaron los encargados de buscar a los señores Domenech,
Luzuriaga y Cantero, e hicieron uniforme y minuciosa relación de los sucesos de
aquellos días, y singularmente del más grande e importante de ellos, que
principió a robustecer la opinión que a primera vista y casi instintivamente
habían formado de él casi todos. El general Serrano fue en persona a la
reunión; y sus manifestaciones, aunque revelaban el estado de su ánimo respecto
a su antiguo compañero el señor Olozaga, dieron a conocer también sus dudas,
sus escrúpulos, y que no estaba lejos de creerse cogido en algún lazo, que
pérfida e indignamente se le tendiera: el señor Olozaga contestó que, dispuesto
a dar las explicaciones que se le pedían, desearía poder hacerlo de palabra, si
en ello no se creía haber inconveniente, para que fuesen tan cumplidas como era
justo y él anhelaba. Aceptada su propuesta, justo es decir en honra de los
progresistas que, viéndole víctima de una maniobra, que aparecía con los caracteres
más odiosos y vituperables, desaparecieron hasta las más pronunciadas antipatías
contra él, y sus primeras palabras, cuando se presentó en la reunión, fueron
escuchadas con sobrada benevolencia y no poca prevención en su favor. Sus
francas y sentidas explicaciones guardaron exacta conformidad con las que
habían hecho los señores Luzuriaga, Domenech y
Cantero, y aun con lo que el mismo general Serrano había dejado traslucir; y
todos, sin vacilar, consideraron como suya su causa, y se persuadieron de que
el partido progresista era el proscripto, en su cabeza, a la sombra de una
intriga, de la cual sentían sobre todo ver que la primera víctima era la reina,
de cuyo nombre e inocencia tan escandalosamente se abusaba. Fue el señor
Cortina el primero que se hizo intérprete de los sentimientos de sus
compañeros, y sus palabras elocuentes, precisas y exactas, encontraron en todos
grata y cordial acogida. Apoyólas eficazmente el
señor Madoz, cuya autoridad era tanto más apreciable en este caso cuanto
conocidas eran de todos sus prevenciones contra el señor Olozaga; hablaron
otros varios de los presentes en el mismo sentido, y convencidos todos muy
pronto en la idea que debía formarse de aquel acontecimiento, se dedicaron á
ocuparse de los medios de neutralizar sus consecuencias en lo que pudieran.
PROPOSICIÓN
DE LOS PROGRESISTAS . REUNIÓN EN PALACIO
LIII
Había
presidido, como de ordinario, el señor Alcón, y obligado a retirarse para concurrir
a otra reunión que en palacio se debía celebrar, le manifestaron hiciera cuanto
pudiese para que el señor Olozaga fuese llamado a ella, persuadidos de que era
este acaso el único medio seguro de descubrir la verdad; en lo cual estaban en
su derecho, encargando al señor Alcón, que opinaba como ellos, y tenía el mismo
interés, hiciera todo lo que le fuese posible para conseguirlo. No contentos
con esto, acordaron que una comisión fuese a ver al general Serrano para
rogarle cooperase igualmente al logro de su deseo. Todo fue inútil. Los que
creían criminal al señor Olozaga ó lo decían al menos, resistieron
constantemente que compareciese ante su juez, en cuya presencia habría podido
ser fácilmente anonadado y confundido: se empeñaron en que todo quedase envuelto
en el misterio, y prefirieron que hubiera quien dudase de la palabra de la reina,
a que se mostrase era exacto y verídico cuanto se había servido manifestar; los
que creían al señor Olozaga blanco de las iras de una fracción que todo lo
quería dominar, y a la que él se había propuesto hacer sucumbir; los que le
consideraban sacrificado a una maniobra, tan mal concebida como torpemente
ejecutada, y que al trono más que a nadie vulneraba y ofendía, querían, a la
vez que librar la víctima escogida, evitar el descrédito de una institución,
que no para proteger sus intereses individuales, sino para la felicidad y
bienestar del país, habían defendido siempre y deseaban conservar sin mancha;
querían antes que emprender la lucha que se les provocaba, conciliar sin el
escándalo que no podía menos de causar, los sagrados y respetables intereses,
que tan maquiavélicamente se habían puesto en choque.
La comisión
encargada de ver al general Serrano, no le halló ni en su casa ni en el
ministerio; llevada de su celo, le buscó en palacio, donde se la dijo hallarse;
y como tampoco la fuese dado hablarle, le escribió el siguiente papel, haciendo
lo posible para que llegara a sus manos, como llegó, en los críticos momentos
en que su influencia pudiera haber sido de alguna utilidad:
«La
comisión, compuesta de los señores Sánchez Silva, Prat y Ramírez, tiene el
encargo de decir a usted que han acordado sus compañeros manifestarle interesa a
la causa del país, que el señor Olozaga sea llamado a descartarse de los cargos
que se le hacen ante S. M. y presidentes de los Cuerpos Colegisladores, que en
este momento se hallan reunidos».
Lo que
hicieron el señor Serrano y el señor Alcón, no dio resultados, al menos para
que se realizase este pensamiento salvador; bastó para que no insistiesen, el
recordarles que el día anterior se había desestimado la indicación que con
igual objeto hiciera el mismo señor Alcón, y la repetición de la ridícula e
inexacta comparación que se había hecho de la deseada entrevista con un careo;
y los comisionados volvieron muy pronto á la reunión con la noticia de que su
deseo era irrealizable.
Preciso era,
cerrada esta puerta, abrir otra, y no eran muchas las que había practicables
para los progresistas en aquellas circunstancias. Acordóse entonces dirigirse al presidente del Congreso pidiéndole se convocase
inmediatamente para ocuparse del grave incidente que absorbía la atención pública,
y era necesario conociesen con exactitud el país y la Europa entera.
Mientras
todo esto sucedía, se ocupaba la reunión de Palacio de lo que era una consecuencia
necesaria de las resoluciones adoptadas el día anterior. El señor Olozaga había
sido destituido: los señores Domenech, Cantero y
Luzuriaga, olvidados y desatendidos completamente, habían dimitido: era preciso
constituir un ministerio que reemplazase al anterior, de hecho disuelto, y que
se prestase a aceptar las consecuencias de la espantosa y difícil situación que
se había creado.
Tratábase de extender un acta
solemne del acontecimiento que motivaba cuanto sucedía, y cuyo verdadero objeto
era comprometer y dejar ligada á la reina por medio de una manifestación
solemne y pública, que pusiera a cubierto a cuantos habían hecho más o menos
importante papel en tan deplorables escenas. Aunque impugnada esta idea por los
señores Alcón y Serrano, no muy enérgicamente, fue aprobada; si bien con la
reforma de que no concurriese a ella el cuerpo diplomático como se había
primero pensado.
Uno de los
asistentes á aquella reunión, el señor Alcón, dio cuenta de ella en los siguientes
términos: «Me presenté a la hora señalada; encontré ya allí a los compañeros, a
los del Senado, y a alguna otra persona; pero no estaban, como yo esperaba, las
autoridades y demás individuos que también debían haberse convocado. Se echó de
menos a los dos ministros; se dijo que sin ellos nada podía hacerse. A poco
rato se recibió una carta firmada por el subsecretario de la Guerra, en la que
refiriéndose a lo que le había dicho o mandado el señor ministro del ramo,
decía que se había diferido la extensión del acta hasta el día inmediato. Pero
no se tuvo por aviso oficial, y así insistimos. Esperamos, con más o menos
impaciencia, y como pasaba el tiempo y la noche avanzaba, cada cual manifestaba
su opinión. Unos decían que debía traerse a la fuerza a los señores ministros,
no para precisarlos a que suscribieran el acta, no, nada de eso; haría en
suponerlo una injusticia a los que hicieron semejante proposición: sino para
que dijeran si la autorizaban o no, como se acostumbra. Otros proponían que se
nombrase un ministro para aquel acto sólo; otros que se improvisara un
ministerio. En una palabra, en la impaciencia y ansiedad en que estábamos,
aunque no todos en igual grado, cada uno emitía sus opiniones. Y, señores, no
sólo estábamos creídos nosotros que en aquella noche se había de extender el
acta, sino que lo estaba S. M., que teniendo costumbre de recogerse a las diez o
diez y media, en aquella noche se le precisó á estarse allí hasta la una; a
cuya hora, no pudiendo sin duda resistir más, salió fatigada diciéndonos que
iba a recogerse, y yo me retiré».
En esta
reunión encargó la reina a Pidal la formación de un nuevo ministerio.
NEGOCIACIONES
Y PROYECTOS PARA NUEVO MINISTERIO
LIV
En cuanto
fue encargado el señor Pidal por S. M. de la formación del ministerio, iba a
salir de la real cámara el general Serrano despidiéndose reverentemente de la
reina, cuando el señor presidente del Congreso le llamó; estaba hablando con S.
M., y le dijo el señor Pidal: S M. me ha llamado honrándome con la misión de
formar un nuevo ministerio, y yo he contestado que poniéndome de acuerdo con V.
estoy conforme. Serrano dijo entonces a S. M. «que no le parecía «conveniente
que el señor Pidal formara el ministerio: que reconocía las altas cualidades,
las prendas apreciables que adornaban a S. S., porque habiéndose querido dar
una interpretación siniestra al suceso escandaloso que les había reunido allí,
podía creerse que era verdad esa interpretación dada, si no se llamaba a un
individuo del antiguo partido progresista, y mucho más al Sr. López, que tan
buenos recuerdos conservaba y que tantos y tan grandes servicios había prestado
al país y a la reina.» El señor Pidal reconoció en parte la fuerza de este
argumento, y rogó a S. M. que lo pensara; pero le ofreció que estaba dispuesto a
hacer lo que S. M. tuviese a bien determinar, haciendo cuanto estuviese de su
parte. «Yo confieso, señores, dijo el Sr. Serrano en las Cortes, que la llamada
por S. M. en su libre y constitucional derecho, del señor Pidal, como hombre
político, me alarmó tanto, que en seguida se lo dije a dos amigos míos que allí
estaban, y me fui al ministerio decidido á hacer mi dimisión, porque desde
aquel momento no creía debía continuar un instante al frente del departamento
de la «Guerra».
Esta franca
y noble oposición del general Serrano, hubo de alarmar a algunos que creían
acaso necesaria todavía su cooperación, y procuraron no sólo satisfacerle, sino
que lo halagaron hasta el punto de rogarle se encargara de formar un ministerio
de coa lición, sin contar, por cierto, con la voluntad de la reina, y usurpando
la más importante de sus prerrogativas. Lo que sobre esto manifestó el general
Serrano en pleno Congreso, tiene la mayor importancia, por revelar la posición a
que tenía reducida a la reina, no el partido moderado, al que no hacemos tal
ofensa, aunque de ello no protestara y admitiera todas las consecuencias, sino
la facción que se apoderó de S. M. en aquellos días, y hasta un punto tan
inconcebible abusó de su candorosa inexperiencia. «Esto, señores, dijo, llamó
la atención, y varios amigos míos y otros señores vinieron al ministerio y me
dieron una especie de satisfacción, digámoslo así. Me instaron a que siguiera
en la secretaría y sobre todo, a pensar de no haber recibido misión de S. M.,
me manifestaron que formara un ministerio de coalición. Yo entonces, señores,
con la mejor intención, hice una lista y cité a varios amigos para hablar con
ellos».
Sobre todo,
pues, instaban al general Serrano los amigos que le hablaron, a que formase, a
pesar de no haber recibido misión de S. M., un ministerio de coalición. La misión
de la reina, la consideraban innecesaria y aun la usurparon, porque otras
personas eran las que ejercían la atribución más importante del poder real, que
es la de nombrar ministros; y sin duda contarían con la seguridad de imponerle
su voluntad, cuando tanto se aventuraban. Nada puede dar idea más cabal y más
cumplida de la situación, ni contribuir tan poderosamente a juzgar con acierto
los sucesos que en pocos días presenció con escándalo el país.
