|  | HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE ESPAÑA. ANALES DE LA GUERRA CIVIL: 1833 - 1886LIBRO PRIMERO . LA COALICION TRIUNFANTESEGUNDA PARTE
             LA
            JOVEN ESPAÑA. GONZÁLEZ BRAVO
                 XXVIII
                 De esta rara
            y anómala complicación nació la idea de formar un tercer partido, en el cual se
            alistase la juventud del Congreso, y que en el momento de la lucha hiciera
            inclinar la balanza a donde sus intereses lo exigieran.
                 Tan antiguo
            como injusto o irrealizable es este pensamiento en los partidos. Todos ellos a
            su vez, atribuyendo sus errores, sus desgracias, a los que los han acaudillado
            al parecer y dirigido, se proponen excluirlos como medio de evitar que se
            reproduzcan. Justo sería esto si fuesen imputables a los que el acaso u otras
            causas llaman a dirigir los negocios públicos durante la dominación de cada una
            de las banderías que se disputan el mando; pero se olvida que las banderías
            mismas son las que cometen los errores que les arruinan; que las más veces, los
            que por sus jefes son tenidos, debieran ser considerados como sus agentes y
            esclavos, o que el mayor número de sus determinaciones, es más bien efecto de exigencias
            a que no pueden resistir, que el resultado de sus propias ideas y convicciones.
            De aquí la injusticia de eliminarlos después de la exagerada abnegación, a
            veces, con que han prestado a su partido servicios, jamás, acaso, bastantemente
            recompensados; y es irrealizable, porque pocos, por lo común, conciben
            semejante pensamiento, a no ser estimulados por la ambición y el deseo de
            elevarse más pronto de lo que merecen. La experiencia ha acreditado que tal es
            casi siempre el objeto de tan vituperable proceder, y muy pronto se encuentran
            solos empeñados en una lucha, cuyo resultado no es otro que crear rivalidades,
            engendrar prevenciones, y aun odios, y dar acaso más importancia que la que
            antes tuvieran y quizá merecen, a las personas que son objeto de lo que no pasa
            de ser una ingratitud.
             Intentóse, sin embargo,
            decididamente la formación del tercer partido, que muy pronto vino a ser
            conocido con el nombre o apodo de la Joven España. Claro y ostensible apoyo le
            dio el señor Olozaga, y su nombre sirvióle de
            bandera; lo cual llamó altamente la atención; porque no parecía creíble que
            tratara de deshacerse de estorbos que le obstruyeran el camino de su brillante
            carrera. Tiempo hacía que de derecho era dueño de la primera posición, digno de
            ella por su talento, y no necesitaba de los medios que ambiciosos de segundo y
            tercer orden tienen que emplear para conquistarla; pero era antigua su manía
            por la juventud, de la cual recibió por cierto bien triste desengaño. Mal
            avenido además con las exageraciones de los partidos, era su ilusión entonces dominarlos
            por el Parlamento, y para conseguirlo, creyó conveniente organizar los
            elementos, que de ellas al parecer no participasen. Buena era su intención; mas
            apenas puede concebirse cómo se ocultó a su penetración que los más de los que
            se aprestasen a auxiliar su empresa, se proponían otras miras que las de
            plantear pensamientos justos y conciliadores, y que desde el momento en que no
            pudiese o no quisiera satisfacerles, se convertirían en sus más encarnizados e
            implacables enemigos, cual la experiencia vino pronto a acreditarlo, pareciendo
            imposible se ocultase a su previsión, nada común. De esas filas, que él procuró
            organizar, salieron sus acusadores y los ministros que hasta el cadalso se
            habían propuesto llevarlo, a la sombra de un suceso que la Europa oyó con
            asombro, y presentaremos con más exactitud que la que por decoro del trono
            fuera de desear.
   González
            Bravo fue el ejecutor del pensamiento, que supo convertir prontamente tan en su
            provecho. Dejando a un lado sus antecedentes, harto sabidos por desgracia suya,
            y porque ya no existe, conviene conocer su historia desde que se sentó por
            primera vez en las Cortes de 1841, empezando a desempeñar un papel importante,
            pues sus primeros pasos correspondieron a lo que de él podía y debía esperarse.
             Colocado
            siempre en la línea más avanzada, a todo hizo oposición; defendía toda idea o
            principio exagerado; combatía todo acto que revelase en el gobierno
            convicciones y energía; sostuvo con calor la regencia trina, sin reparar en los
            medios, y condenando entonces lo que antes había aplaudido con frenesí; y al
            verse censurado porque sostenía en una discusión lo que como escritor había
            combatido, demostró su moralidad política diciendo que, siendo las posiciones
            distintas, nada tenía de extraño lo fuesen también las armas de que se valía:
            que para hacer la oposición, todo era sin excepción permitido, y que cuanto con
            este objeto se dijera o hiciese, no producía compromisos ni deberes de ninguna
            especie.
             Se unió a la
            oposición que acaudillaba López contra el regente; peleó con la violencia y
            exasperación que da el despecho de esperanzas defraudadas; abandonó en 1842 a
            la fracción de López, diciendo que no había en ella pensamiento; se introdujo
            en la de Olozaga, moderó algo sus ímpetus por su oposición racional y decorosa,
            se conocía que se había propuesto crearse un porvenir, y para conseguirlo
            sacrificaba sin dificultad todas sus anteriores relaciones y compromisos.
             Sin
            violencia, aunque con reserva, fue acogido en aquellas filas, y más de una vez
            notaron su empeño en hacer alarde de la amistad y benevolencia de Olozaga,
            Cortina y otros, que no ignoraban, por cierto, ni lo que de su capacidad podía
            esperarse, ni lo que de él por sus antecedentes podía temerse; pero en los
            Congresos; el voto forma las alianzas, y no se acostumbra á repudiar á los que
            contribuyen al triunfo de determinadas ideas.
             Comprometido
            en la revolución contra el regente al lado del general Serrano, como hemos
            expuesto ya en otra obra, creyó llegado el momento de realizar sus esperanzas,
            y de obtener lo que por tantos medios se había propuesto conseguir; y ya en las
            Cortes de 1843, arrojó la máscara, y decididamente trató de ser ministro,
            aunque sin discurrir jamás dar su nombre á un gabinete ni presidirlo: sólo
            dirigió todos sus esfuerzos á asociarse á quien pudiera, en su juicio, hacerlo
            y lo aceptase.
             Descollando
            Cortina en aquella situación, procuró González Bravo averiguar sus intenciones;
            y como no lo conseguía por medios indirectos, le preguntó de un modo muy
            explícito si aspiraba al ministerio, y lo que pensaba respecto A su persona. La
            contestación, que no olvidó González Bravo, y oímos de sus labios, fue: «que
            era su ánimo resistir cuanto pudiese volver al poder, porque la época en que lo
            ejerciera le había dejado muy desagradables recuerdos y harto tristes
            desengaños; pero que conociendo sus deberes en la vida parlamentaria, jamás se
            negaría, a pesar de su repugnancia, a ser otra vez ministro, a aceptar tan
            espinoso cargo cuando se le ofreciese en alguna de aquellas circunstancias que
            no puede sin deshonor rehusarse».
             A esto se limitó
            la respuesta, sin decirle nada que ni remotamente pudiera hacerle concebir
            esperanza de que contase con él en ningún caso. Cortina creería, y con razón,
            ser indispensable el trascurso de no poco tiempo, y una larga vida pública sin
            mancha, para hacer olvidar sus antecedentes hasta el punto decorosamente
            preciso para que pudiera ser ministro de Isabel II el que había denigrado a su
            madre del modo que él lo hiciera en los célebres folletines de El Guirigay.
   Viendo Bravo
            entonces que nada podía esperar de Cortina, se dirigió a Olozaga, y al poco
            tiempo apareció como agente y promovedor de la organización de la Joven España.
             Si hubiera
            de juzgarse de lo que entre ambos pasara, antes de decidirse González Bravo a
            trabajar tan eficazmente en favor de Olozaga, como lo hizo, por lo que sucedió
            con Cortina, podría suponerse que le ofreciera darle puesto en el gabinete que
            debía formarse, como él mismo aseguró con repetición y sin reserva. No de otro
            modo puede creerse se lanzara tan resueltamente a luchar el que tenía por único
            norte de todas sus acciones la conquista de tan deseada posición pero
            conociendo a Olozaga, no es creíble pensara asociárselo cuando formase un
            ministerio, ni que se hubiese comprometido a tomarlo por compañero; lo
            verosímil es, que no hubo de hablarle con toda la claridad y resolución
            necesarias para que entendiese el que vivía preocupado con la idea y proyecto
            de ser ministro hasta un punto apenas concebible, y que ofertas o indicaciones
            que el señor Olozaga le haría, las entendió acaso en diverso sentido que el que
            realmente tuviesen.
             Grandes
            fueron, por esta causa sin duda, los esfuerzos para llevar a cabo la
            organización apetecida; y a los pocos días apareció en el Congreso una especie
            de centro izquierda, en el cual se reunieron elementos bien heterogéneos por
            cierto, afectándose un puritanismo que nadie creía, y bien pronto completamente
            desmentido.
             Tres
            ministros nada menos salieron de sus filas; otros lograron altos puestos, y
            algunos hicieron en poco tiempo rápidas y sorprendentes fortunas.