El general
Serrano, con buen deseo, recurrió a los diputados progresistas para que
formaran parte del ministerio que se había propuesto organizar sin misión de S.
M. para ello. Reunidos se hallaban en casa del señor Madoz, cuando recibieron
una invitación para que lo viesen inmediatamente; y una comisión, compuesta de
los señores Cortina, Moreno López y Madoz, pasaroa verlo. Recibióles en la secretaría de Marina, porque
en la de Guerra estaban los que le habían dado la misión que en aquel momento
desempeñaba, y les dijo lo que se proponía. La comisión no pudo menos de
manifestar sus temores y grande alarma; no quiso convenir en formar un
ministerio de coalición; expuso que los progresistas se conformaban con que
hubiera un ministerio todo moderado; que no le harían la oposición sino noble y
dignamente, pero que de ninguna manera querían un ministerio de coalición,
vistos los sucesos que ocurrían en aquel momento. Entonces se decidió Serrano a
hacer dimisión del ministerio de la Guerra, que aún desempeñaba, y al ponerla
en manos de S. M. la dijo: «Señora: mi ánimo está convencido de que no es
posible un ministerio de coalición, y creo se está en el caso de formar un
gabinete todo moderado o todo progresista... Si es todo moderado, yo me atrevo a
indicar las personas del señor Martínez de la Rosa, del señor duque de Rivas o
del señor Pidal, presidente del Congreso, para que aconsejen a V. M. sobre la
formación del gabinete. Si éste es progresista, yo tengo mi candidato, el señor
López; y seré ministro de la Guerra, si V. M. y este señor lo quieren así».
Pero la reina no estaba inclinada por los progresistas y menos por el señor
López, tan deferente siempre con S. M.
GONZALEZ
BRAVO Y EL ACTA
LV
Enmarañábanse, en tanto, los sucesos y
se aproximaba el desenlace. La resistencia de los señores Serrano y Frías a
autorizar el acta acordada, fue causa de que se dilatase hasta el siguiente
día. Reunidas entonces las personas invitadas a presenciar tan indefinible
escena, se dio principio por una especie de prólogo, que fue el nombramiento de
don Luis González Bravo para presidente del Consejo de Ministros y notario
mayor de los reinos. Presentósele este decreto a
Serrano, entró a despachar por última vez con S. M., firmó el decreto y lo
mandó a secretaria para poner las órdenes y traslados convenientes. Admitiéronse enseguida las dimisiones de los demás
ministros, empleando el lenguaje más severo respecto a los señores Luzuriaga,
Cantero y Domenech; mientras a los señores Serrano y
Frías se les tributaban grandes y encarecidos elogios, y se daba al general la
gran cruz de San Fernando. Quedó el señor González Bravo de único ministro y
dueño absoluto del terreno.
Ajeno el
señor Pidal a este acontecimiento, aun se ocupaba en formar su ministerio,
cumpliendo el encargo de la reina, cuando se presentó el señor González Bravo a
manifestarle y demostrarle que era él el encargado de organizar el gabinete de
que ya estaba nombrado presidente: a la vez que se asombró, debió felicitarse
de que le quitaran el peso que la abrumaba, por las dificultades que se le
presentaban para formar gobierno; se negó a pertenecer al de González Bravo, y
no sólo en el seno de la amistad, sino en el de sus amigos políticos, se
condolió de que cualesquiera que fueran las circunstancias, se hubiera impuesto
a la reina el antiguo redactor de El Guirigay, al que tanto denigró a su
madre como reina y como señora. Pero los que querían disponer del gobierno de
España, necesitaban un hombre resuelto a todo, y seguramente que nadie más a
propósito que el elegido, que veía superabundantemente satisfecha su ambición
con la posesión de lo que tanto anhelaba, sin que le importara el precio, pues
hubiera, como Fausto, dado su alma al diablo a trueque de ser ministro.
Encumbrado
ahora por el partido moderado, al que tanto había ultrajado, y al que habían
calificado en documentos oficiales ante las Cortes de escritor escandaloso, subversivo
y anárquico, mucho tenía que hacer para justificar la confianza que en él se
depositaba, y lo haría, si para conseguirlo empleaba su gran talento, su
desmedida audacia, y su falta de aprensión para todo.
Su primer
acto fue extender el acta que no había querido sancionar ningún ministro, y
aunque ya hemos demostrado su contenido, es documento que debe figurar en la
Historia, y lo remitimos al apéndice.
APLAUSOS
A OLOZAGA. SU ACUSACIÓN. TRIUNFO PARLAMENTARIO DE CORTINA
LVI
Las sesiones
de Cortes, que habían estado suspensas el 29 y 30 de Noviembre, se reanudaron
en el Congreso el 1 de Diciembre a petición de los diputados y con la natural
impaciente curiosidad del público, que llenó las tribunas y saludó la entrada
del señor Olozaga con estrepitosos aplausos y vivas, suspendiéndose la sesión
por algunos instantes, hasta acallar el clamoreo que se produjo. Abierta de
nuevo, se leyeron los decretos de exoneración de Olozaga, admisión de las
renuncias de los demás ministros y nombramiento del señor González Bravo; se
empezó a tratar de si habían de ser considerados como diputados los que
acababan de ser ministros y sujetos a reelección sin poder tomar parte en las
discusiones del Congreso; y cuando se estaba en esta discusión, se presentó el
nuevo presidente del Consejo y leyó el acta de la declaración de la reina
contra el señor Olozaga.
El guante
estaba arrojado: el Congreso presentaba un aspecto imponente; excitadas las
pasiones, a todos excitaba su calentura; los partidos moderado y progresista
esgrimían sus armas para el combate, y los que acababan de estar forzosamente
unidos, se miraban como los más irreconciliables enemigos. Los primeros
quisieron evitar la discusión, que se oyera al acusado, y hasta a los
compañeros de gabinete, contra los que ninguna acusación pesaba. Esto no era
digno, y lo era menos o ilegal, llevar la famosa acta al Parlamento,
contrariando su texto, que decía quedarse archivada, y sin acompañarla de
ninguna orden o autorización de la reina para presentarla a las Cámaras, donde
tenían necesariamente que ser objeto de discusión la reina y sus palabras. A
tanto ciega la pasión política.
Diecisiete
días duraron las discusiones en medio de un aluvión de proposiciones y de
enmiendas. Allí se hicieron ostentosos alardes de un monarquismo idólatra, por
personas que denigraron después a la misma que ensalzaban; allí se dijo que
cuando la reina había hablado, debía creerse ciegamente lo que había dicho; que
nadie debía atreverse a dudar de las palabras de la reina; que una persona e
inviolable no podía faltar a la verdad; que si no se había dado la divinidad a
la reina, era porque no estaba en su poder el dársela; y muchos, a renglón
seguido, invocaban la nación, de la que se llamaban representantes. ¡Así se
minaba la monarquía por los que llamándose sus defensores eran sus mayores
enemigos!
En cuanto a
los cargos que mutuamente se dirigieron de infracciones de la Constitución,
pocos estaban libres de culpa; ningún partido podía arrojar la primera piedra,
y el señor López sufrió el tormento de oír justas acusaciones del señor
Martínez de la Rosa.
Con gran talento y nobleza, aunque con profusión de minuciosos detalles, se defendió Olózaga, siempre dueño de sí mismo, guardando elevadas consideraciones, y sin rasgar de una voz el velo. Dijo una gran verdad profética al pronunciar elocuente estas palabras: «Habéis convertido el trono en un ariete para dirigirlo contra la frente de un ciudadano; pues miradla... ¡está ilesa! Ahora, volved la vista al trono». López tuvo
la nobleza de reconocer en parte sus errores; de ver desvanecidas sus
ilusiones, de no estar seguro de haber salvado la libertad, de no ver tan clara
la lealtad de sus contrarios, profetizando que una reacción era posible, y que
tal vez le esperaba la persecución en premio de sus servicios. Siempre
elocuente, tuvo momentos de magnífica indignación, de noble vehemencia y de
profunda claridad. Elevó intencionadamente sus tiros por encima de la cabeza de
los que habían traído las cosas a aquel estado; y para llegar más alto, recordó
con amarga decisión y gran oportunidad, que dos veces, antes de separarse de la
reina, S. M. le había dicho que en todos los casos apurados, evocaría su
lealtad y sus consejos, y que no sólo no se le había llamado, sino que acababa
de oír de boca del Sr. Alcón que habiéndose indicado por el general Serrano su
persona como una de las que se debían consultar, había contestada S. M.: eso
no.
Paro les
honores de aquella dilatada y grandilocuente discusión, fueron para don Manuel
Cortina, que se mostró consumado jurisconsulto, profundo estadista hábil hombre
de gobierno, diestro y eminente orador. Desdeñando pormenores y elevándose
sobre todos, tomó la cuestión en su verdadero punto, supo manifestar hábilmente
que a Olozaga se le buscaba como instrumento; que si no se prestaba a serlo se
le sacrificaría, y si a ello se prestaba se le sacrificaría del mismo modo
después de haber servido. Demostró su consecuencia progresista, su deseo de la
unión de todos los amantes de la libertad y cuanto había hecho en este sentido,
sin exclusivismo; y expuso con verdad lo que también había hecho en favor de
los moderados, por hacer bien, cuando estaban en desgracia. Cotejó la
declaración de la reina y su decreto, que se contradecían; recordó con suma
pericia y atinada oportunidad las antiguas leyes del reino, que no admitían las
declaraciones de los reyes en propia causa, como pruebas sin tacha; demostró
que el haber llevado González Bravo a las Cortes un documento mandado archivar,
era sobrado motivo para acusar al ministro, porque si desacato grave es el que
un ministro estrechara la voluntad de S. M. a que firmara un documento que no
quería firmar, tan grande o mayor desacato es el acto de un ministro que sin
contar con la voluntad del jefe del Estado, da un paso de esta naturaleza y de
las consecuencias que debe tener. Lo uno es forzar la voluntad de S. M.; lo
otro, suplantarla. Dijo que no estaba la cuestión entre la reina y un hombre,
sino entre doña Isabel II de Borbón y la reina constitucional de España. «Doña
Isabel de Borbón es la que ha hablado en el documento que se ha leído aquí, y
ha referido en él una cosa que le consta por conocimiento propio, y de que
nadie más le tenia. Las ilustres personas que concurrieron a este acto, de lo
que deponen, de lo que responden, es de que S. M. pronunció aquellas palabras;
pero del hecho no pueden responder porque no le presenciaron; responderán como
caballeros; y como caballero que soy yo también, responderé y lo sostendré como
sea necesario; pero aquí somos diputados, hombres de ley, y es necesario que
entre ala cabeza a juzgar, porque el corazón es para fuera. La reina
constitucional de España con su ministro responsable, que es a como son los
reyes que reinan en países gobernados como el nuestro, ha dicho lo contrario.
Los señores diputados recuerdan que en el decreto que se dirigió al señor
ministro de la Guerra, don Francisco Serrano, apara que recogiese el de
disolución de las Cortes, que se decía arrancado por la fuerza, se dice
terminantemente que S. M. se había dignado dirigir aquel decreto á don
Salustiano de Olozaga, a instancias suyas».
Dirigiéndose
a los autores y sostenedores de un proyecto de. mensaje a la reina, les
preguntaban cómo podían decir que se hacía este mensaje con motivo de la
comunicación que de real orden había hecho el ministro, cuando no existía tal
orden, ni había dicho González Bravo que la tuviese de palabra, y cómo
prejuzgaban una cuestión que podía ir a las Cortes como tribunal encargado de
juzgar a un ministro.