             
 REUNIONES
            PREVIAS—ROMPIMIENTOS —ELECCIÓN DE PRESIDENTE DEL CONGRESO
             XXIX
                 Se acercaba el día de la elección de presidente, y todas las
            fracciones, menos la de los progresistas, trabajaban para obtener el triunfo;
            absteniéndose estos cuidadosamente, para no dar ni aun pretexto de rompimiento,
            de tener reunión de ninguna especie, y reservaban el momento de manifestar sus
            opiniones y deseos en una general que se aseguraba había de convocarse, como
            sucedió en efecto, y concurrieron a ella sin ninguna combinación previa y
            resueltos a obrar con lealtad y franqueza. No las había en otros, y se sorprendieron
            grandemente cuando supieron, la misma noche en que debía verificarse, que la
            Joven España había celebrado juntas, y ocupádose en
            ellas de la cuestión de presidencia, y que los moderados que a ella no
            pertenecían la habían resuelto a su placer, con el acuerdo de personas extrañas
            al Congreso y que trataban descaradamente de imponer su voluntad a los
            progresistas, haciéndoles servir de instrumentos para realizar sus miras y
            planes, harto conocidos ya.
             Bajo esta
            desagradable impresión, empezó la conferencia general que se celebró en el
            edificio del Congreso, apresurándose Isturiz, apenas abierta, a pedir la
            palabra, y partiendo del supuesto de que al nombrar presidente se nombraba
            también la persona que más adelante había de formar un ministerio, indicó al
            señor Olozaga como el más a propósito en aquellas circunstancias. El señor
            Ovejero, haciendo de Cortina los justos y debidos elogios, le propuso para tan
            elevado cargo, lo que obligó al propuesto a explicarse con franqueza y claridad
            en tan solemne momento. Combatió como un error el que se ligara tan
            estrechamente la presidencia del Congreso con la del Consejo de ministros;
            expuso las fatales consecuencias que no podrían menos de resultar, y contrayéndose
            a la cuestión, dijo terminantemente que «con él no se contase de manera
            ninguna, porque ni estaba conforme con la situación que se había creado, ni
            dispuesto, por consiguiente, a aceptar las consecuencias que al nombramiento de
            presidente querían atribuirse.»
             Pidal,
            apoyando la candidatura Olozaga, combatió las razones en que la había fundado
            Isturiz, que éste se apresuró a explicar satisfactoriamente; Garnica se opuso
            con acaloramiento a la elección de Olozaga, y los moderados, que ya vieron
            evidente el cisma introducido entre los progresistas por la Joven España,
            gozaron y se afirmaron más en sus propósitos, viendo cada vez más fácil acabar
            con aquellos, aguardando solo la primera coyuntura.
             Olozaga,
            propuesto por sus naturales adversarios y rechazado por sus antiguos amigos, se
            vio precisado a hacer una declaración de principios, aceptando los hechos
            consumados, y considerando la revolución terminada, debiéndose partir de lo que
            existía para llegar a la consolidación del pronunciamiento.
             Evidente el
            desacuerdo entre Olozaga y Cortina, propuso Martínez de la Rosa se retirasen
            ambos a conferenciar entre sí y determinar lo conveniente en la cuestión de
            presidencia, comprometiéndose todos a votar el sujeto que ellos propusieran; y
            como ya se había retirado Cortina, los progresistas consideraron la proposición
            como un lazo, pues era lo mismo que excluir a ambos. Desechóse,
            y se indicó a don Manuel Cantero, que había sido vicepresidente, como
            candidato: no hubo unanimidad necesaria, y se disolvió la junta para reunirse
            cada bando de por si, evidenciándose el rompimiento de la coalición.
   Vuélvensa
            reunir todos los diputados al día siguiente en el salón de conferencias, poco
            antes de la sesión pública; trátase de nuevo de la elección de presidente, y
            fundándose los moderados en lo que del modo más resuelto había dicho Cortina el
            día anterior, combatieron con todas sus fuerzas su candidatura y sostuvieron la
            de Olozaga. Este mismo empeño irritó a los progresistas, les inspiró recelos y
            desconfianzas, y fue causa de que se obstinasen en nombrar a Cortina
            presidente. Acabóse aquella reunión, e
            instantáneamente se dividieron los campos: los moderados se reunieron de nuevo
            en la misma sala de conferencias, los progresistas en la de comisiones, y unos
            y otros discutieron con acalorado interés lo que de ninguna manera podían
            arreglar separados y aisladamente. Cortina procuró persuadir a sus amigos
            votaran a Olozaga, resuelto como estaba a darle su voto; mas nada pudo
            conseguir, porque la irritación había llegado a un punto inconcebible, tanto
            más de lamentar, cuanto que, sin embargo de ser las dos y media, no había
            podido abrirse la sesión por esta disidencia, lo cual era causa de no pequeño
            escándalo en tan delicadas circunstancias.
             Convocóse otra reunión general, en
            la que se intentaron diversos medios para buscar solución a aquel conflicto;
            hasta se recurrió a que los dos competidores hicieran una profesión de fe
            política, que fue exactamente igual, y reducida a no más revoluciones ni reacciones;
            ni aun hecho esto, desistieron unos ni otros de su resolución respectiva, y
            aunque no había fundado motivo para desconfiar los progresistas de Olozaga,
            como a tanta costa demostró bien pronto que no iba a la reacción, el
            presentimiento de que ésta se preparaba y de haber sido propuesta por los
            moderados la candidatura de aquél, resucitaron las prevenciones que contra él
            había, y fueron la causa de que se le combatiese con tanta irritación y
            encarnizamiento. Convínose al fin, en votar a
            Cantero, y abierta la sesión cerca de las tres, reunió éste 40 votos, 38
            Cortina y 31 Olozaga; repetido el escrutinio, quedó éste elegido por 66 votos,
            habiendo obtenido Cortina 43 y 7 Cantero. (Para vicepresidentes fueron
            designados, después de varias votaciones, los señores Alcoa, Mazarredo, Pidal y
            González Bravo: y para secretarios Roca de Togores, Nocedal, Salido y Posada
            Herrera).
   Los
            resultados de tan empeñada contienda fueron la eliminación de los progresistas
            de la Mesa, exceptuando al señor Alcón, con quien se transigió, no sin gran
            oposición, por creerlo acaso inofensivo, y el repartimiento de todos los cargos
            de ella entre los moderados y los de la Joven España.
             La lucha
            iniciada era natural. Se habían coaligado partidos opuestos para un fin común
            de destrucción; conseguido, empezaron a desconfiar uno de otro; cada cual
            aspiraba a sobreponerse, y la victoria no podía menos de sonreír al más fuerte
            o al más audaz, y así sucedió.
             
 OLOZAGA
            PRESIDENTE DEL CONGRESO—SUS PRESENTIMIENTOS
                 XXX
                 No podía
            ocultarse a Olozaga la grave trascendencia de su elección, y al ocupar la silla
            presidencial pronunció este breve discurso, que revela sobradamente sus tristes
            presentimientos en aquel instante:
             «Señores: El
            Congreso no extrañará que no le dirija la palabra en los términos en que en
            otras circunstancias lo haría naturalmente. Tampoco esto es necesario para que
            todos se penetren de mi profundo reconocimiento por el honor que me ha
            dispensado el Congreso. Excuso decir que procuraré corresponder a él en cuanto
            me sea posible, y que cuento para ello con el auxilio y cooperación de los
            señores diputados. El número de votaciones que acaba de presenciar el Congreso,
            indica que se limita a este sitio la significación política de la formación de
            la Mesa. También debe considerarse que los nombres que hayan podido entrar en
            primera votación, tampoco pueden marcar ningún disentimiento político, por ser
            conocidas y sabidas las relaciones que unieron a los individuos elegidos con
            los que se han quedado fuera de la elección. Por el momento, señores, lo único
            que ruego al Congreso es que, considerando la situación del país y la gran
            misión que le está encomendada, vea de conducirse con la tolerancia y
            circunspección que es de esperar dé la ilustración y patriotismo de los señores
            diputados, y que para ello cuento con los esfuerzos, aunque cortos, de los que
            hemos tenido el honor de ser elegidos».
             
 PRONUNCIAMIENTO
            DE VIGO
             XXXI
                 Mientras los
            sucesos políticos se encadenan y precipitan, acabemos de dar cuenta de los
            pronunciamientos centralistas, restándonos sólo el verificado en esa bella y
            privilegiada región de España, que confina al N. y O. con el Atlántico, que
            tiene ríos como el Sil de arenas de oro, valles encantadores, trabajadores
            sufridos y valerosos habitantes, distinguidos siempre por su liberalismo.
             El brigadier
            don Fernando Cotoner, capitán general interino de Galicia, logró restablecer la
            obediencia al gobierno, por el pronto al menos, sometiéndose las juntas sin
            necesidad de conferenciar con sus comisionados, como se propuso y lo manifestó
            en la alocución que dirigió el 12 de Agosto desde Lugo a los habitantes y a los
            soldados del quinto distrito, aunque no dejó de tener des pues algunas
            conferencias para la completa sumisión de todo el antiguo reino de Galicia.
            Sólo quedó en él la junta de Orense, para que hiciera las veces de Diputación
            provincial, por haber sido ésta disuelta.
             Hemos dicho
            por el pronto, porque los sucesos de Aragón y Cataluña mantuvieron vivo el
            espíritu político de los esparteristas gallegos, que
            el 23 de Setiembre se alteraron en Lugo, si bien lograron restablecer la calma
            las autoridades y prendieron a los hermanos Chicarros; sin que tuviera mejor
            resultado el pronunciamiento intentado a la vez en Vigo, Pontevedra y otros
            puntos. Mas no era por falta de elementos, sino de dirección acertada, a pesar
            de los esfuerzos de los señores Ibarrola y Budiño,
            juez y fiscal respectivamente, Buch, Mulins, Fontano,
            Carballo, Usaleti, López, Gallego, Pérez y otros,
            hasta que el 23 de Octubre, alentados en Vigo por los pronunciados en León, que
            necesitaban pronta ayuda, comenzó la excitación, pasándose la noche; sin más
            novedad que reunirse los nacionales en algunos barrios.