Defendiendo
su causa, y contestando a la vez a las impugnaciones que le hicieron Martínez
de la Rosa, Bravo Murillo, Posada y otros, no dejó un solo argumento en pie, y
los discursos que pronunció, y de los que se hicieron grandes tiradas, quedaron
indudablemente, cual ya se han calificado, como modelos de lógica, de saber, de
vigorosa dialéctica y de irresistible demostración: jamás orador eminente se
elevó a tanta altura; confundió y destrozó a sus contrarios y ostentó un valor
cívico ejemplar.
Concluyó
recordando que constantemente había trabajado para la conciliación; que era su
lema no más reacciones, no más revoluciones; condenó la conducta observada por
el gobierno en la presentación y discusión del acta; que por las opiniones y
doctrinas que se habían sostenido, unidas á hechos gravísimos que había citado,
temía que se realizara una reacción temible, cuyas consecuencias hacia recaer
sobre los ministros que las provocaban; y que se retiraba á la vida privada,
sin renunciar a levantar su voz en el Congreso, cuando fuere necesario, en
defensa de la libertad y de los principios de que jamás había renegado ni podía
renegar.
El final de
aquella discusión contrastó con su principio que, aunque violenta y apasionada,
fue solemne y grave: degeneró, se trató de vulgarizar la cuestión rebajándola
hasta convertirla en una chanza; no faltaron personalidades poco convenientes;
tuvieron verdaderos descuidos los señores Bravo Murillo, Martínez de la Rosa,
Posada y otros, tanto más indisculpables cuanto mayor era el mérito de estas
personas, y al fin se aprobó el mensaje a S. M. por 101 votos contra 48.
El señor Olozaga,
accediendo a los consejos de sus amigos, que tuvieron ocasión de conocer que se
trataba de ejecutar villanos y criminales proyectos, marchó a Portugal, cuyo
gobierno, faltando a la hospitalidad debida, le obligó a pasar a Inglaterra..
MENSAJE
A S. M.. SUSPENSIÓN DE LAS CORTES— SUS TRABAJOS
LVII
El 20
presentó a S. M. la comisión del Congreso el mensaje acordado; y el señor
Martínez de la Rosa, que la presidía, dijo a S. M.: «Señora: El Congreso de los
diputados nos ha dado el honroso encargo de manifestar a V. M. sus sentimientos
de respeto y lealtad con motivo de la comunicación que de real orden ha hecho
el señor secretario del despacho de Estado del acta en que se refieren los
deplorables acontecimientos ocurridos en el real palacio en la noche del 28 de
Noviembre último. El Congreso de los diputados, al expresar a V. M. estos
sentimientos, no es sino el fiel intérprete de los que animan a toda la nación,
cada día más resuelta a velar incesantemente en defensa del trono
constitucional y de la sagrada persona de V. M.»
S. M. se
dignó contestar: «Acepto con gratitud las expresiones de los sentimientos de
respeto y lealtad, que con motivo de recientes y deplorables sucesos, me
manifiesta el Congreso de los diputados. Cuento con su patriótica cooperación
para mantener ilesa la dignidad del trono conforme a la Constitución que hemos
jurado; así como las Cortes pueden contar conmigo para conservar intacto el
depósito de las leyes y de las instituciones del país.»—¡Excelente comedia!
Las sesiones
de las Cortes, que habían estado suspendidas desde la votación del anterior
mensaje, reanudaron sus tareas el 23 para dar cuenta la comisión de haber
cumplido su cometido; asediaron a los ministros con preguntas e
interpelaciones, y el de Estado, al condenar el atentado cometido en la
redacción de El Eco del Comercio, dijo que aplazaba la contestación
hasta poder llevar el resultado de los procedimientos intentados por la
autoridad, y manifestó de paso que el gobierno creía que los diputados debían
ocuparse principalmente de lo que estaba sometido a su deliberación, de los
proyectos de ley, porque en su sentir eran de más utilidad que todas las
interpelaciones. Produjeron estas palabras reclamaciones y desorden; entróse en la orden del día; preguntó el señor Nocedal por
el estado en que tenía sus trabajos la comisión para examinar el proyecto de
acusación contra el señor Olózaga; contestaron cumplidamente los señores Posada
y Cortina, demostrando que no estaba desatendido el asunto, y después de otras
preguntas sobre la marcha de Olozaga, se suspendieron las sesiones por las
festividades de Pascuas, y al reunirse las Cortes el 27, fue para oír la
lectura del decreto que suspendía las de aquella legislatura.
Este acto,
que venía a justificar el propósito de Olozaga, lo explicó el gobierno diciendo
que lo enconados que estaban los ánimos imposibilitaban a las Cortes y al gobierno
ocuparse en formar las leyes de que tanta necesidad tenía el país; que el funesto
espíritu de partido sofocaba la voz de la razón y despertaba más endurecidas
que antes las encontradas pasiones que había adormecido el alzamiento de Junio;
que trabajada la nación con tantas guerras y disturbios, estaba ansiosa de paz
y de gobierno; que algunos se gozaban con la fatal perspectiva de nuevos
tumultos, y en tal estado el gobierno no podía prescindir de suspender los trabajos
de las Cortes, dando lugar a que la reflexión y el tiempo apaciguaran los ánimos
y pusieran término a disensiones que, cuando menos, tenían el inconveniente de
perderse en ellas un tiempo precioso que los pueblos quisieran ver menos
estérilmente empleado.
Sólo de esta
manera podía cohonestarse la medida, cuando el gobierno contaba con mayoría
evidente y no se habían votado los impuestos: bien es verdad que no habrían de
hacerlo en los pocos días que faltaban para terminar el año.
Aquellas
Cortes, en los meses que estuvieron reunidas, no hicieron más que declarar, en
un momento de entusiasmo, la mayoría de la reina, y discutir un mensaje a S. M.
manifestándole sus sentimientos de respeto y lealtad por los sucesos en el real
Palacio en la noche del 28. Respeto y lealtad que estaban en contradicción con
los actos de los manifestantes.
El reemplazo
de 25.000 hombres pasó como cosa corriente, y si el Senado aprobó unánime la
ley de Ayuntamientos presentada por el señor Caballero, fue inútil, porque pidió
el ministro de la Gobernación se le autorizara para plantear los títulos de la
ley de Ayuntamientos sancionada en Barcelona en 1840, relativos a las
atribuciones y organización de las municipalidades. En esta autorización se
excluía el que el gobierno nombrara los alcaldes; y aunque debía ser ley de
Cortes, el ministerio la publicó de real orden el 30 de Diciembre, sin haber
pedido siquiera la autorización debida; y notable coincidencia, el mismo señor
González Bravo, el que ahora prescindía de la ley para publicar la de
Ayuntamientos de 1840, era el que más la combatió, el que más trabajó para el
pronunciamiento contra ella, el que a su enérgico discurso en el Ayuntamiento
de Madrid contra aquel ministerio y aquella ley, debió no poca de su
celebridad.
La
suspensión de Cortes sorprendió a los mismos moderados, y fue combatida por los
que deseaban se rindiera el debido tributo a la ley; que deseaban hubiera
esperado el gobierno a ver si una vez entablada la discusión de las leyes
orgánicas, seguían los tumultos y los embarazos, y si seguían, tratar de ver si
tenía mayoría suficiente para ponerles coto; y sobre todo, procurar no colocarse
en la situación precaria en que le ponía la falta de autorización para cobrar
los impuestos, y apurar hasta el último recurso para tener toda la razón de su
parte.
Dos medios
se presentaban al gobierno o pedir autorización para plantear como vía de
examen sus leyes, sin perjuicio de que las Cortes después las aprobasen, o
proceder a hacerlo desde luego, contando con el asentimiento de las Cortes; y
considerando si no imposible, difícil al menos lo primero, optó por lo segundo
como más expedito.
Así fue
combatida y con razón la publicación de la ley de ayuntamientos, y ocasionó la
dimisión de muchos concejales que dejaron en cuadro no pocos municipios, sin
embargo de que la mayoría de estos concejales lo eran de real orden.
La
exaltación en que estaban los ánimos en Madrid, lo prueban los sucesos de la noche
del 3, que recorriendo el pueblo las calles para ver las iluminaciones con que
se celebraba la proclamación del nuevo reinado, hubieron de oírse algunas voces
imprudentes de viva Espartero y muera Narváez; se produjo alarma y confusión;
empezaron los soldados a disparar sus armas contra grupos inofensivos, hirieron
no sólo a hombres sino a mujeres y niños, y hasta abriendo las puertas de un
café y tirando a boca de jarro contra los que allí se acababan de refugiar.
MINISTERIO
GONZALEZ BRAVO
LVIII
Grandes
dificultades se presentaron a González Bravo para la formación del ministerio
que quería fuese de coalición, único que, al decir de El Heraldo, el
órgano más autorizado del partido moderado, era «sólo posible, aceptable y
fuerte un gabinete en que se vieran representadas las fracciones preponderantes
de los antiguos partidos, aunque hubiera que dividir para ello el ministerio de
la Gobernación en tres ministerios: el de la Gobernación del reino, el de
Fomento y el de Instrucción pública». Así se podía satisfacer a más
pretendientes; aunque en obsequio de la verdad, debamos repetir que no eran entonces
tantos como ahora los que se consideraban a la altura necesaria o tolerable
para ser ministros. Aun cuando se había llamado y se llamaba aun progresista el
señor González Bravo, se había separado de las filas de aquel partido al formar
en las de la Joven España, y no podía contar con ninguno de sus antiguos
correligionarios para compartir con él, ni ayudarle en la gobernación del Estado;
quiso también asociarse a algunas eminencias moderadas, que se negaron también
resueltamente, aunque no a prestarle decididamente todo su apoyo para la gran
empresa que iba a acometer en la que estaban de acuerdo.
González
Bravo se creía con fuerzas bastantes para llevar adelante su plan: ni le arredraban
los peligros, ni temía las consecuencias, poseyendo ese valor cívico de los hombres
verdaderamente revolucionarios, audaz para obrar y poco escrupuloso de los
medios, reunía, cual ninguno, las dotes del hombre que necesitaban los
moderados. Por esto le acogieron gustosos, confiaron en él, y no les faltó
seguramente. Supo cumplir los compromisos que contrajera en recompensa de su
elevación.
El 5 pudo
presentar a las Cortes los cuatro ministros que se asociaron a su política,
nombrándose para el despacho de Gracia y Justicia al señor don Luis Mayans, magistrado cesante de la Audiencia de Zaragoza y diputado
por Valencia; para el ministerio de la Guerra al mariscal de campo don Manuel
Mazarredo, gobernador militar y jefe político en comisión de Madrid, diputado
por Ávila y vicepresidente del Congreso; para Marina, Comercio y Gobernación,
de Ultramar, al brigadier don Filiberto Portillo, inspector general del cuerpo
de resguardos y para Gobernación a don José Justiniani, marqués de Peñaflorida y senador del reino. El 10 se nombró ministro
de Hacienda al senador don Juan José García Carrasco.
PRIMEROS
ACTOS DEL MINISTERIO
LIX
El partido
moderado estaba en el poder; y como una consecuencia lógica de lo que con él
hizo el progresista, removió todos los jefes políticos y casi toda la
administración, y lo que es peor, la magistratura, que siempre debiera haberse
conservado ajena a toda política, porque no la debe tener la justicia, que no
se ejercerá dignamente mientras no esté colocada por encima de todos los partidos,
para que por todos sea respetada como la principal garantía y salvaguardia de
la honra, de la propiedad, de la libertad y de la vida de los ciudadanos. Y no
hubo entonces, como no ha habido nunca, esa escrupulosidad que honra a los
gobiernos y garantiza la buena administración pública, en la elección de
personas; que en el Congreso se denunciaron nombramientos de jefes políticos no
muy dignos y hasta de personas declaradas inhábiles para obtener cargos
públicos por el Tribunal Supremo. Pero convenía así a las miras políticas del
poder o a exigencias influyentes, y por desgracia, se ha visto ser éste el
mayor mérito para obtener destinos públicos. Era tal el aluvión de pretendientes,
que hubo de expedir una circular el ministerio de Gracia y Justicia, para que
no se diese curso a instancias que no fuesen de cesantes; sin que por esto
dejaran de nombrarse personas que no habían ejercido antes ningún cargo.
Como un
anuncio de lo que había de hacerse con la Milicia nacional, se suprimió la
subinspección y subinspecciones generales de la misma; cuyo primer cargo había
dimitido antes el señor Cortina.
Habíase
propuesto el ministerio reformar muchos ramos de la Administración pública, y
siendo el de la Hacienda el que más lo necesitaba, en vez de abordar desde
luego lo que mejor pareciese, se creó una comisión especial para proponer el
sistema tributario que conviniera establecer, el plan administrativo de los
impuestos que constara el sistema, y el método de contabilidad. Decretóse que desde 1° de Enero de 1844, administraría la
Hacienda pública los derechos de puertas, proponiéndose arreglarlos a lo que
los intereses generales y la buena administración exigían; se nombró otra
comisión para remover los obstáculos que se oponían al progreso de las fábricas
de fundición de minerales, y hacer en los aranceles y reglamentos de aduanas
algunas modificaciones; al efecto se suprimió la junta directiva del ramo de
minas, estableciéndose un director general, y el 24 se nombró la comisión encargada
de proponer las bases y reglamentos parala formación de un Consejo de Estado.
REUNIONES—ACUERDO
DE LOS PROGRESISTAS
LX
Inaugurábase una nueva marcha política:
la suspensión de las sesiones, que no era más que el primer paso para la
disolución, provocó reuniones de diputados, celebrándose el 28 en casa del
señor Carriquiri la de los de la derecha y del centro, y el 29 en casa del
señor Madoz la de los progresistas; y aunque éstos designaron a los señores
Cortina, Serrano y Madoz para redactar las bases que sirvieran de regla para la
conducta que habían de observar los reunidos en lo sucesivo, todo era ya
inútil; las circunstancias habían variado por completo; estaba perdida la
batalla por los progresistas, a los que no quedaba otro recurso que reorganizar
sus huestes, harto dispersas, como de costumbre, levantar su bandera y pelear
con orden y concierto en la prensa y en los comicios electorales.
En la
reunión habida en casa del señor Carriquiri se nombró una comisión para que se
avistara con el gobierno, a fin de saber las causas de la suspensión de las
Cortes, demostrando con esto que no las aprobaban, en lo cual se mostraban más
hombres de ley que de partido, y al reunirse de nuevo en casa del señor Roca de Tugores, para dar cuenta la comisión de su cometido, dióla su presidente, el señor Olivan; y si a todos no hubo
de satisfacer, todos hubieron de conformarse.
El resultado
de la reunión en casa del señor Madoz, fue establecer unas bases reconociendo
los diputados progresistas en el gobierno la facultad de aconsejar la
suspensión de Cortes, por lo que respetaban y acataban el uso do esta
prerrogativa constitucional; que interpondrían toda su influencia para que el
orden público no se alterase, para que se estrechara más y más la unión del
gran partido del progreso, procurando desapareciesen las rivalidades qua
hubiesen podido crear los acontecimientos pasados; inculcar, por escrito y de
palabra, el exacto cumplimiento de los preceptos constitucionales, por salvarse
así el país de la grave crisis en que se encontraba, contribuir á que en los
pueblos se arraigara la convicción de que la primera garantía de las libertades
públicas consistía en no pagar ninguna contribución ni arbitrio que no
estuviera autorizado por la ley de presupuestos ú otra especial; que si la ley
constitucional o cualquiera otra vigente se infringiera por los agentes del
poder, los diputados progresistas en el punto donde se encontraran, harían
pública y patente la infracción, para que la nación lo supiera y el gobierno lo
castigara, y si fuese éste el infractor, o usurpara atribuciones, los diputados
progresistas, dirigiéndose a sus respectivos comitentes, cumplirían el deber y
obligación leí cargo que aceptaron de representantes del pueblo, y el juramento
que prestaron sobre los Evangelios, de guardar y hacer guardar la Constitución
de la monarquía española.
1844
PRONUNCIAMIENTO
EN ALICANTE
LXI
Simultáneo
el pronunciamiento centralista en Cataluña y Galicia, debió haber sido el de
Alicante, Cartagena, Murcia y otros puntos del litoral; pero no se efectuó
entonces por rivalidades de los círculos de Madrid con Barcelona, cuyos
pronunciamientos, a haber vencido, habrían llevado el movimiento mucho más allá
de lo que deseaban Arguelles, Calatrava, Mendizábal, Olozaga, Becerra, Madoz y
demás progresistas que no renunciaban a la monarquía.
A la entrada
en el poder de González Bravo, y dominado ya el movimiento centralista, se
trabajó mucho para realizar un movimiento exclusivamente progresista, adquiriéndose
la seguridad de que Alicante y Cartagena lo iniciarían, para que al abrigo de
ambas plazas pudieran secundarlo Murcia, Albacete, Almería, Málaga y otros
puntos de la costa, puesto que se contaba con el auxilio y cooperación de la
empresa de guardacostas de Llano, Ors y compañía, que no faltó. Fueron
reuniéndose elementos; muchos se mostraron decididos, aunque no todos lo
fueron, como es costumbre en tales casos, y llegó el momento de obrar a juicio
de los directores de la trama. Poco escrupulosos en escoger las personas,
admitían cuantas se presentaban.
Don
Pantaleón Bonet, coronel de caballería, comandante de carabineros, había sido
depuesto por el gobierno, al que no inspiraba la debida confianza el antiguo
escribano y comandante de los carlistas de Cabrera, bien riguroso por cierto y
poco aprensivo en política; pero tantos se interesaron por él que volvió al
servicio, y en Enero de este año de 44 salió de Valencia con una columna de 250
carabineros de infantería y 80 de caballería, a perseguir el contrabando; y de
acuerdo con los progresistas, y por ellos elegido, empleó algunos días
adormeciendo a las autoridades y dando tiempo a que estuviera todo dispuesto en
Alicante para el pronunciamiento. Al anochecer del 28 entró en esta ciudad, y
un tiro fue la señal de alarma, especialmente para las autoridades, que se
hallaban tranquilas en casa del alcalde constitucional, don Miguel Bonanza,
como de costumbre, y salieron inmediatamente Lassala, Ceruti, el barón de Finestrat, don Balbino, Cortés el
alcalde y su hermano don Juan Bonanza y otro, que llevados de su arrojo no
vacilaron en penetrar en la posada de la Higuera, donde se alojaron los carabineros,
produciéndose escenas terribles en medio de la oscuridad y de la confusión que
la misma y las voces y las cuchilladas que se repartían aumentaba.
Presas las
autoridades y libres de este obstáculo los pronunciados, se reunió gran parte
de la Milicia nacional, y cogido el santo fueron sorprendidas en el castillo y
cuarteles las fuerzas del provincial de Valencia, preso su coronel y algunos
oficiales, y se desarmó a los soldados que se negaron a tomar parte en la
rebelión. Para guarnecer el castillo se nombró al Empecinado, que lo entregó
después a Roncali.
El baile de
máscaras que había aquella noche en el Ayuntamiento, terminó a la una al
saberse la alarma que ya había cundido. Se tocó generala a las cinco de la
mañana, y un cañonazo disparado a las seis del castillo de Santa Bárbara,
despertó a los habitantes, disparándose otro a los pocos minutos, anunciando el
toque a rebato de la campana de dicha fortaleza, pue se había efectuado un
pronunciamiento desconocido de la mayoría, y hasta de muchos de las nacionales
que se reunían. Se vitoreaba desde el castillo a la Constitución y a la reina,
y muera el ministerio; se oían descargas de fusilería hacia el convento de San
Francisco: el capitán de artillería don Diego Miranda, cuando al salir del
baile supo el arresto de las autoridades, formó su tropa y marchó al baluarte,
ocupado ya por los carabineros, se refugió en el convento de San Francisco,
donde tomó el mando de los provinciales de Valencia, casi sin oficiales por no
haberse podido unir estos a la tropa; quiso Miranda hacer uso de la fuerza, mas
no la encontró dispuesta a ello, y tuvo que capitular con los que le sitiaron.
Al cesar el fuego, se dio a cada soldado diez reales, formando con todos los
pronunciados una columna mandada por Bonet que dio vuelta a toda la ciudad.
Nombróse una junta, titulada
Suprema de gobierno de los reinos de Aragón, Valencia y Murcia; presidióla Bonet, que hacía de comandante general; dióse la vicepresidencia al republicano don Manuel
Carreras, y eran individuos de ella don José María Gaona, don Miguel España y
don Marcelino Franco, vocal secretario. Publicó una proclama diciendo que el
ministerio era hijo de la mentira y mendigaba el poder del bando carlista; que
no soltarían las armas hasta conseguir las reformas que deseaban en la
Constitución, y terminaba: «Abajo el ministerio, la camarilla y la ley de
ayuntamientos, en nombre de la soberanía del pueblo. ¡Viva la reina
constitucional!».
En cuanto el
gobierno recibió la noticia, ordenó la inmediata publicación de la ley de 17 de
Abril de 1821 en las provincias de Alicante, Murcia, Albacete, Valencia, Almería
y Castellón de la Plana; anunció que exigiría a su tiempo la responsabilidad
más estrecha a las autoridades que se habían dejado sorprender, y se mandó en
nombre de S. M. que todos los jefes, oficiales y sargentos que perteneciesen al
ejército, milicias provinciales, nacional, carabineros o armada que tomaron
parte en la rebelión, serian pasados por las armas donde quiera que pudieran
ser habidos, con la sola identificación de la persona; si invitada la tropa
sublevada de todas armas a volver a sus banderas en un corto plazo no se
presentase, seria diezmada con arreglo a ordenanza, cuando fuese habida, y
todos los paisanos que como jefes de la rebelión hubiesen aparecido en la de
Alicante, serían también pasados por las armas. Se enviaron fuerzas de mar y
tierra, se prohibió la publicación de partes y noticias, y se adoptaron cuantas
medidas sugirió al gobierno la energía que se propuso emplear.
La junta de
Alicante prendió a algunas personas, se apoderó de los caudales públicos,
dirigió una circular a los ayuntamientos de la provincia, mandándoles movilizar
en corto plazo la Milicia nacional y dirigirla a la capital, exigiendo para
socorrerla las cuotas necesarias a los primeros contribuyentes, y creó una
junta de armamento y defensa, encargada de reorganizar las fuerzas que debían
reunirse en la ciudad.
El 30 mandó
la junta que se admitiesen en la plaza a libre tráfico, los algodones extranjeros,
pagando 25 por 100 de derechos, y el 31 se ofreció a todos los sargentos del
ejército que se pronunciaran el grado de subtenientes, ofreciendo un real de
plus a los soldados que le siguiesen y 500 reales de gratificación a los que se
presentasen con caballo y montura.
Estas
precipitadas y arbitrarias disposiciones produjeron entusiasmo en unos y temor
en otros. Reinaba en la ciudad agitación febril: sólo se oía estruendo de
armas, fuertes destacamentos de nacionales custodiaban las murallas; numerosas
partidas de gente armada recorrían las calles; los milicianos de los pueblos
circunvecinos llegaban en tropel, y el vecindario, sobrecogido de una especie
de estupor, se encerró en sus hogares esperando con recelo el resultado de
aquellos sucesos.