   Publicóse la mañana siguiente la
            ley marcial y el desarme en una hora de la Milicia; rompiéronse los bandos, aclamando la junta central; trató el provincial de Lugo de
            apoderarse del Ayuntamiento, y una pequeña parte del regimiento de Zamora del
            Principal; pero resistió la Milicia y se retiró el provincial a la plaza,
            herido su coronel y dos más, cambiándose algunos tiros, hasta las tres que se
            retiraron las tropas al fuerte de San Sebastián y de Castro; abandonaron el
            primero, y defendido el segundo por el coronel de artillería Navarro, se
            opusieron a la resistencia los oficiales de Lugo que le guarnecían, pretendió
            volarlo y perecer con todos, hasta que tuvo que aceptar una capitulación
            honrosa.
   Algunos
            oficiales de Lugo tomaron parte en al pronunciamiento, aunque parece que eran
            bastantes más los comprometidos, y se formó una junta presidida por don Ramón Buchy, vocal secretario don Bernardo Arrom y Vidal, que se
            cuidó de asegurar el alzamiento y propagarle por toda Galicia, acudiendo en
            tanto a la defensa de Vigo, recomponiendo las murallas, abriendo fosos,
            montando artillería, armando gente y efectuando otros trabajos, no todos con
            inteligencia.
   La autoridad
            militar acudió enseguida a desarmar la milicia de Pontevedra, lo cual ocasionó
            la dimisión del ayuntamiento, que fue admitida.
             También Puig
            Samper, capitán general de Galicia, declaró el 26 de Octubre desde la Coruña en
            estado de guerra la plaza de Vigo y la provincia de Pontevedra; autorizó a don
            Fernando Cotoner para obrar como creyera conveniente; prohibió toda
            comunicación con el distrito de Vigo, la publicación y circulación de proclamas
            y documentos quo se publicaran en aquella ciudad, y dio el mismo día una orden
            general felicitándose y al ejército por el buen sentido de éste.
             Presentóse en Vigo don Martin José Triarte el 26; ofreció a la Junta sus servicios, que los
            aceptó el 27, y le nombró capitán general de Galicia y general en jefe del
            ejército de operaciones, cuyo mando inauguró dando el 30 sendas alocuciones a
            los habitantes y ejército de Galicia, diciendo a los primeros que, seguro de
            que secundarían el grito lanzado en Cataluña, Aragón y Castilla, acudió a
            ayudarles y participar de sus fatigas; que imitaran a Vigo los demás pueblos;
            les llamaba a las armas para conservar ilesos los derechos populares, y en su
            pureza y esplendor el prestigio del trono, y vitoreaba a la Junta Central, a
            Isabel II constitucional y a la independencia de la nación; y al ejército le
            estimulaba como hijo del pueblo, a unirse á él para defender juntos los objetos
            que aclamaba, que eran los mismos que habían jurado.
             El Ferrol
            debía secundar el alzamiento de Vigo, para lo cual no faltaban elementos, que
            inutilizó la llegada de Cotoner, y al salir este jefe el 2a sobre Vigo, al
            saber, el pronunciamiento de esta ciudad, se reunieron para efectuarle; y tan
            borrascosa fue la Junta que no pudo efectuarse la sublevación.
             Puig Samper
            publicó el 30 una proclama a los gallegos, alentándoles a permanecer tranquilos
            y que contaran con la bizarría de las tropas, como él contaba con la de la
            Milicia nacional, pues él no deseaba más que su bienestar y felicidad.
             
 ESFUERZOS
            INÚTILES.—OPERACIONES
             XXXII
                 Grandes
            elementos tenían los centralistas en Galicia, y aunque faltaron muchos de los
            comprometidos, cumplieron otros, y el pronunciamiento en Vigo aumentó los
            apuros del gobierno, que esperaba lo secundase la capital. Así se apresuró á
            mandar que, sin desatender a aquella plaza, se asegurase la tranquilidad de los
            demás puntos del quinto distrito, encargando a su capitán general que, a
            conseguirlo dedicara todos sus esfuerzos, «porque era muy extraño que se
            lamentara del mal sentido de los cuerpos, cuando había tenido la autorización
            competente para proponer la separación de los jefes y oficiales que no le
            inspirasen confianza, y tiempo sobrado para ello. Así, pues, el gobierno espera
            que, sin la menor demora, remediará V. E. este mal antes que las circunstancias
            se compliquen y sea imposible verificarlo; pues aislada la rebelión a Vigo,
            sucumbirá tan pronto como lleguen las tropas del octavo distrito». Resolvió
            además el ministro de la Guerra saliera al instante para Castilla la Vieja el
            provincial de Tuy, del que desconfiaba, y adoptó cuantas medidas exigía la
            situación, confiriendo a don José Manso el mando en jefe del ejército de
            operaciones de Castilla la Vieja y Galicia.
             Hallábase
            pasando Cotoner, como inspector extraordinario, revista al provincial de
            Pontevedra, que se hallaba en el Ferrol, cuando se le mandó ir a la Coruña para
            que no se pronunciase esta capital, nombrándosele comandante general de las
            fuerzas que habían de operar en la provincia de Pontevedra. Marchó a Santiago
            cuya Milicia nacional tuvo el encargo de desarmar, y desarmó sin novedad el
            coronel Nouvilas, que no pudo por el pronto disponer de las fuerzas que
            necesitaba, por el pronunciamiento de Bayona.
             Siguió
            Cotoner su marcha, formó en Caldas y en Pontevedra una junta de armamento y
            defensa; organizó fuerzas; supo la entrada triunfal de Iriarte en Vigo; le
            aseguraron que Linage había ido a bordo de un buque inglés por Espartero;
            estableció fuerzas en Redondela, reconcentrando las suyas los centralistas
            sobre Vigo; continuó fortificando el puente de San Payo para artillarle y
            defender aquel punto del cañoneo de las trincaduras pronunciadas, que recorrían
            libremente toda la ría de Vigo, y adoptó cuantas medidas le sugería su celo, ya
            para contener y hacer frente a las expediciones que emprendieran los
            pronunciados, en recluta de licenciados, ya para impedir nuevos
            pronunciamientos y asegurar la tranquilidad en el país, reuniendo a su vez los
            licenciados para contar con más fuerzas y quitarlas a su enemigo.
             No confiaba
            mucho en el país el capitán general de Galicia, cuando tuvo que establecer una
            policía secreta, por cuyo medio consiguió contrarrestar los proyectos de
            extender la sublevación y que no apareciera simultáneamente en diferentes
            puntos.
             Un
            destacamento de los pronunciados se movió hacia Redondela, a la vez que cinco
            trincaduras armadas entraron en aquella ría rompiendo el fuego de cañón sobre
            las avanzadas de las tropas del gobierno, atravesando otra columna pronunciada
            la carretera del Porviño en dirección a Puenteáreas, sin que todas estas operaciones tuvieran otro
            objeto que promover pronunciamientos. Se efectuó el de la Estrada, contra cuyo
            pueblo organizó Cotoner una columna, pero otra centralista, al mando de
            Iriarte, se dirigía a la vez hacia Orense para proteger e impulsar su
            pronunciamiento, el de Tuy y otros puntos. Faltaron los comprometidos; no les
            favorecían tampoco las circunstancias; la noticia de la rendición de Zaragoza
            fue fatal para los pronunciados; se restableció el orden en la Estrada, e Iriarte
            con su gente, rechazado en la barca de Acivido y por
            los nacionales de Cortegada, tuvo que refugiarse en
            Portugal por San Gregorio, pudiendo Cotoner quedar satisfecho del resultado que
            le daban sus acertadas disposiciones y movimientos, a la vez que el poco
            concierto con que operaban sus contrarios y le escasa pericia que muchos demostraron.
   
 FIN
            DEL PRONUNCIAMIENTO DE GALICIA
             XXXIII
                 Faltaba
            reducir a Vigo, a cuyos pronunciados alentaban las noticias de supuestos
            pronunciamientos en varios puntos y la esperanza del victorioso regreso de
            Iriarte.
             El capitán
            general del distrito quería ahorrar el derramamiento de sangre, e invitar a la
            Junta a que en obsequio de la humanidad, pusiese la plaza a disposición de las
            tropas del gobierno, a lo que se opuso Cotoner por lo avanzado de las
            operaciones. Estrechado el cerco, se presentaron a Cotoner en Redondela los
            cónsules de Inglaterra y Portugal con la misión de arreglar, en nombre de la
            junta de Vigo, el medio de poner término al estado excepcional de aquella
            plaza, y contestó que se rindiesen a discreción, y se le abrieron las puertas.
             Los
            pronunciados en Bayona abandonaron esta plaza dirigiéndose embarcados a Vigo; y
            en la madrugada del 11 los individuos de la junta de esta población se
            marcharon en un vapor inglés, encargando al anterior alcalde constitucional,
            marqués de Valladares, la tranquilidad del pueblo, en el que Cotoner hizo su
            entrada a las diez de la mañana.
             Declaró el
            estado de guerra, desarmó la Milicia nacional y dirigió una alocución a los
            soldados, milicianos y licenciados de las provincias de Pontevedra y Orense,
            manifestándoles que a sus esfuerzos, fidelidad y constancia se debía la
            destrucción de la columna expedicionaria y la ocupación de Vigo.
             El 23 de
            Octubre del 1845 indultó Narváez a los complicados en esta rebelión,
            sobreseyéndose la causa exceptuando a los jefes, oficiales y tropas del
            ejército y armada, los funcionarios públicos y a los promovedores principales.
             
 
 
 MAYORÍA
            DE LA REINA
             XXXIV
                 El 26 de
            Octubre leyó el gobierno en ambas Cámaras la comunicación en la que creía
            llegado el caso de declarar mayor de edad a la reina; y al nombrarse en el
            Congreso la comisión que había de emitir dictamen sobre tan importante asunto,
            acabaron de persuadirse los progresistas del pensamiento oculto que los
            moderados abrigaban, y de que no eran escrupulosos en la elección de medios
            para realizarlo. Formóse grande empeño en que
            tuvieran en ella gran mayoría los progresistas, y nada se perdonó para
            conseguirlo, pues queríase a toda costa, bajo la
            protección de los que estas ideas profesaban, dar el gran paso de que el
            completo triunfo de las retrógradas se esperaba; y a la lealtad con que a
            ciertos hombres se había acogido y encumbrado, se correspondía haciendo marchar
            los primeros al peligro a los que hasta un punto apenas concebible, habían
            llevado su abnegación y generosidad, y cuando algunos progresistas tenían el
            fatal presentimiento de creer semejante declaración fatal para la reina, para
            el país y sobre todo, para los principios e ideas liberales que sustentaban los
            mismos progresistas: a la reina, niña e inexperta, convertida en instrumento de
            las miras, intereses y aun exageraciones del partido que lograse ejercer en su
            ánimo influencia: al país, víctima de la lucha funesta que esto no podía menos
            de ocasionar, y al partido progresista y sus principios sacrificados a los que
            tenían todas las probabilidades de dominar en Palacio, porque eran los que se
            prestaban a hacer las concesiones que allí dan títulos para adquirir y
            conservar el poder.
   La comisión
            quedó, en su mayoría compuesta de antiguos progresistas, y por ellos
            protegidos, era como avanzaban a la conquista de la ambicionada posición los
            moderados.
             Presentóse el 30 de Otubre el
            dictamen, en el que se procuró eludir la cuestión, que fue casi único objeto
            del debate, limitándose a probar era de necesidad urgente la declaración que
            proponía, a invocar precedentes de otros países, citar los del nuestro, aunque
            de época bien distinta de la actual, y a ponderar las ventajas que debía producir
            la creación de un poder permanente y estable: nada decía sobre si las Cortes
            tenían o no facultades, con arreglo a la Constitución del Estado, para alterar
            uno de sus artículos más importantes; siendo esto prueba, a falta de otras, de
            la gravedad de tan delicada cuestión, empeñada al poco tiempo en el Congreso, y
            evadida, más bien que resuelta, con arreglo a los buenos principios; por los,
            que la mayoría decididamente sustentaba; y se proponían declararla, sin
            reconocer que los pueblos todo lo pueden, y que hasta los mayores enemigos de
            sus derechos, se ven a veces en la necesidad de invocar su soberanía y de
            doblar ante ella su rodilla.
             Así fue
            grande la tortura en que puso este arduo negocio a los que, partidarios de la
            soberanía nacional, deseaban terminara una situación, en la que estaban en gran
            peligro las instituciones, y con ellas cuanto los hombres honrados y buenos
            patricios tenían interés en conservar.
             Producto de
            una revolución aquellas Cortes, todo era revolucionario; y no faltó un moderado
            respetable, el señor Garelly, que hizo una gráfica
            pintura de aquella situación en estas memorables palabras, hijas de una
            conciencia honrada:—«Lo que conviene, dijo, es abordar la cuestión en su
            totalidad, es decir, si se ha de dispensar o no el art. 56 de la Constitución.
            Las dudas que se afectan tener, son parecidas a las de los fariseos de que
            habla el Evangelio, quienes después de haber engullido un camello, hacían pasar
            por un tamiz una copa de vino, por si incidentalmente se hubiese introducido en
            la cuba algún mosquito.
   «Cuando
            hemos aceptado la resistencia abierta al poder legítimamente constituido;
            cuando hemos aceptado la creación de un gobierno que, lejos de ser nombrado por
            ese poder, había sido repudiado por él; cuando hemos aceptado las actas de las
            provincias, cuyas diputaciones, como la de Madrid, eran el producto de una real
            orden: cuando no hemos tenido inconveniente en sentarnos en estos bancos, no
            obstante que se ha violado el artículo constitutivo de este cuerpo, detenernos
            ante un artículo cuya dispensa es la más urgente, la única que es capaz de
            acabar con la revolución y de acallar las pasiones, es cosa que no se
            comprende«.
             En desear la
            declaración de la mayoría de la reina, había por lo general un sentimiento de
            elevado patriotismo, aun cuando fuera más interesado en los moderados, que
            esperaban ganar más; y en los progresistas que la votaron, había el íntimo
            convencimiento de que era la única solución posible, y de que si se adoptaba
            otra, cualquiera que fuese, había de producir males de gravedad y
            trascendencia.
             Era
            indispensable reemplazar el gobierno revolucionario, que no tenía más legalidad
            que la que le daba el triunfo de la insurrección, y no se podía prolongar
            aquella situación transitoria, y como tal, débil e infecunda, en que se
            hallaban los negocios públicos. Luchando el ministerio con los encontrados
            obstáculos que se oponían a su marcha había disminuido su fuerza, y era
            impotente, para conservar y administrar durante los meses que hasta el 10 de
            Octubre del 1844 faltaban al poder supremo, de que los sucesos le habían hecho,
            más que otra cosa, depositario. Nombrar una regencia era el único medio legal
            para salir de aquel conflicto; pero no era realizable, y aun siéndolo, ¿qué
            consecuencias habría producido? En cuanto a la junta central, expuesto queda lo
            que se pensaba y convenía.
             Delicada
            era, pues, la situación de los diputados progresistas. El más notable de sus
            hombres, Cortina, había dicho, hablando del nombramiento para regente del duque
            de la Victoria: «Cuando crisis semejantes ocurren, hay siempre una persona a
            tal altura y de tal manera indicada para ejercer el poder, que nadie puede
            desconocerla; y cuanto hay que hacer se reduce a legalizar lo que de hecho
            existe con anterioridad. Cuando esta indicación poderosa, por lo común, se
            pretende contrariar, males de mucha consideración suelen ser la consecuencia de
            tan temerario propósito.» Esta regla, verdaderamente inflexible y jamás
            impunemente olvidada, obligaba a entrar en el examen de las personas que
            figuraban entonces en la política, y bien pronto se conocía que si alguna
            indicación había fuerte y poderosa era la de la mayoría de la reina, y que las
            demás que se vislumbraban habría sido en extremo funesto respetarlas. En la
            bandera levantada en Reus y en otros puntos se había aclamado la mayoría de la
            reina; por ella se había comprometido el mayor número de diputados y senadores;
            en ella veíase generalmente, el término de nuestras
            desgracias y cerrada la puerta a los grandes males y trastornos que amenazaban,
            y los progresistas no veían otro camino conciliable con la estricta legalidad
            que en su proceder se proponían; pues a nombrarse nuevo regente, se indicaría a
            Narváez, y aun quizá a Serrano, y seguramente que ninguno podía comparar sus
            servicios con los tantos y tan grandes del duque de la Victoria, aun cuando no
            carecían de ellos y notables, y en nombrarlos o en resistirlos había graves
            inconvenientes. Así. que, si la declaración de la mayoría de la reina ofrecía
            riesgos, tenía alguna eventualidad favorable que diestra y enérgicamente
            pudiera y debiera haberse aprovechado. El nombramiento de Narváez, sólo o acompañado,
            o su exclusión, presentaban aun mayores peligros, y en ningunas circunstancias
            para los principios progresistas podrían haber sido convenientes. Decidirse era
            preciso, y la elección no era dudosa.
   Quedaba
            únicamente la cuestión de legalidad, y fue el único objeto del ligero debate
            que hubo en el Congreso, sostenido puritanamente por algunos diputados que
            opinaban se consultasen las asambleas primarias o que se obtuvieran de ellas
            poderes especiales. Los que así pensaban, olvidaban que las minorías son una
            enfermedad de los gobiernos, y que en el momento en que se hace aguda, es
            necesario acudir ipso facto con el remedio que las circunstancias indiquen y
            hagan indispensable, pues cualquier descuido o dilación pueden ocasionar males
            irreparables, siendo grandes los que en aquellos instantes amenazaban para que
            por un escrúpulo se dejase de hacer lo que únicamente podía evitarlos. Además,
            aquellas Cortes, convocadas por un poder revolucionario, y cuya misión era
            legalizar cuanto la revolución había hecho y hacer lo posible para
            consolidarla, pudieron creerse investidas de una especie de dictadura en nombre
            de la soberanía del pueblo, que otras en circunstancias bien diversas no han
            podido ni debido atribuirse.
             El 8 de
            Noviembre se reunieron los dos cuerpos colegisladores en el Congreso, y se votó
            la ley de mayoría por 193 contra 16; se vitoreó a la reina, a la Constitución,
            a las Cortes y al ministerio; hubo salvas, campaneo, felicitaron a S. M. los
            senadores y diputados, haciéndolo también algunos de los que habían votado en
            contra; y el 10, en solemne sesión en el Senado, reunidos ambos cuerpos
            colegisladores, juró la reina por Dios y por los Santos Evangelios guardar y
            hacer guardar la Constitución de la monarquía española, promulgada en Madrid a
            18 de Junio de 1837; guardar y hacer guardar las leyes, no mirando en cuanto
            hiciere, sino el bien y el provecho de la nación. «Si en lo que he jurado o parte
            de ello, lo contrario hiciere, no debo ser obedecida. Antes aquello en que
            conviniere, sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa,
            y si no me lo demande».
             A la
            felicitación del Senado, contestó la reina: «Los sentimientos que me manifiesta
            el Senado corresponden perfectamente al patriotismo y a la circunspección que
            presiden todas sus deliberaciones, y los votos que hacen por la prosperidad de
            España, son también las de mi corazón. Con vuestro auxilio, y conformes siempre
            con el tenor y espíritu de la Constitución de 1837, procuraré realizarlas
            esperanzas que mi reinado ha hecho concebir a la nación española».
             Después de
            este juramento, revistó S. M. en el Prado las tropas de la guarnición, a las
            que dirigió Narváez una entusiasta alocución, y hubo por la noche luminarias.