En Muro y Concentaina se intentó el pronunciamiento simultáneo al de
Alicante; pero fue débilmente ejecutado y fuertemente rechazado. En Aspe
detuvieron los vecinos a una partida de los carabineros sublevados, y sólo en Monovar, Petrel y algún otro pueblo secundaron por el
pronto el alzamiento de la capital; y aunque en Orihuela y otros puntos había
ayuntamientos favorables a los pronunciados, fueron sustituidos por los que inspiraban
más garantías a las autoridades, que empezaron a tomar las disposiciones que la
situación reclamaba, y cuando estaban desarmando la Milicia, entraron en la
noche del 3 los fugitivos de Murcia, anunciando la llegada de una columna de
los pronunciados de Cartagena y Algezares, que
Camacho procuró hacer temida. Pretendieron, sin embargo, las autoridades, la
resistencia, y como desconfiaban del comandante de armas y de otros, hicieron
salir la tropa de la ciudad, y se pronunció ésta, llegando después la columna
anunciada de Cartagena. Al saberse en Orihuela el desastre de Elda, abandonaron
la ciudad los pronunciados, acompañados de los nacionales de Bigastro y
Torrevieja.
PRONUNCIAMIENTOS
FRUSTRADOS — CARTAGENA
LXII
En Alcoy se
pretendió el 29 secundar el movimiento; pero vencidos y presos muchos de los
que lo intentaron, muertos otros en la refriega que se trabó, debióse el restablecimiento del orden a la mayoría de los
nacionales y al comandante de armas don José Espinosa y Canaleta, que publicó
al día siguiente una sentida alocución. Inexorable el gobierno, mandó que los
aprehendidos fueran pasados por las armas, justificadas sus personas como
autores de la tentativa; que se le diera parte de haberse cumplido así sin
contemplación, para conocimiento de su majestad, sin que detuviera el temor de
las represalias; «pues si bien S. M., añadía, verá con dolor las víctimas que
el furor de los rebeldes pueda sacrificar, pesa más en su real ánimo la
necesidad absoluta de que la ley y la vindicta pública sean una verdad segura
de que la poca sangre vertida antes de que se enconen las contiendas civiles,
ahorra mucha para después, y porque también exige la patria que aquel a quien
por su desgracia o por su incuria le toque la malaventurada suerte de ser
víctima, sepa resignarse a serlo cuando por ello resulta un bien a la causa
pública».
Interesaba a
los pronunciados en Alicante extender la insurrección, y enviaron una columna
expedicionaria a la importante villa de Elche, la bella Jerusalén española por
sus montes de palmeras; mas no contaban allí con los elementos que muchos
creían; fueron rechazados los expedicionarios, y hasta se formó otra contra
columna para perseguirlos, mandada por el comandante de voluntarios don José
Bru y Piqueras. Esto era ya una contrariedad terrible para la revolución, cuyo
aislamiento había de ser su muerte; pues si en un principio, y sin haber
acudido aún fuerzas del gobierno, se veía rechazada por la misma opinión
popular, en cuanto fueran acudiendo las tropas que el
gobierno enviaba solícito, ya estaba perdida.
Aún se
esperaba, sin embargo, que no faltaran todos a sus compromisos, y que Cartagena
secundara el movimiento, al que daría gran importancia por tener la plaza.
Trabajaba para ello el general don Francisco de P. Ruiz: el capitán graduado de
comandante don Fulgencio Gavilá y el teniente don
Manuel Andía, contaron con la guarnición de Cartagena consistente en el primero
y tercer batallón de Gerona, cuyo regimiento mandaba don Juan Zapatero a la
sazón en otro punto.
Se efectuó
el pronunciamiento el 1° de Febrero, prendiéndose al gobernador militar don
Blas Requena; nombróse una junta de gobierno
presidida por don Antonio Santa Cruz, que elevó al día siguiente una exposición
a S. M., en la que se lamentaba la junta de que el pueblo español tuviera otra
vez que apelar al derecho de alzarse para defender sus hollados fueros y salvar
las instituciones, caramente adquiridas, cual nunca amenazadas y próximas a
desaparecer por la liga que habían formado hombres de opuestas opiniones, para
quienes la libertad era un nombre vano, por guiarles su ambición y privados
intereses; que no enumeraban las infracciones del Código jurado, ni las
disposiciones reaccionarias adoptadas por los ministros que la aconsejaban, por
estar al alcance de todos; que sólo la ley de ayuntamientos, causa de un
alzamiento, abolida después y restablecida al presente sin la aprobación de los
Cuerpos Colegisladores, el trasiego de empleados y el restablecimiento de la
policía, hacían ver hasta qué punto se despreciaba el voto explícito de los
pueblos y la Constitución; que tinta ignominia y desafuero no podía ser
tolerado, y un grito aterrador para los tiranos y de salvación para los buenos,
que resonó en Alicante, había sido repetído en aquel
suelo, y en breve se difundiría en todos los ángulos de la monarquía, sin
intentar humillar ni abatir el trono, que, como fieles súbditos respetaban y
acataban, sino querer su mayor esplendor y gloria, separando de él los
apóstatas y desleales consejeros, siendo necesario, y sobremanera preciso, y la
junta lo rogaba reverentemente, que se dignara S. M. exonerar a los secretarios
del Despacho que por sus antecedentes no inspiraban confianza, reemplazándoles
con los que supieran conducirse por la senda constitucional, aboliendo la ley
municipal, acallando así les clamores y ansiedad de los pueblo, y volvería a
renacer la paz. «Conjure V. M. la horrorosa borrasca que muy de cerca y con
grande furia brama; desoiga las pérfidas sugestiones de los que apasionadamente
la aconsejan, y atienda únicamente a los leales españoles, que solo aspiran a
conservar ileso vuestro trono, y sin mancilla la ley fundamental que hemos jurado.»
La junta
insistió en sus declaraciones monárquico-constitucionales: así vemos en el
primer número del Boletín Oficial que publicó, decir que la bandera levantada
en aquella plaza, solo tenía por lema salvar la Constitución de la monarquía,
sin ofender en lo más mínimo las garantías del pueblo y «las prerrogativas del
trono que nuestra reina Isabel ocupa.» No tenían, pues, razón los periódicos
ministeriales para presentar como enemigos de la reina a los sublevados; eran
esto, en efecto, pero contra un partido que ocupaba el poder y estaba constituido
en autoridad. Este era su verdadero delito para con el gobierno. Por lo demás,
era una cuestión de fuerza, como a las que estaban acostumbrados a apelar todos
los partidos para conquistar el poder, siendo buenos los vencedores y malvados
y traidores los vencidos. Tal ha sido siempre la lógica de nuestros partidos
políticos.
La junta
tuvo cuidado de manifestar que, en medio de las circunstancias excepcionales
había respetado las personas, la propiedad y hasta la independencia de
opiniones, estando decidida a observar igual conducta, sin violar ni permitir
se violaran los derechos individuales, por lo que todos debían descansar
tranquilos, sin que el más leve temor de ninguna clase turbara su sosiego.
Y añadía:
«Mas como se haya notado que el comercio de esta plaza se muestra tímido en la
adquisición de comestibles y otros géneros de preciso consumo, deber es de la
junta dirigirle su voz para manifestarle que los almacenes de depósito serán un
sagrado, del que no se extraerán los objetos que contenían, sino por legítimos
títulos. Cuando las circunstancias apremien, cuando se hayan agotado los
recursos con que la junta cuenta, que probablemente será nunca, y si se verifica
será tarde; en fin, cuando la salvación, y solamente la salvación de la causa
que defendemos lo exija; entonces todos contribuiremos en efectivo para satisfacer
las necesidades públicas de una manera equitativa, y en proporción a las
facultades de cada uno, y en este caso inesperado, los individuos de la junta
serán los primeros en pagar sus cuotas, como en sacrificarse por el bien del
pueblo.-Cartagena 9 de Febrero de 1844».
Para premiar
la junta el servicio que la prestaba el regimiento de Gerona, confirió el empleo
inmediato a todos los sargentos y cabos que tomaron parte en el pronunciamiento;
concedió un real de plus a los individuos del mismo, y ofreció la licencia
absoluta a todos los soldados a los cuatro meses de haber concluido aquella
campaña, reservándose la junta recompensar a los oficiales. Así se disponía del
tesoro público.
MURCIA
LXIII
Las tropas
que guarnecían a Murcia prometieron secundar el movimiento apenas lo iniciase
Cartagena, mas no lo cumplieron; y al querer algunos impacientes realizarle, se
alarmaron más las autoridades que constituyeron una junta para emplear los
elementos que había de resistencia; se quiso explotar la rivalidad local de
ambas poblaciones; acudieron algunos pocos milicianos de Espinardo,
Molina y otros puntos; tomó el mando militar el señor vizconde de Huertas; se
publicó la ley marcial, y no se perdonó el menor esfuerzo para animar el
espíritu público en favor del gobierno.
La junta de
Cartagena mandó una columna a Murcia, se retiró la guarnición con el vizconde y
el comandante general Pardo, y la ciudad se pronunció el 3 de Febrero, tomando
en ello una parte activa el no menos activo conde del Valle de San Juan, que
formó a su costa un escuadrón de caballería, del que le nombró la junta
comandante, y con este carácter operó durante el sitio de Cartagena.
El mismo día
anunció la junta, que se llamó provisional de gobierno de la provincia, a todos
los ayuntamientos, que a las doce del día con el mayor orden, entusiasmo y
patriotismo, se había enarbolado en aquella capital el glorioso pendón de 1° de
Setiembre de 1840, y que al participárselo esperaba que al recibir el aviso, y
venciendo los obstáculos que se ofrecieran, secundara inmediatamente el
pronunciamiento bajo la misma bandera, constituyendo en seguida la junta que
directamente se entendiera y reconociera á la de la capital, como la única
autoridad superior de la provincia. Ordenó en otra circular restablecer
inmediatamente los ayuntamientos de Mayo anterior y la Milicia nacional tal
cual entonces se hallaba, y que no entregaran cantidad alguna sin orden expresa
de la junta.
Esta dirigió
a los habitantes de la provincia una proclama manifestando la indignación con
que en 1810 hablan recibido los pueblos la ley de ayuntamientos, recogiendo el
guante que les arrojaba el gobierno, que calificaba de imbécil y tiránico, y
cuyos principios de retroceso eran conocidos; que los mismos hombres, entonces
vencidos, se habían apoderado ahora por medios tortuosos de los destinos del
Estado, y abrasando la mano amiga que el error les tendió, habían querido
atentar segunda vez contra la Constitución de 1837 y todas sus consecuencias;
que vejada y escarnecida la ley fundamental, sólo existía en el nombre y como
escudo de los proyectos de los gobernantes; que no era posible que la nación
permaneciera pasiva y silenciosa; que varios puntos de la Península habían
alzado el pendón nacional, y Cartagena y su guarnición habían proclamado la ley
fundamental en toda su pureza, invocando el augusto nombre de Isabel II
constitucional; que había enviado en auxilio de la capital una columna mandada
por el comandante de Gerona, Martínez, a la que, incorporadas las compañías de
Milicia nacional de Algezares y otros patriotas, ocuparon
la capital, abandonándola las autoridades sin resistencia, y que instalada la
junta que la necesidad reclamaba, los que la componían se prometían que el
triunfo obtenido contra la tiranía no sería manchado con ningún género de
exceso, pues en el inesperado caso de cometerse, sería reprimido y castigados
sus autores con arreglo a las leyes. «Ciudadanos, terminaba diciendo, si los
miembros que componen esta junta os inspiran confianza; si queréis consolidar
el triunfo de la libertad contra el despotismo, sed sumisos a la junta y a las
autoridades que de ella emanan: respetad las personas, sus propiedades y demás
garantías de la sociedad, y de esta manera contribuyendo a la salvación de la
patria, merecéis bien de la misma. Ciudadanos: ¡Viva la Constitución de 1837!
¡Viva la reina doña Isabel II constitucional! ¡Abajo la llamada ley de ayuntamientos!
¡Abajo la camarilla!
En este
mismo día, y mostrando entusiasta actividad el presidente de la junta y mariscal
de campo don Francisco de P. Ruiz, mandó que todo individuo que hubiese pertenecido
a la Milicia nacional creada en Junio de 1843, en el término de cuatro horas
presentara al ayuntamiento las armas, municiones y equipo, so pena de ser
juzgado por la comisión militar creada para este objeto; comprendiendo esta
disposición a la partida de movilizados e individuos de la empresa de la sal.
Declaró al día siguiente en estado de guerra la provincia, sin perjuicio de continuar,
por el pronto, las autoridades civiles, en el ejercicio de sus funciones; se
instaló la comisión militar para juagar á los que, en cualquier sentido,
atentasen contra la tranquilidad pública; y para alentar la opinión, anunció
algunos inexactos pronunciamientos.
RECHAZA
ALCOY EL PRONUNCIAMENTO. ACCIÓN DE ELDA
LXIV
Periódicos
ministeriales acusaron al inglés Arturo Maculok de
haber ido de Gibraltar a Alicante a dar oro para la revolución, de acuerdo con
los progresistas de aquella plaza, en lo cual había exageración, porque la
junta que se formó en Alicante no se vio muy sobrada da recursos y tuvo que
reanudarlos, para poder sostener el pronunciamiento y extenderlo.
Para
demostrar que no so declaraban contra la reina, celebraron el 33 el cumpleaños
de su hermana, con tres salvas de artillería y gran parada. El 31 se puso en
libertad á don Miguel y don Juan Bonanza, y lo fui al día siguiente el abogado
Jiménez.
Los
fugitivos de Alcoy, contando con elementos que les faltaron, y con la
exageración de su entusiasmo, insistieron tanto en que, con una pequeña columna
que se enviara, se pronunciaría Alcoy, que al fin marchó de Alicante una, con
una o dos piezas; se presentó en la tarde del 1° de Febrero ante la villa; y
después de algún fuego de cañón y fusilería, no pudiendo vencer la resistencia
de la Milicia del pueblo y paisanos armados, que desecharon por dos veces la
propuesta de rendición, tuvo que volver a Alicante la columna con bastante
fuerza moral perdida y algunas bajas. La junta publicó el 3 una proclama,
diciendo que sus tropas no habían entrado en Alcoy, por evitar los horrores de
un asalto, y que en breve volverían contra aquella población. Así lo hicieron en la tarde del 3, intentando en vanó apoderarse
de ella. Bonet entonces dirigió a las autoridades y habitantes de la villa una
comunicación amenazándoles con castigos si no accedían a sus deseos, y que se
retirarían si le entregaban 1000.000 duros y el paño necesario para vestir a su
gente. Los alcoyanos, que habían recibido un parte del general Roncali, excitándoles a que no desmayasen, pues él volaba
en su ayuda con numerosas fuerzas, desdeñaron las proposiciones de Bonet, e
intentando éste un nuevo ataque no menos desfavorable para él que los
anteriores, y sabedor del auxilio que iba a los de Alcoy, se retiró; continuó
sin embargo la inquietud en la población por la variedad de las noticias, y
cuando más apuradas las recibieron, presentóse a poco Roncali al que vitorearon.
Plenamente
autorizado el general del distrito, don Federico de Roncali,
para proceder contra los pronunciados, temió se propagara la insurrección en la
provincia de Valencia, porque sabia existían planes para ello, extensivos a
otros puntos, y declaró en estado excepcional todo el distrito, bloqueada por
mar y tierra la plaza de Alicante, y nombrado, el consejo permanente para
juzgar a los que atentaren contri la pública tranquilidad en cualquier sentido.
Quedó a su virtud disuelta la Milicia nacional de Valencia.
El consejo
de ministros, preocupado ya con el pronunciamiento de Cartagena, declaró en
estado excepcional toda España, adoptando las demás medidas consiguientes, a la
vez que se mostraba tan activo como enérgico en aprontar fuerzas y recursos
para reducir la sublevación. Roncali salió el 3 de
Valencia con una columna de tres batallones, dos escuadrones y cuatro piezas
rodadas: don Fernando Fernández de Córdova y don José de la Concha salieron
también de Madrid con fuerzas; el capitán general de Cataluña hacía los
aprestos posibles para enviar cuantas fuerzas de mar y tierra pudiese, y en
breve se opusieron respetables a la revolución.
No se
descuidaban tampoco los pronunciados, y confiando en que las tropas que llevaba
el general Pardo estaban comprometidas a secundar el movimiento, salió Bonet a
su encuentro en la noche del 4, desde Ibi, con la columna de vanguardia en
dirección a Elda, donde aquel se hallaba con 800 infantes, 50 a 60 caballos, y
sobre 300 nacionales de aquel pueblo. A sus inmediaciones llegó a las siete de
la mañana del 5; rompieron el fuego las guerrillas de Pardo, fue contestado;
cargó Bonet con la caballería, arrollándolas, quedando en su poder la compañía
de cazadores de aquella Milicia y algunos soldados del ejército. Los cazadores
de Valencia ocuparon una posición, que defendieron con valor y serenidad, hasta
que entrando en fuego las de carabineros y las dos restantes del provincial de
Valencia, se generalizó la acción en toda la línea, quedando en la reserva el
batallón de movilizados de Alicante. Pardo no llevaba la mejor parte; tuvo que
irse retirando, y se pasó a los sublevados una compañía con morrión en mano,
gritando alto el fuego, viva la libertad, todos somos unos.
Al mismo
tiempo, en la parte en que Bonet se hallaba dando frente á la llanura, se le
presentaron un capitán, dos oficiales y algunos soldados, solicitando cesase el
fuego, pues sus columnas ansiaban adherirse al pronunciamiento; pidieron al
jefe un abrazo, que le dio llorando de gozo y de ternura; echaron pie a tierra
sus oficiales de caballería, adelantándose a abrazar a los que miraban como
verdaderos hermanos, y mientras cándidamente se entregaban los que en la lucha
podían considerarse vencedores, al regocijo de tan humanitario término, sólo
comprendieron el ardid al verse súbitamente cargados y en horrible confusión,
por haber abandonado ya las posiciones, que a pesar de todo pudieron recuperar.
Entonces perdió Bonet más de 100 hombres, cortados por la caballería, experimentando
otras pérdidas, como la de la artillería, contando también Pardo algunas bajas.
Tal
indignación causó la manera de vencer que tuvo Pardo, que Bonet lo publicó en
un manifiesto dirigido a la nación, exponiendo los hechos que dejamos narrados.
El efecto
moral de esta derrota fue tremendo para la revolución; y como las fuerzas que
empezaba a organizar la junta de Murcia eran nacionales, que no podían en
aquellos momentos batirse con la tropa, distando Elda una jornada de Murcia, y
sabiéndose que el general Pardo se iba a interponer entre dicha ciudad y
Cartagena, viéndose perdida la junta, resolvió replegarse sobre aquella plaza,
como lo verificó el 7 con los nacionales, quedando anulada en sus funciones
pues en Cartagena mandaba la allí establecida.
Las
autoridades que se habían retirado a Cieza, acudieron solícitas a la capital en
cuanto supieron su abandono por los pronunciados. También acudió a ella el
general don José de la Concha, que empezó enseguida a organizar una columna
expedicionaria que revistó el 10.
Al
participar a los murcianos el jefe político don Mariano Muñoz y López su
regreso a la capital, se mostraba agradecido a los pueblos de la provincia, que
llenos de entusiasmo le ofrecieron armas y dinero para defender la
Constitución, la reina y el orden; les daba las gracias, y a la diputación
provincial, y trataba despiadadamente a los pronunciados.
HOSTILIDADES
LXV
Al terrible
efecto que causó en Alicante la derrota en Elda, evidenciada al entrar Bonet
con los restos de su gente, después del anochecer del 6 en la ciudad, se añadió
la alarma difundida a la mañana siguiente por la llegada de las tropas de Roncali a la villa de Muchamiel. Se distribuyó la Milicia
en varios puntos; salió Bonet con una escolta de caballería; fijáronse a su regreso algunos edictos tranquilizando al
público; huyeron muchas familias, y se tapiaba a la vez el boquete del foso de
la puerta de la Reina. Al público se le ocultó la primera intimación que se
hizo a la plaza, cuyas puertas no se abrieron el 8, y sí solo los portillos. Al
mediodía del 9 se dispararon dos cañonazos del castillo de Santa Bárbara, por
la parte de tierra, izando bandera, se vio desde la plaza una avanzada ocupando
el monte de San Julián; los guardacostas Plutón y Amalia se
situaron frente a la cantera, haciendo algunos disparos entre dos sierras; el
10 hicieron algunos Santa Bárbara y San Fernando contra los
molinos, y se repetían cualquier amago por mar y tierra; se celebró el 12 con
voleo de campanas y vítores la entrada de un vapor prisionero y el
pronunciamiento de Sevilla, nada de lo cual resultó cierto; se agravó la
situación de los vecinos pacíficos al regresar algunas señoras y niños llorando
por no haberles permitido pasar de la primera línea, y se constituyó don José
Bas en providencia de los presos.
Perdida la
isla de Tabarca el 13, de la que se apoderó la marina del gobierno, efectuó el
14 Bonet una salida por la puerta de San Francisco, situándose sobre la línea
de los ingleses formando en masa. Los guardacostas Plutón y Proserpina se hallaban con antelación en el Babel, cañoneando las fábricas
Alicantina y Las Palmas, donde tenía Roncali alguna
fuerza, que hizo frente a las guerrillas que contra ella dirigió Bonet: envió
Santa Bárbara algunas granadas, y con un obús que se sacó de la plaza y lo
situaron sobre los barcos varados en la playa del Babel, se hicieran algunos
disparos contra la Alicantina. También tronó San Fernando y el baluarte de San
Carlos, hasta que se vio que el vapor de guerra Isabel II se dirigía
desde la isla de Tabarca al puerto, retirándose los guardacostas al amparo del
muelle, y retirándose igualmente la columna. El vapor se retiró a tiro de
cañón; viró dando la banda a la plaza, sin que esta le hostilizara: disparó un
cañonazo contra el guardacostas que estaba en el muelle, y la bala de 54 libras,
pegando en el ángulo del principal, penetró en la casa de don Jaime Raimundo;
rompieron entonces el fuego contra el valor las baterías de San Carlos, el
Muelle, plaza de Ramiro, el Castillo y Plutón, y se alejó el vapor disparando
otro cañonazo. La gente que llenaba los terrados de Alicante presenció esta
escena. Terminado el fuego contra el vapor, fue Bonet con dos compañías al
monte de San Julián, tiroteándose hasta el anochecer con las avanzadas.
El 15 se
mandó que á la mañana siguiente se presentaran todos los caballos y jacas en la
plaza de Barranquet, bajo la multa del valor de la
cabalgadura; y a la vez que esto se ejecutaba al día siguiente, se presentaron
tres faluchos de guerra y rompió el fuego Santa Bárbara y el baluarte de San
Carlos contra Las Palmas, haciendo algún disparo San Fernando sin gran
resultado.