            El sentimiento general era sin duda de lisonjeras esperanzas. Se amaba a la
            reina, interesaba su misma juventud, no podía dudarse un momento de la pureza
            de su juramento, se trataba también de una Constitución por todos proclamada,
            para que así fuese por todos respetada, y se confiaba en los hombres.
             
 ATENTADO
            CONTRA NARVÁEZ
                 XXXV
                 Cuando la
            pasión domina a los partidos políticos, no faltan individualidades que aun
            consideren santo el crimen, lo cual no es nuevo, habiéndose llevado el extravío
            hasta pretender justificar el regicidio.
             Creyeron
            algunos obcecados que Narváez era el alma de la reacción que se veía avanzar;
            les había molestado el que ofendiera á la milicia, y dispusieron su muerte, que
            se intentó por estos u otros alguna vez, aun en el teatro del Circo, y
            últimamente el 6 de Noviembre, al pasar a las ocho de la noche la víctima
            expiatoria por la calle del Desengaño, le dispararon algunos trabucazos desde
            la esquina de la del Barco, agujereando el carruaje, e hiriendo mortalmente al
            coronel Buceti, ayudante de Narváez.
   Presos a los
            pocos días don Andrés Sánchez y Juan María Gérvoles, negaron su participación
            en el hecho; y hostigado el segundo con la oferta del perdón, ofreció declarar,
            haciéndolo a pesar del interés natural que hubo en contrario, y denunció a
            varios individuos, muy conocidos, presentando también complicado un ordenanza
            de Narváez. Habían emigrado los principales, y sólo se prendió a los más
            cuitados y a varios redactores de El Eco del Comercio, que fueron
            sepultados en hediondos calabozos , donde más tenían que defenderse de inmundos
            animales que de su delito, del que les absolvieron al cabo de tres meses. Se
            pidió la pena capital para algunos, se arreció en las defensas, interesándose
            por los encausados, unos por compasión y por consecuencia de partido muchos, y
            varios tuvieron bastante que agradecer a don Francisco Chico.
   Avanzó
            rápidamente la causa, y se acercaba el momento de la ejecución de dos de los
            presos, Gérvoles y Marqués, quienes encerrados en una misma habitación con
            Sánchez hallaron medio de fugarse en la noche del 23 de Diciembre,
            descolgándose por una de las rejas del cuartel de Santa Isabel a la calle de
            San Ildefonso.
             Gran alarma
            produjo este hecho; se les buscó en vano; se fugó Marques a Portugal, Gérvoles,
            peregrinó de casa en casa sin hallar albergue amigo y ocasionando la pérdida de
            la razón y de la vida del que protegió su fuga, y Sánchez halló primero asilo
            en una casa, de la que se trasladó al palacio de Villahermosa, y durante su
            permanencia en él, como allí estaba el Liceo, hubo varias funciones, a las que
            asistió la reina y Narváez, que pudo alguna vez ver al fugado, por quien
            llegaron a ofrecerse cinco mil duros. Hubo de trasladarse a una casa de la
            calle de Toledo, y súpolo al mes don Francisco Chico,
            que preparó hábilmente su captura, sin conseguirla.
   Chico,
            reforzada su gente con tropa y toda la policía, cercó la manzana, buscó
            inútilmente al prófugo, prendiendo en cambio a algunas mujeres sus parientas, y
            Sánchez pudo llegar a Portugal con pasaporte como tratante en ganados.
             Expatriados
            todos los complicados en la causa, siguió esta inútilmente, habiéndose envuelto
            en ella por declaración de los presbíteros don Juan Francisco González, don
            Pedro Soriano y don Baldomero Poveda y otros, a los redactores y editores de El
            Eco del Comercio y de El Espectador, que sin designar sus nombres fueron presos
            incomunicados en el cuartel de infantería de la Princesa, los que se
            presentaron al llamamiento del jefe político. El fiscal, señor Zarco del Valle,
            pidió, con arreglo a ordenanza, la pena de muerte contra don Lorenzo Calvo y
            Mateo, y la de ocho años de confinamiento en un fuerte fuera de la Península
            contra don Francisco Mendialdua y don Juan Antonio
            Meca, redactores de El Eco, absolviendo al editor Hernández.
   También se
            procesó, atribuyéndoles el mismo delito, a don Mariano y don Benito Alejo
            Gaminde y don José Iribe, denunciados por lo mismo que a los redactores de El
            Eco y Espectador, y la Audiencia les absolvió sin notas ni cuanto pudiera
            perjudicar a su buen nombre, y se mandó devolver la causa al inferior para que
            procediera a lo que hubiera lugar en derecho contra los testigos denunciadores.
             
 DIMISIÓN
            DEL GOBIERNO PROVISIONAL
             XXXVI
                 En cuanto
            concluyó la solemne ceremonia del juramento, el gobierno provisional presentó
            su dimisión a la reina (Madrid 10 de Noviembre de 1843), la que confirmó en sus
            destinos a sus individuos mientras eran reemplazados. El Senado y el Congreso
            declararon por unanimidad que el gobierno provisional había merecido bien de la
            nación por haber dado cima a la reconciliación de todos los buenos españoles,
            añadiendo el Congreso que, por haber salvado así el trono y la Constitución de
            la monarquía; y a petición de los señores Ovejero y Bertrán de Lis, se aumentó
            la enmienda de que los individuos que compusieron el gobierno provisional
            merecían la confianza del Congreso. Sólo el señor Pidal se opuso a que la
            adición se aprobara, diciendo «que el Congreso debía limitarse a dar el voto de
            gracias; y que lo demás debía ser objeto de más amplio debate». Contestósele «que semejante adición no podía perjudicar la
            libertad con que el naciente poder ejecutivo podía ejercer la prerrogativa que
            la Constitución le concedía», y hecho sobre esto salvedades, protestas y
            explicaciones que realmente significaban lo contrario de lo que parecía, la
            proposición y la enmienda fueron aprobadas. Se le concedieron votos de gracias,
            y tan dignas honras se tributaron a sus postrimerías que, López conmovido
            manifestó el sentimiento de su profunda gratitud diciendo: «Cuando se ha
            obtenido declaración tan lisonjera, declaración cuyos ecos salen muy por encima
            del sordo murmullo de las pasiones y de la grita de la impostura, nosotros
            debiéramos morir hoy mismo, si es cierto que la muerte nos debía herir en el
            instante más dulce y más consolador de la existencia». Expuso las amarguras que
            habían sufrido: las aflicciones que habían pasado, que veían recompensadas; que
            nunca les abandonó la esperanza, confiando en que todos eran españoles y
            hermanos; que habían encontrado un caos y entregaban un trono; salvado al país
            y a la reina, y disculpando su brevedad, pues no podría decir sino muy poco de
            lo que su corazón sentía, terminaba: «También hay elocuencia en el silencio, y
            más cuando va acompañada de lágrimas. Que reciba el Congreso nuestro silencio y
            nuestras lágrimas como el tributo más cordial y más sincero que pudiéramos
            pagarle, y como la prueba más segura de que es tanto lo que sentimos, que el sentimiento
            embarga la voz y nada podemos expresar».
   Los hechos
            iban a demostrar en breve que no es el entusiasmo el mejor consejero; que los
            buenos españoles reconciliados, serían pronto irreconciliables enemigos, como
            ya lo eran algunos, y batiéndose estaban, y al felicitar por haber salvado la
            Constitución, se olvidaba que habían sido conculcados 19 artículos de ella; y
            aun se aplaudió al presidente del Consejo cuando dijo: «Recibimos una nación
            dividida, y entregamos una nación uniforme y compacta; encontramos los
            intereses en lucha, y entregamos los intereses en armonía». No se podía decir
            lo mismo, desgraciadamente, donde tronaba el cañón.
             
 VOTO
            DE CONFIANZA AL MINISTERIO DIMISIONARIO—OLOZAGA ENCARGADO DE FORMAR EL GABINETE
                 XXXVII
                 Seguía
            dividido el Congreso en las mismas fracciones que cuando nombró presidente, y
            se presentaban idénticas dificultades para reemplazar al ministerio. Los
            moderados que aun temían descubrirse y mostrarse solos en la escena, deseaban
            un gabinete Olozaga, en el cual tuviesen participación para preparar el terreno
            y excluir a los progresistas del mando e influencia cuando considerasen llegado
            el momento oportuno, combinando todos los elementos que hacía tiempo
            organizaban con este fin; y ya fuese porque creyeran a Olozaga instrumento a
            propósito para llevar a cabo sus planes, o porque considerasen necesario
            gastarlo, a fin de remover el obstáculo que su posición les oponía, a toda
            costa trabajaban para elevarlo al poder.
             La Joven
            España, mirando como suyo el porvenir a su sombra, y sin pensar que a su
            vez seria asimismo instrumento de los que espiaban el instante en que a todos
            pudieran sobreponerse, se afanaba por obtener lo que creía deber abrirle paso
            al logro de los planes y esperanzas que presidieran su organización.
   Los
            progresistas deseaban, por punto general, la conservación del ministerio López,
            como el único medio en aquellas circunstancias de que sus principios y sus
            intereses se salvasen, en parte al menos, del naufragio que los amenazaba.