Bonet y la
junta comprendieron que hacía falta gente que oponer a la que en gran número se
iba reuniendo en su contra, y se anunció el enganche de hombres de dieciséis a
cincuenta años de edad, ofreciendo a los casados dos raciones de pan y dos de
menestra con 2 reales, y a los solteros una y la misma cantidad, lo que sirvió
de algo, porque el pan empezaba a escasear. A las siete de la noche de este día
16, se alteró la tranquilidad con las voces de «a las armas, a las armas,
traición, que nos venden!», y hubo carreras, estruendo de cerrar puertas y ventanas, ayes y lloros de niños y mujeres, toque de generala,
tropel y confusión, y al ir cediendo, se oyó una dilatada descarga de fusilería
que principió en el baluarte de San Carlos y corrió por toda la muralla hasta
la puerta de la Reina. Un pavoroso silencio sucedió a este ruido. Se mandó
iluminar la ciudad, que lo fue en el acto, y aquel silencio le interrumpieron
solo algunas descargas de fusilería, a las dos de la madrugada, por la parte
del pueblo de San Vicente y de la Cruz de piedra de la huerta.
El 17 se
anunció con gran cañoneo por la parte de Santa Pola, y a las nueve salieron dos
compañías por la puerta Nueva para proteger el embarque de 500 lingotes de plomo
y varias herramientas de la fábrica La Británica, disparando en tanto el
castillo granadas y bala rasa, secundándole desde el mar uno de los guardacostas.
Por la tarde volvió el castillo a hacer fuego contra dos baterías que llegaron a
Las Palmas, disparando también el baluarte de San Carlos, el del Molino y
batería del Muelle; incendiaron algunas granadas de San Carlos la fábrica
Alicantina, y apagaron el fuego las tropas de Roncali,
que ya tenia establecido el bloqueo.
La estrechez
de este obligó a los pronunciados a establecer tahonas en la iglesia de Santo
Domingo, y a exigir al comercio los granos que tenía en los almacenes:
escaseaba ya el pan, no sobraba el dinero, y se impusieron fuertes
contribuciones a algunas personas, faltándose a lo ofrecido.
Hubo dos
horas de fuego el 18; enarboló el 20 bandera negra el castillo; efectuaron en
este día algunos movimientos los buques guardacostas de unos y otros
contendientes aprovechándose de ellos un buque inglés cargado de bacalao para
introducirse en el muelle, y hubo gran cañoneo, que no faltó tampoco el 21; en
cuyo día se cortaron los árboles del huerto de Mabili y los hermosos de la alameda de San Francisco, cortándose días después, los de
los huertos situados a espaldas de Capuchinos. No disminuyó el ardor de los
pronunciados, y hasta para hacer confiar y dar aliento al pueblo, hubo
funciones teatrales, ejecutándose en la noche del 23 la graciosa comedia El
héroe por fuerza,.
A la vez que
Bonet quería prender al alcalde don Cipriano Berges por no haber presentado
cierto número de carros que le pidió, fusiló á un paisano, José Martínez, por
llevar una carta del campamento, cuya muerte llenó de horror e indignación;
puso en libertada algunos presos, y prendió al comandante del correccional por
hablar contra Bonet.
BLOQUEO
DE CARTAGENA
LXVI
El
comandante general do Murcia donjuán Antonio Pardo, dirigió al día siguiente de
regresar a la capital, el 19, una alocución a sus habitantes, participándoles
su triunfo en Elda; que había ocultos y menguados traidores que no queriéndolos
á su alrededor, se fueran lejos, porque estaba decidido a exterminarlos y a
proceder inexorable contra los cómplices y criminales.
El 15
entraba en Murcia la división Córdova; salió el 16 para Cartagena, precediéndola
el general Concha a la cabeza del batallón de nacionales de aquella capital,
300 caballos de Lusitania y carabineros. Pernoctó Concha en Balsapintada,
conferenció el 17 en Lobosillo con Córdova, avanzó el
18 hasta Pozo Estrecho, se le unieron unos 500 nacionales de Lorca, y el 19
otros tantos de Ciezar, que con los de Yecla,
Caravaca y otros puntos reunió unos 2.000 hombres de esta milicia, que cubría
una buena parte de la extensa línea de bloqueo.
Para impedir
los trabajos de sitio obraron con actividad y acierto los buques pronunciados, así
como las baterías y las tropas en las salidas efectuadas; pero cada vez allegaba Roncali mayores elementos, y ya pudo el 17 ordenar el
bloqueo, cerrándole completamente por mar y por tierra, autorizando a la vez
desde Villafranqueza al comandante general de las
tropas de operaciones sobre Cartagena para determinar los puntos de la línea de
bloqueo terrestre sobre aquella plaza, estrechándose después más el de
Alicante, hasta el punto de estar las tropas del gobierno por algunos puntos a
tiro de metralla.
El bloqueo
llegó a precisarse y con rigor; y a la vez que Roncali dirigía el sitio de Alicante desde Villafranqueza,
Concha estableció su cuartel general en la torre de Leo-Matorno,
y Córdova en la casa de Berri, ambos frente a Cartagena, trasladándose el jefe
político con las oficinas, de Pozo Estrecho a Albujon,
fijando su residencia en una hermosa posesión del conde del Valle de San Juan,
uno de los jefes del pronunciamiento de Cartagena.
Córdova
publicó el 22 un bando estableciendo el bloqueo a tiro y medio de cañón de la
plaza, determinada la línea en los puntos fijos que ocupaban a la sazón, el 22,
imponiendo la pena de ser pasada por las armas toda persona de cualquier sexo o
condición que fuese aprehendida entre la plaza y la línea; que los vecinos de
los caseríos situados en el terreno vedado se proveyeran de un seguro firmado
por el diputado de su territorio, autorizándolos además el general con un pase;
los que por la dirección de Escombreras, o atravesando las montañas inmediatas a
la plaza se les aprehendiese con víveres para la misma, y los encargados de las
fábricas de fundiciones que permitieran se condujera a la plaza plomo en cualquier
cantidad, serían pasados por las armas, y que todos los ganados se retirarían a
dos leguas, pues los que se encontraran a menos distancia, sin su autorización,
serían destinados en beneficio de las tropas, y sus dueños o conductores
juzgados por el consejo de guerra permanente.
A la vez
introducía Córdova confidentes en la plaza, en la que hacía penetrar esta
proclama: «Soldados: la bandera de la traición, en la cual os han comprometido
algunos desleales oficiales, no es la que deben seguir los soldados españoles
que defienden a su reina y a la libertad. Vuestros jefes os engañan para
abandonaros después cobardemente, fugándose en el vapor que tienen preparado.
Catalanes: no defendáis a oficiales que hacen la guerra a nuestra reina; veníos
y volveréis a vuestras casas con el auxilio de marcha que han recibido algunos
de vuestros camaradas. Soldados de Gerona: acudid sin temor a uniros a vuestros
compañeros, que os esperan con los brazos abiertos. Franquead las puertas de la
plaza y castillos a vuestros hermanos, para no derramar inútilmente sangre
española.—El general, Fernando Fernández de Córdova.»
El jefe
político, con motivo de la próxima llegada a Valencia de la reina Cristina,
dirigió desde el cantón de Alhujón, el 27, una
alocución a los habitantes de la provincia, participándoselo con gran pasión
política, y diciéndoles: «espero con seguridad que haréis manifestaciones
públicas de vuestras virtudes y patriotismo en ocasión tan solemne.»
MALA
SITUACIÓN DE LOS PRONUNCIADOS
LXVII
Por más
esfuerzos y ofertas que se hacían y planes que se fraguaban, el pronunciamiento
proyectado fracasó, quedando reducido a Alicante y Cartagena y a algunos
pueblos insignificantes, aun cuando se preparó una gran revolución en España y
Portugal, donde no faltaron también pronunciamientos. Tuvieron las juntas de
Alicante y Cartagena que limitarse a sus propios esfuerzos, y obrar por su
cuenta. Hasta los recursos escaseaban, y hubieron de efectuarse algunas
algaradas como la verificada en la mañana del 11 de Febrero: cuatro faluchos
guardacostas con bandera mercante y alguna tropa de desembarco y presidiarios
se presentaron a la vista de Torrevieja, produciendo algo de confusión en el
pueblo: se reunieron las autoridades, huyeron muchos, saltaron los pronunciados
a tierra al mismo tiempo por cuatro puntos a la vez, y cortaron la retirada a
los que huían. Apoderáronse los invasores de la caja
de la administración de las salinas, las sales de la era y todo el resguardo;
se, embargaron buques para conducir la sal a Cartagena; hicieron efectivos algunos
créditos a favor del Estado, y al cabo de nueve horas regresaron a su destiño,
quedando escondidos algunos soldados de Gerona para entregarse. Los vecinos de
Torrevieja distinguieron a los invasores por su buen comportamiento.
La situación
de los pronunciados era cada día menos lisonjera; en Alicante y en Cartagena se
tomaban las fuertes y extremas determinaciones que les aconsejaban lo crítico
de las circunstancias; aunque todos querían extralimitarse lo menos posible por
no desacreditar su bandera, ya que la empresa había fracasado: no bastaba sólo
el buen deseo; así que el 26 se presentó Bonet en la Aduana, y mandando abrir
sus almacenes, sacó 108 piezas de paño depositadas por comerciantes, y lienzos pertenecientesa comisos. Les envió al Ayuntamiento, se
ordenó bajo la multa de 100 reales la presentación de todos los maestros
sastres con tijeras y medida; se proveyó de la misma manera de cueros, e hizo
el mismo llamamiento á los zapateros; construyó lanzas con las varas de los
palios de las iglesias, y exigió bacalao y alubias á quienes las tenían. El
peligro arreciaba y había menos escrúpulos.
Era ya
evidente que se preparaba el bombardeo, porque todos los días se veían desembarcar
piezas o pertrechos, y aunque trataban de impedirlo por tierra los pronunciados,
sólo conseguían alguna que otra vez que se hiciera más trabajosamente, ocasionándose
algunos pequeños encuentros, con pérdida de ambas partes, que la reemplazaban
los de Alicante obligando á tomar las armas á los que hasta entonces habían
dejado de hacerlo.
DISPOSICIONES
DE LA JUNTA DE CARTAGENA ALOCUCIONES
LXVIII
En cuanto la
junta de Cartagena supo que las tropas bloqueadas habían tomado posiciones en
la línea de Albujón y Balsapintada,
declaró el 18 de Febrero la plaza en estado de guerra, y que los actos que
tendiesen a entorpecer o contrariar las disposiciones de la autoridad militar o
que atentaran de algún modo a la seguridad de la plaza, serían juzgados por un
Consejo de guerra permanente, quedando los tribunales en el ejercicio de bus
funciones en todo lo relativo á los delitos comunes.
A su virtud,
el general don Francisco de Ruiz, comandante general de las fuerzas de la
provincia de Murcia y presidente de la junta de jefes creada para la defensa de
la plaza, mandó que al toque de alarma las tropas y empleados ocuparan los
puntos que se les tenía detallado; que los alcaldes de barrio y demás
autoridades dependientes de la municipal, con los vecinos honrados, patrullaran
para que no se alterase la tranquilidad pública, que las armas y efectos de
guerra que tuviesen personas que no perteneciesen al ejército ni a la Milicia
nacional, o no estuviesen autorizados para ello, las entregasen en el término
de veinticuatro horas, so pena de ser considerados enemigos de la causa
nacional y juzgados por la comisión militar; se imponía la misma pena á los que
de palabra, o por escrito vertiesen especies o ideas que debilitaran el
espíritu público o contrariasen de cualquier modo la defensa de la plaza; que
el que intentase promover la desobediencia a las autoridades o sembrase el
desaliento en las tropas, se consideraría como promovedor e instigador, y
sufriría la pena de muerte, con arreglo al art. 26, tratado 8., tit. X de las reales Ordenanzas; que los vecinos iluminaran
las fachadas da sus causas si la alarma fuese de noche, y si de día, no
pusieran en los terrados y sitios altos de los edificios ropas ú otros efectos
con los que se pudieran hacer señales a los enemigos, y los que comunicasen con
las fuerzas enemigas de mar y tierra, o les facilitasen noticias, víveres u
otros efectos, serían juzgados y se los impondría la pena de muerte. Al mismo
tiempo dirigió una alocución a las fuerzas que operaban en la plaza, alentándoles
a la defensa.