             Olozaga
            entonces, presintiendo quizá, con su buen talento, las intrigas de que muy
            pronto debía ser víctima; retraído por la hostilidad que los progresistas le
            habían manifestado, o tal vez porque vio aumentarse con ella los obstáculos que
            siempre había hallado para ser ministro, deseaba sinceramente eludir la especie
            de compromiso a serlo en que se hallaba; pero, justo es decirlo en honra suya,
            no llevó su oposición más allá de lo que permitía la necesidad, que reconoció,
            de evitar que el poder cayese en manos de los que, si se hubiese absolutamente
            negado, lo habrían obtenido, y hecho en él algo antes lo que no muy tarde
            ejecutaron. Hubo un momento en que con la mayor abnegación se decidió a ser víctima
            o a salvar los principios que profesaba y el partido a que pertenecía, sin
            desconocer por cierto los graves riesgos a que se exponía. No hubo, pues, razón
            en dudar de sus intenciones, como dudaron algunos que no le oyeron seguramente
            decir, como lo oyeron otros, asegurar que ninguno que no fuese progresista
            tendría puesto en el ministerio que formase.
             La
            declaración de las Cortes de dar las gracias al gobierno provisional por lo que
            había hecho, que propusieron unos, y que merecían la confianza del Congreso,
            propuesto por otros, revelaba gráficamente la actitud y pensamiento de los
            partidos en que se dividía la Cámara, proponiéndose unos despedir al ministerio
            y saludarle cortésmente al alejarle del poder, y aspirando los otros a que en
            él continuase, por lo que aprovecharon diestramente la ocasión que sus
            adversarios le presentaban. Así que, la aprobación de aquel voto de confianza,
            tenía la debida significación e importancia; pues después de él, era imposible
            decir que los individuos a quienes se daba no merecían la confianza del
            Congreso. No se habían propuesto esto los autores de la proposición, y se
            vieron como embarazados exponiendo únicamente Pidal que el Congreso debía
            limitarse a dar el voto de gracias, y que lo demás debía ser objeto de más
            amplio debate; a lo que se les contestó hábilmente que la adición no debía
            perjudicar al contrario de lo que parecía, y aprobaba la proposición y enmienda
            por unanimidad, produjo su efecto, a pesar de los esfuerzos que antes y después
            se hicieran para neutralizar la libertad con que el naciente poder ejecutivo
            necesitaba ejercer la prerrogativa que la Constitución le concedía; y hechas sobre
            esto salvedades, protestas y explicaciones, que realmente significaban lo contrario
            de lo que parecía, y aprobaba la proposición y enmienda por unanimidad, produjo
            su efecto, a pesar de los esfuerzos que antes y después se hicieran para
            neutralizarla.
                 Al hablar la
            reina por primera vez con Olozaga de ministerio, le manifestó merecían también
            su confianza los ministros, y le encargó averiguase si querían continuar, y en
            el caso de negarse a ello formar un nuevo gabinete bajo su presidencia.
             Olozaga hizo
            cuanto pudo para que siguiese el ministerio López, y no obtuvo pequeño triunfo
            consiguiendo se prestaran a ello los que lo componían, si bien con condiciones
            que no pudieron tener efecto; pues López, con especialidad, deseaba resuelta y
            sinceramente retirarse, y sus compañeros ningún interés tenían en conservar
            unos puestos que tantas amarguras, compromisos y sinsabores les habían
            ocasionado. Comprometíanse todos, sin embargo, a
            continuar siempre que Olozaga aceptase el ministerio de Estado y Cortina el de
            Gobernación, pasando Caballero a uno de Instrucción y Obras públicas que se
            quería improvisar. Habíase mostrado Olozaga conforme a aceptar, aunque con la
            condición de que Cortina accediese también. Algunos supusieron, no muy
            benévolamente, que contaba, como en otra ocasión y en parecidas circunstancias,
            con la absoluta e inflexible negativa de Cortina. Y podía temerse, porque a las
            poderosas razones que había antes tenido para oponerse a semejante combinación,
            se agregaban en este caso otras de gran peso. Había dicho explícitamente, al
            tratarse del nombramiento de presidente, que no estaba conforme con la
            situación, ni aceptaba las consecuencias que se quería tuviese; ¿cómo
            aceptarlas ni convenir en formar parte de un ministerio, que era la principal y
            más inmediata de ellas? Habría podido acusársele de inconsecuencia y
            contradicción con sobrada justicia. Su entrada en el ministerio habría sido la
            señal de alarma a los que, conformes con la situación y ansiosos de explotarla,
            temieran que Cortina pudiese influir para trastornarla. Los moderados y el
            tercer partido de la Cámara, habrían hecho desde luego oposición al gabinete,
            del cual, no estando él tampoco conforme con lo que existía, podía Cortina
            formar parte; y para haber empeñado esta lucha, se necesitaban otras
            circunstancias y contar con otros elementos que los que entonces había.
            Cortina, pues, creyó que su delicadeza y su deber exigían evitar que su nombre,
            entre los de los ministros, opusiese un obstáculo a la ejecución de lo que era forzoso
            emprender, y requería grande maña y precaución; pero si Cortina creía que era
            preciso luchar para salvar al partido progresista, nadie indudablemente como él
            reunía las condiciones para haber emprendido esta lucha, y ya que su dignidad
            hallaba inconvenientes, otros debieran haberle allanado un camino que él no
            podía o no debía franquear, según sus convicciones.
   La
            improvisación de un nuevo departamento tendría justa oposición; y en cuanto a
            continuar el ministerio López, aun cuando las circunstancias lo hicieren
            desear, la verdad era que había concluido su misión; y si gran servicio podía
            prestar gobernando aún por algún tiempo, ni era el llamado a reconciliar a
            todos los liberales, funestamente divididos, ni después de sus grandes
            esfuerzos en la anterior lucha, era posible conservase el poder y energía de
            que muy pronto habría de necesitarse.
             Vista la
            negativa de Cortina, fundada en las anteriores razones, López y sus compañeros
            decidieron retirarse. Olozaga empezó a trabajar para formar un ministerio; y
            reconocida la gran importancia del que se formara, no debemos omitir pormenores
            y detalles.
             Antes de
            emprender Olozaga su combinación, o más bien el mismo día en que se negó
            Cortina a contribuira la recomposición del ministerio
            López, procuró Olózaga explorar su opinión, y le dijo que, ni solo, ni con él,
            ni con nadie quería ser ministro, asegurándole su cooperación en el Parlamento,
            en el caso de que él lo fuese, si como firmemente creía, su marcha era justa y
            cual esperaba de sus principios y patriotismo. Olozaga prescindió entonces de
            Cortina.
   
 AYUNTAMIENTOS.
            MILICIA NACIONAL
             XXXVIII
                 Arrepentido
            quizá el ministerio dimisionario de algunos de sus actos anteriores, quiso
            repararlos en sus postrimerías, y pretendiendo evitar sucesos que temía, trató
            de devolver las armas a la Milicia nacional y establecer los Ayuntamientos que
            arbitrariamente había disuelto, lo cual era justo; pero alarmó a los moderados
            y se propusieron anularlo. Un proyecto de ley de Ayuntamientos yacía olvidado
            en el Senado, y en la sesión del 20 se presentó otro «autorizando al gobierno
            para que suspendiera la renovación de los Ayuntamientos, hasta que se
            resolviera lo conveniente sobre la ley pendiente de los mismos, continuando los
            existentes, sea cual fuere su origen».
             A pesar del
            art. 89 del reglamento, se discutió al día siguiente este proyecto para anular
            el decreto del gobierno, débilmente defendido por el ministro de la
            Gobernación, aunque manifestó que había Ayuntamientos de real orden, otros
            nombrados por las juntas, los había también por las Diputaciones provinciales,
            y aún de años anteriores hasta el 39; ayuntamientos mixtos, parte de ellos
            elegidos legalmente, y parte renovados de todas estas diferentes maneras, por
            lo que había en Gobernación multitud de reclamaciones, de dificultades y de
            expedientes que probaban el estado crítico de los pueblos, por consecuencia del
            irregular y anómalo de los municipios. Y sin embargo, pidió que se suspendiera
            la discusión hasta que se nombrara el nuevo ministerio, cuando aquel debía
            cumplir las leyes que ordenaban la renovación en la época en que la dispuso.
            Suspender su ejecución, o usurpando el poder establecer una nueva legislación
            sobre tan importante asunto en presencia de las Cortes reunidas, habría sido un
            desacato: las declamaciones, pues, de algún senador y diputado, más que del
            celo que se afectaba, eran hijas del deseo de convertir las corporaciones
            municipales en instrumentos del partido a que pertenecían, o de los planes y
            propósitos a cuya realización se encaminaban.
             Olozaga
            después, cediendo más que a estas exigencias, a su convencimiento de que las
            leyes existentes eran defectuosas, mandó suspender la elección, y presentó un
            proyecto en el cual se establecía el sistema directo para elegir concejales, en
            vez del indirecto y de varios grados, que hasta entonces había regido. Era una
            anomalía, con efecto, que los diputados a Cortes y de provincia fuesen
            nombrados por un método absolutamente contrario al que se empleaba para nombrar
            las municipalidades. Producía esto por necesidad falta de armonía en la máquina
            política, que urgía remediar, y en ella estaban de acuerdo, por fortuna, todos
            los partidos. El ministerio se decidió por el sistema que la minoría de 1810
            había propuesto y la mayoría aceptado. Prontamente pudiera haber sido aprobado,
            puesto que ambas fracciones lo creían acomodado a sus principios y deseos, y a
            poca costa se hubieran obtenido Ayuntamientos, que a los ojos de los unos
            ofrecieran tantas garantías de adhesión a la causa de la libertad como los anteriores,
            y a los de los otros pareciera ofrecerles mayores de legalidad y orden.
             La Milicia
            nacional de Madrid había sido disuelta y desarmada por el Gobierno Provisional;
            y esta medida, difícil, por no decir imposible de juzgar, lejos de las
            circunstancias en que fue dictada, y cuando no se está bajo las impresiones que
            decidieron a adoptarla, era, sin embargo, conveniente a los moderados y
            perjudicial a los progresistas. Su reforma hecha con tino y conocimiento de los
            males que importaba remediar, y sin faltar a las consideraciones que por sus
            servicios y patriotismo tenia derecho a exigir, habría sido para todos mucho
            más conveniente que la disolución, y los individuos mismos que la componían
            hubieran tocado muy pronto sus ventajosos resultados. Desgraciadamente, sucedió
            de otra manera, y produjo, como en todas partes, el temperamento que se
            prefirió, una irritación difícil de calmar, y tanto mayor cuanto se había
            concebido fundada esperanza de que no se llevarían las cosas a semejante
            extremidad. Los señores Ayllón y Caballero, que llegaron a Madrid después del
            desarme, vacilaron en asociarse a sus compañeros por no hacerse participes de
            la responsabilidad de aquel acto, y al decidirse a ocupar sus puestos, fue con
            la condición expresa de que había de procederse inmediatamente a la
            reorganización, de la cual se encargó a Cortina, a la vez que se le nombraba
            inspector general del arma, sin previa consulta. Pero había prestado servicio
            en aquel cuerpo, le quería, y a pesar de conocer lo arduo y difícil de la
            empresa, la acometió con el mayor celo.
             Pensóse primero en un
            alistamiento general; mas el convencimiento de cuantos a él debían contribuir
            de que ningún resultado produciría, fue causa de que, a pesar de las instancias
            del gobierno y esfuerzos de Cortina, nada se adelantase. Le ocurrió entonces al
            inspector proponer a la comisión del Ayuntamiento se nombrase en cada barrio
            una junta de personas de confianza para formar en su demarcación respectiva
            lista de los que tuvieran las cualidades exigidas por la ley, con las cuales se
            fuesen desde luego organizando batallones, a medida que se calificase la
            actitud de los alistados, y tampoco produjo resultado este plan, aún cuando se
            empezó a poner en ejecución, si bien con frialdad.
             Era natural
            todo esto, y así se comprendió: la verdadera causa de tanto entorpecimiento era
            el propósito de resucitar la Milicia como antes existía; consecuencia necesaria
            siempre del desarme y la disolución. No se concibe otro medio de vindicar la
            ofensa que otro produce; y págase, pensando y obrando
            así, tributo a la inmutable ley del universo de que la reacción corresponde a
            la acción, tan inflexible en el orden moral como en el físico, y que tanto
            convendría no olvidaran los partidos cuando están en el poder.
   No se
            consideró posible ni conveniente el restablecimiento de la Milicia como se
            deseaba, porque el gobierno que había mandado desarmarla, no podía decretarlo;
            era demasiada humillación; y aun cuando se hubiera prestado a ella, anulándose,
            nada hubiera producido su abnegación; el poder oculto, que era dueño de la
            situación, por más que otra cosa pareciera, y afectase aún subordinación y
            respeto, no lo hubiera permitido: la lucha se hubiera empeñado, y las
            consecuencias habrían sido más fatales aún que las que tuvo la empeñada más
            tarde. Era, además, en extremo comprometida para los mismos que la deseaban. La
            reaparición en la escena de la Milicia como existía antes del desarme, con
            todas sus animosidades, sus prevenciones, sus compromisos, habría podido llenar
            a Madrid de luto algún día, y todo aconsejaba evitar una catástrofe segura,
            infalible y que nada era bastante a justificar.
             Pues qué,
            ¿no podía crearse una Milicia en que entrasen, además de los muchos que a ella
            pertenecían antes legalmente, todos los que formaban, mereciéndolo, en sus
            filas, sin más exclusión que la de los pocos, porque constantemente se clamaba
            que con su conducta mortificaban a los hombres honrados y deslustraban la
            institución? Nada más fácil, y la Milicia de Madrid habría salido de esta nueva
            prueba a que desgraciadas circunstancias la sujetaban, rejuvenecida y con
            fuerza bastante para contrarrestar todo proyecto liberticida o reaccionario.
             Grandes
            esfuerzos hizo Cortina en este sentido; mas no pudo inculcar sus ideas a
            algunas personas importantes a quienes buscó en aquellos días, y en el seno de
            la comisión reveló con franqueza sus temores, y manifestó era cada vez más
            apremiante la necesidad de que se hiciera un pequeño sacrificio del amor
            propio, a lo cual se reducía toda la dificultad.
             Tal era el
            estado de las cosas, cuando Caballero dirigió al jefe político de Madrid la
            siguiente real orden: «Persuadida S. M. de que la institución de la Milicia
            nacional es una de las más firmes bases del trono constitucional, al par que
            sirve de garantía al orden y la libertad; deseando que el día 1° de Diciembre
            próximo, que es el señalado para la proclamación y jura, se inaugure de un modo
            digno de tan solemne acto, ha resucito que V. E. excite el celo del
            ayuntamiento de esta muy heroica villa, para que, sin levantar mano, organice
            la mayor fuerza que sea posible de Milicia nacional, a fin de que en tan fausto
            día pueda presentarse en formación una parte de esta benemérita fuerza
            ciudadana, S. M. espera del patriotismo de la corporación municipal, que hará
            todos los esfuerzos para corresponder a sus deseos».
             Estrechado
            tan fuertemente el ayuntamiento, y persuadido de que nada podría adelantar si
            no cedía a la exigencia hasta entonces invencible, se determinó a conservar la
            anterior organización de la Milicia, y convocó para elegir jefes a algunas
            compañías, previa la exclusión de un corto número de los que antes la
            componían. Alarmado el general Mazarredo, jefe político entonces, consultó al
            gobierno, y éste expidió una real orden suspendiendo las elecciones y que se le
            remitieran las bases acordadas para la reorganización, a fin de dictar, en su
            vista, la resolución conveniente. Graves acusaciones se dirigieron contra el
            ministerio por esta determinación; pero encargado de la ejecución de las leyes
            por la fundamental, estaba en su derecho procurando adquirir los datos necesarios
            para juzgar si se cumplían o no por el ayuntamiento en asunto tan importante; y
            estorbando lo que, bajo todos aspectos, era inconveniente y peligrosísimo para
            los mismos milicianos, acaso evitó muchos males, de que los sucesos del mismo
            día en que su orden fue conocida, pudieron ser considerados como precursores.
            Los milicianos convocados para elegir jefes, cuando fueron despedidos, dieron
            algunos vivas a la reina, a la Constitución y a la Milicia; hubo grupos en
            ademán hostil, cargas de caballería, carreras, algunos tiros y heridos.
             Esto probaba
            que no era prudente empeñar una lucha, cuyo término había de ser desastroso
            para los que, con poca reflexión, la provocaran.
             En el Senado
            se presentó el 23 un proyecto de ley para que las Milicias nacionales que en
            virtud de los acontecimientos últimos habían sido desarmadas o disueltas,
            continuaran en tal estado hasta la reforma de la ley vigente de la misma. Se
            nombró la comisión favorable al proyecto; el nuevo ministro de la Gobernación
            pidió que se aplazara la discusión; dióse dictamen en
            la sesión del 28 aprobando el proyecto; abrióse la
            discusión el 11 de Diciembre, y el tercer ministro de la Gobernación que tenia
            S. M. desde el 20 de Noviembre, pidió se retirase la proposición,
            considerándola incidental y como efecto del momento que la produjo, y se
            retiró.
   
 SITUACIÓN
            EN QUE SE VIÓ EL GOBIERNO PROVISIONAL
                 XXXIX
                 No debemos
            seguir adelante sin consignar algunas líneas al gobierno provisional que dejaba
            de existir, tan alabado por unos y combatido por otros, ofreciendo alguna útil
            enseñanza.
             Se ha
            imputado a sus individuos que, como hombres políticos repudiaran de repente lo
            que antes habían sostenido; que obraran en sentido opuesto a lo que habían
            proclamado que sectarios de una intolerancia intratable contra todo un partido
            se unieran a el de pronto; que doctores de un puritanismo constitucional que no
            admitía el proyecto de la necesidad que autoriza infracciones de la
            Constitución ni de las leyes para salvar aquella, conculcaron o infringieron
            sin mesura esa misma Constitución y leyes, diciendo que había sido para
            salvarla; que tribunos despiadados de la democracia se convirtieran en
            cortesanos reaccionarios contra sus antiguos correligionarios políticos, y que
            tribunos en un período de 18 meses habían sostenido en un parlamento el pro y
            el contra en las cuestiones vitales de principios fundamentales y hasta de
            partido. «El límite de la indulgencia de los contemporáneos, dice un político
            de aquella época, será cuando más no creerlos reos de una mala intención
            premeditada, considerándolos como instrumentos ciegos de malas intenciones que
            no supusieron, y al ver que sus errores han recaído sobre ellos mismos,
            víctimas de sus desaciertos, hay que creer que fueran más imprudentes que
            culpables; que sus primeros pasos en una vía, donde nunca debieron sentar su
            planta, los llevaron a otros pasos más adelantados, y como una vez sobre la
            pendiente de un abismo, no es fácil detenerse, tuvieron que hundirse en el
            derrumbadero, y hundir con ellos la libertad y las instituciones del país».
             Autores de
            grandes desgracias fueron los individuos de aquel gobierno; pero tuvieron
            muchos cómplices de su error o de su culpa antes y después de la insurrección,
            que podían mirar aquella época como la de una calamidad pública, en la que todo
            el partido progresista tuvo su tanto de culpa, atacando los unos
            imprudentemente la base de su existencia política, y defendiéndola los otros
            con sin igual torpeza. Los que vieron el peligro, ni supieron evitarle, ni
            hacer triunfar sus ideas; y los que no le vieron y fueron cándidos,
            precipitaron la perdición.