El
Ayuntamiento, excitado por la junta, invitó a los vecinos que estaban en descubierto,
por atrasos de contribuciones, que satisficieran sus débitos en el preciso
término de veinticuatro horas; cuyos recursos, decía, habían de contribuir á la
salvación de la libertad, amenazada por desgracia; por lo que acreditarían su
patriotismo pagando puntualmente, evitando así a las autoridades acudir a las
medidas de rigor prevenidas por las leyes.
A la vez, el
Boletín, que publicaban los pronunciados en Cartagena, decía que «ni había dado
el grito de libertad a impulsos de intrigas extranjeras, cómo calumniosamente
se ha supuesto en los periódicos que sirven de órgano al gobierno de Madrid; ni
se ha rebelado contra el Trono; la majestad que le ocupa ha sido el primer
pensamiento de todos los que en tan noble causa han tomado parte; salvar á
nuestra inocente, y querida reina es el deseo universal, así como también
desechar de su lado a los consejeros perniciosos y demás personas que con su
maléfica influencia son la causa única y exclusiva del disgusto general que
experimentan todos los pueblos de la monarquía».
No faltaron
algunos pequeños tiroteos en diferentes salidas; se tiroteó el 20 la Milicia de
Santa Lucía, y algunos catalanes con una descubierta de caballería el 22:
ayudados aquellos milicianos por las*compañías de granaderos y tiradores del;
batallón de Murcia, hicieron un reconocimiento sobre el castillo de San Julián.
El jefe
político de Murcia, obró activo en tan criticas circunstancias. El 17 dirigió
una alocución a los cartageneros y milicianos nacionales, convidándolos con la
paz, e inoportunamente decía a renglón seguido que, «sabía que se hallaban
oprimidos por un puñado de soldados tan desleales como ingratos, por un aduar
de bandidos escapados de la acción de las leyes, y que nada deseaban más que
arrojar de entre ellos aquellas hordas de forajidos, aquellos militares indignos
del nombre español, y que amaban a su reina, a la Constitución y a la patria:
que calaran sus bayonetas y atacaran á los enemigos de su reposo, que habían
escogido sus calles y plazas para campo de maldades; que los arrojaran de sus
murallas, empresa fácil y de éxito seguro y honra; que Alicante estaba para
caer; diez mil soldados delante de ellos para apoyarles; que obraran, pues de
lo contrario todas las calamidades de la guerra iban a caer sobre ellos y sus
familias».
No quisieron
los pronunciados que pasara desapercibida esta alocución, que calificaron de
calumnioso libelo, diciendo que por respeto al público y dignidad, no
descendían al lodazal de las personalidades, aunque podían hacerlo con ventaja;
acusaban al jefe político por sus arbitrariedades y tropelías; causa de haber
enarbolado Cartagena el pendón de libertad; rechazaban la idea de que él vecindario
estuviera oprimido por un puñado de soldados que llamaba desleales, cuando en
mil combates habían derramado su sangre «por afianzar el trono, que un hombre
estúpido le quería usurpar, y con quien ahora se estaba en negociaciones para
enlazar su descendencia con la inocente Isabel»; que el pueblo de Cartagena,
salvas muy pocas excepciones, había tomado una parte muy activa en aquel
alzamiento, mirado como la única tabla de salvación para la libertad; que los
calificados de aduar de bandidos, eran personas respetables por más de un
concepto, de más independencia que él y más veraces, y después de algunas otras
líneas, reprodujeron a continuación en el Boletín la proclama de que se
trataba, fechada en el cuartel general al frente de Cartagena. También reprodujeron
la alocución del comandante general don Juan Antonio Pardo, fechada en Murcia
el 19, en la que comunicaba a los habitantes de la provincia el triunfo
obtenido en Elda, y se indignaba contra los traidores ocultos y algunos a su
alrededor.
Aunque las
circunstancias eran más para obrar que para hablar, también el general Ruiz
dirigió el 24 su alocución a las tropas de Cartagena, manifestándoles que al
aceptar el honroso cargo que la junta de gobierno le confiara, no desconocía su
gran responsabilidad; que la vida de los soldados, la fortuna y porvenir de las
familias y el triunfo y consolidación de los principios políticos, base del
alzamiento, eran los objetos sobre los que se fijaba su incesante atención; que
contaba con el valor y disciplina de las tropas y de la Milicia nacional, y la
ayuda de la junta y autoridades, que hasta la sazón superaron todas sus
esperanzas y llenaron sus deseos; que cumplió lo que se había propuesto de no
ser el primero en romper las hostilidades, porque de lo contrario muy pronto se
hubiera visto salpícala en sangre la tierra que pisaban los enemigos; los cuales
irían a abrazar a sus compañeros con quienes habían compartido la gloria de
anonadar la tiranía en los campos de Aragón, Cataluña, Galicia y Provincias
Vascongadas; que pronto su bandera tremolaría vencedora en toda la península, y
cuando libre el trono de Isabel II, de las sugestiones de sus pérfidos y
traidores consejeros se afianzasen los derechos constitucionales, habrían
cumplido con los deberes de buenos ciudadanos, y recordaría siempre con placer
haberles ayudado en tan ardua empresa.
El 29
prohibió la junta salir y entrar en Cartagena a toda clase de personas, fuesen
solas, con bestias o carruajes, excepto los vecinos de Santa Lucía, San Antonio
Abad y Hondón, que trasportasen a la plaza frutosoefectos de consumo o se dirigieran a recoger basuras,
llevando pase de los diputados de dichos barrios: se adoptaban para ello
ciertas medidas de precaución, así para la salida de los labradores con sus
yuntas, destinadas a la labranza, y para las lavanderas u otras mujeres que
salieran a lavar ropa al arroyo inmediato al glasis de la puerta de Madrid y lavadero de la huerta de Rodríguez en Quitapellejos o parajes intermedios, sin pasar los límites
que se marcaron.
Para
prevenir la escasez de víveres, se anularon los derechos de puertas, aunque no
los arbitrios locales y municipales, que continuarían exigiéndose, y sujetos al
pago de los mencionados derechos los géneros ya introducidos, etc., etc. Por
otro decreto se permitía también la introducción libre de todo derecho, de los
granos, harinas, aceites, carnes, vinos y aguardientes de procedencia
extranjera, con cualquier bandera que fuesen conducidos.
A la vez que
se tomaban estas providencias, el órgano de la junta se felicitaba de que, a
pesar de lo excepcional de la situación, no se hubiese alterado en Cartagena la
tranquilidad pública; que los de todas opiniones y antecedentes vivían
tranquilos, sin que el menor insulto ni el más pequeño exceso les inquietase;
que, como su resolución era hija de sus convicciones y de la buena fé, se explicaba esta conducta laudable, no permitiendo se
confundiera aquella situación con los motines o insurrecciones nacidas de miras
mezquinas y depravadas que estando el enemigo a la vista, y cuando el principio
de conservación y amor propio autorizaban medidas violentas, apenas se
adoptaron las más indispensables, sin que pesaran sobre determinadas personas y
sin ocasionar el más insignificante vejamen; que hasta entonces, y cuando la
junta tenía que sufragar considerables gastos, pesando sobre la misma todas las
atenciones públicas, no había decretado una exacción, y creían no llegaría el
caso de hacerlo: comparaba esta conducta con la del gobierno y la de los que
dirigían el bloqueo de la plaza, aprisionando aquel a muchos ciudadanos, e
imponiendo los segundos contribuciones de todo género y atacando la propiedad:
«se llaman delegados de un gran poder, y dicen que cuentan con toda la nación,
y se muestran más tímidos y necesitados que los que estamos dentro de estos
muros;» desmentían que hubiera escasez en Cartagena, pues los artículos de consumo
se ofrecían en abundancia y á los precios de siempre, y el pueblo sabía que las
carnes muertas no se habían vendido hacía muchos años, ni tan baratas, ni de
tan buena calidad como entonces.
Firme y
decidida voluntad, interés, actividad e inteligencia había necesitado y necesitaba
la junta de Cartagena para hacer frente a tantas y tan apremiantes necesidades,
sin lastimar intereses particulares, y atendiendo con puntualidad a inmensos
gastos; mostrándose no menos infatigable el general Ruiz en lo militar
inspeccionándolo todo, fortificando y artillando los abandonados castillos de
San Julián y de Despeñaperros. Carecían, sin embargo, los pronunciados, de
caballería, pues era insuficiente la que tenían, y escribieron en el Boletín
«que quisieran que los honrados cartageneros y cuantos tuvieren algún caballo,
hiciesen en obsequio de la justa causa que defendían, entrega de él al
comandante que entendía de la requisa.» Bastantes se habían presentado, pero
bastantes también supusieron ventas o endosos a militares para eximirlos de la
requisa; así hubo que anular toda venta de caballos hecha con posterioridad al
decreto de requisa.
El
vicepresidente de la junta de Alicante; don Antonio Verdú, que había ido a Cartagena en comisión para aunar los
elementos de resistencia de ambas poblaciones, pues a las dos solas se había
limitado la revolución proyectada, con tantas ofertas fallidas y esperanzas
defraudadas, porque muchos habían faltado, y algunos, no pocos, se jactaron
después de lo que debiera avergonzarles, si decoro tuvieran, regresó a Alicante
más desengañado que satisfecho. Interceptado en su viaje, volvió a Cartagena,
auxiliando á la junta en sus trabajos, y tomando parte en sus deliberaciones.
Esta, para
dar una prueba de lo gratos que le eran los servicios que los oficiales de los
batallones primero y tercero de Gerona prestaron, tomando una parte directa en
el alzamiento de la plaza el 1° de Febrero, concedió el 29 el empleo inmediato
a todos los oficiales, siempre que continuasen sirviendo bajo la misma bandera,
y llevasen dos meses en el empleo que al presente obtenían, considerándose
estos ascensos en comisión hasta que fuesen aprobados por el gobierno que se
constituyese a consecuencia de aquel alzamiento. Esta gracia se hizo extensiva
á los demás oficiales, ya sueltos o ya
pertenecientes a otros cuerpos, que acreditaran hallarse en el primer caso.
En el mismo
día 29, deseando aquella corporación solemnizar el alzamiento de Alicante y
Cartagena de una manera, dice, que demostrara los sentimientos de humanidad y
beneficencia de que se hallaba animada, y para retribuir de algún modo el celo
y actividad con que se condujeron los confinados en el presidio en los
trabajos de fortificación en que se emplearon, decretóse en nombre de la reina el indulto a todos los confinados que siendo aptos
personalmente para los trabajos o las armas, no
debieran ser excluidos del goce de esta gracia por la calidad de sus condenas,
y que la calificación de éstas se haría con estricta sujeción a los decretos de
indultos generales.
Todo esto, y
aun algo más iba ya siendo necesario, porque se prolongaba el triunfo que se
ofreció inmediato, y no se ignoraba que el alzamiento no era secundado, pues no
descuidaban los sitiadores introducir periódicos en la plaza y escribir á los
amigos y aun a los agentes con que contaban para infundir desconfianzas y
desaliento. Hija de ellas fué sin duda la alocución
que el 3 de Marzo dirigió la junta de Cartagena a sus habitantes, para que sólo
ocuparan las murallas las personas armadas encargadas de la defensa de la
plaza.
La
aprehensión el 3 de unas 70 cabezas de ganado cabrío por las fuerzas
sitiadoras, de que dió cuenta Córdova como de un
hecho notable, por cogidas bajo el fuego del castillo de Moros, dijeron los
pronunciados que lo hicieron porque los caballos que se adelantaron ostentaron
bandera blanca en una lanza, y a favor de esta estratagema se apoderaron del
ganado y se le llevaron, a pesar de los disparos del castillo.
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