             La situación
            de aquel ministerio fue sumamente crítica: «apenas pasaba día que no fuese a
            buscarnos en el local en que se reunía el Consejo de ministros, el general
            Narváez, entonces capitán general de este distrito, y en que no nos ocupase
            largo rato con la relación de peligros y tentativas de conspiraciones, que
            nosotros no veíamos como él, y que por fortuna no tuvieron la realidad que se
            temía, ni debieran tener nunca, aun creyéndolas ciertas, la importancia que se
            les daba. Mostrábanos porción de anónimos y de avisos
            todos a advertirle las tramas puestas en juego y los proyectos de asesinato,
            así contra su persona, como contra las del gobierno. En su modo de ver las
            cosas era tan indispensable como urgente asegurar a los sospechosos, proceder
            por aquellos indicios, allanar y reconocer el domicilio, y adoptar otras
            medidas que la ley fundamental ponía muy fuera de nuestro alcance. Jamás nos
            impuso la triste pintura que nos hacía; jamás abrazamos ninguna resolución que
            no estuviera dentro del círculo de las leyes y de nuestras facultades. Entonces
            el gobierno no mandaba prender ni deportar. Se deseaba que el jefe político
            acordase arrestos e instruyese causas: nunca permitimos que la esfera de su
            inteligencia se extendiese un solo punto más allá de la línea que le trazaban
            los principios y la legislación. Se levantaba el grito hasta el cielo porque la
            imprenta se desbordaba y atacaba a los hombres públicos del modo más virulento
            é irritante. Nosotros éramos principalmente el blanco de aquellos desmanes, y
            sin embargo, sufríamos con resignación los desahogos del despecho, y las
            envenenadas saetas de la calumnia. En ningún caso hicimos del poder un arma de
            venganza ni aun de defensa, y la prensa vio en su completa libertad realizada
            la protección que le habían ofrecido. Hubo más: el jefe político había nombrado
            para cierto encargo a una persona a quien yo no califico, pero cuyos recuerdos
            y antiguo concepto no podía conciliarse bien con el espíritu de liberal, que
            era la divisa de nuestra administración. Inmediatamente recibió orden aquella
            autoridad para revocar el nombramiento hecho, y valerse de otros elementos más
            análogos y más en armonía con los principios que se proclamaban. Respetáronse siempre las personas; respetóse la propiedad; se respetó la ley que simboliza a todos los goces sociales, y no
            podrá tacharse con razón a los individuos de aquel gobierno de haberse mostrado
            arbitrarios, y menos, como puede tacharse a otros, de haber ostentado lujo de
            arbitrariedad».
   
 MINISTERIO
            OLOZAGA
             XL
                 Olozaga
            tropezó como no podía menos, con grandes dificultades para formar el
            ministerio; porque no había entonces, como hoy, tantos candidatos que a todo se
            prestasen, creyéndose a la altura de tan elevada misión; y su conducta, al
            organizarlo, se ha calificado de rara e incomprensible, por haber tenido la
            singular habilidad de hacer que su combinación, en la que entraron dignísimas
            personas, a nadie satisficiese. Si no hubo propósito de contrariar a la mayoría
            del Parlamento, no fue respetada al menos; la minoría progresista se vio
            completamente desatendida, y el tercer partido decía pública y ostensiblemente
            que se había faltado a compromisos solemnes con él contraídos. Era, pues, un
            enigma para todos el saber con quien contaba Olozaga para gobernar; porque
            nadie concebía que el hombre eminentemente parlamentario del partido
            progresista no contase con la Cámara, que en los progresistas no pensaba
            apoyarse, lo demostraba sobradamente la distancia a que se había puesto de
            ellos, y la conservaba; y que el tercer partido no era la base de sus
            operaciones, lo reveló demasiado la hostilidad que algunos de los más
            importantes de él le mostraban. Quedaba únicamente la fracción moderada, y
            aunque el desaire de no dársela participación alguna en el ministerio, parecía
            alejarse de él, como por mayores humillaciones había pasado para acercarse a su
            fin, no se creía imposible que se hubiese comprometido a sostenerlo por algún
            tiempo.
             Bien pronto
            se despejó esta incógnita, y se agregó una prueba más al inmenso catálogo de
            las que deben persuadir, que no hay ministerio ni gobierno posibles en los
            países constitucionales, sin el apoyo claro, explícito y decidido de la mayoría
            del Parlamento.
             Dificultaban
            grandemente la obra de Olozaga los hondos resentimientos que ya existían,
            desconfianzas, enemistades y adhesiones tímidas, y, sobre todo, la falta de
            unión en el partido progresista. Luchando no poco, y después de alguna dilación
            y de la negativa de varias personas a quienes recurrió, organizó así su
            ministerio. Reservóse para sí la cartera de Estado
            con la presidencia; dio la de Hacienda a Cantero, diputado por Madrid; la de
            Gracia y Justicia a Luzuriaga, que lo era por Logroño; la de Gobernación a Domenech, que no correspondía a la sazón a los cuerpos
            colegisladores, y conservaron las de Guerra y Marina Serrano y Frías,
            asociándose así dos muertos.
   Tres
            condiciones propuso Serrano para formar parte del ministerio cuando se le
            solicitó al efecto. La primera la conformidad de sus antiguos compañeros, que
            muy pronto la manifestaron en carta que le dirigió López, expresiva no sólo de
            su conformidad, sino también de su deseo de que se asociara a la nueva
            administración; la segunda la entrada de algunos de ellos en el ministerio, que
            también fue aceptada, dando la cartera de Marina a Frías; y la tercera que
            González Bravo formase parte de él. Negóse a esto Olozaga,
            y vino, como por vía de transacción a convenirse en que Serrano quedaría en
            libertad para retirarse, si por consecuencia de su exclusión se decidía
            González Bravo a oponerse al gabinete.
   
 LOS
            NUEVOS MINISTROS. INCIDENTES NOTABLES
             XLI
                 Difícilmente
            podría presentarte un ministerio cuyos individuos reunieran tan recomendables
            circunstancias. Olozaga era uno de los hombres más eminentes de cuantos habían
            figurado en el parlamento. Ilustrado jurisconsulta, político profundo, orador
            distinguido, patriota sin tacha, liberal a toda prueba, indicado hacía tiempo
            para el gobierno, que siempre había procurado rehusar, reunía todas las
            cualidades que podían desearse para inaugurar una época de legalidad y asegurar
            el triunfo de los principios liberales por caminos tan opuestos y combatidos.
            La probidad e ilustración de Luzuriaga eran tan superiores a todo elogio, y su
            carácter pacifico y conciliador le hacían acaso, en aquella época, el más a
            propósito para el ministerio de Gracia y Justicia que se le confiaba. La
            brillante fortuna, independencia, patriotismo y acreditada inteligencia de
            Cantero, le recomendaban altamente para la administración de la Hacienda
            española que se le encargaba. Les talentos de Domenech,
            acreditados en el foro y en el parlamento; su constante adhesión a la causa de
            la libertad, su carácter firme y su nada común instrucción, eran circunstancias
            que ofrecían las mayores seguridades de que desempeñaría con tino y energía el
            gobierno del reino; y Serrano y Frías eran por último harto conocidos, y sólo
            la tacha de llevar sobre sí todos los compromisos de la revolución y del
            gobierno provisional, podía oponérseles. Gran porvenir parecía, por tanto,
            tener ese ministerio; si bien el estado del parlamento no podía menos de
            inspirar grandes y muy fundados recelos; pues en el momento en que dos
            fracciones de las que en él figuraban se uniesen para hacerle oposición, eran
            indispensables o su caída o la disolución en extremo peligrosa en aquellos
            días.
   Hubiera
            podido ser aquel ministerio una tabla de salvación, si los jefes de los
            progresistas del Congreso, uniéndose de corazón, se hubieran preparado a la
            lucha, utilizando pronta y enérgicamente todos los elementos revolucionarios
            que aun existían en pie; pero faltaba esa unión, no había un mismo pensamiento,
            ni en Olozaga el brío revolucionario para contrarrestar las oleadas
            contra rrevolucionarias que ya bramaban. Lisonjeábase con poder dominar las intrigas de Palacio, la ojeriza de la mayoría del Congreso,
            la tibieza de la minoría y las antipatías del Senado, donde tantos enemigos
            tenía.
             Y como si
            todo esto no fuera bastante para hacer crítica su situación, debió haberle
            servido de precedente y de lección lo ocurrido en su entrevista con la reina al
            llamarle a las pocas horas de haberle encargado la formación del gabinete, en
            la que le preguntó si ya le tenía diciéndole: mira que me urge. Disimuló
            Olozaga su asombro; demostró a S. M. que apenas habían mediado algunas horas
            desde que tenía el encargo; que estas cosas exigían tiempo, citando ejemplos;
            pero la joven reina, que más bien que a razones atendía a sugestiones ajenas,
            repitió: me urge, me urge. Perspicaz Olozaga, esforzó los argumentos para hacer
            hablar más a S. M., que cándidamente le dijo, que sabia que la Milicia
            nacional, que no existía, quería quitarla la corona. Entonces lo comprendió
            todo Olozaga; se afanó por desvanecer estos temores, inculcados por la más
            refinada maldad; y como estaban muy arraigados en la joven reina, acabó por
            decirle que, sino formaba pronto el ministerio, había persona que tenía uno
            todo arreglado.
             En opinión
            de algunos, Olozaga, después de esta escena, cuya importancia y trascendencia
            no se le ocultaba, sólo tenia dos caminos: o renunciar el encargo de formar
            ministerio y volver a su banco de diputado para dirigir la oposición contra el
            ya arreglado, o tomar el mando para poner en movimiento la revolución. Lo
            primero hubiera sido fatal para el partido progresista, y anticipar su derrota;
            y ésta no la evitó optando por lo segundo; aun sabiendo que había que empezar
            por combatir a los enemigos que tenia en Palacio, cuyas intrigas tuvo ocasión
            de conocer en un incidente digno de ser referido.
             Había
            manifestado la reina deseos de comer el 26 en el Pardo, convidando a sus
            ministros. Los acontecimientos que sobrevinieron aconsejaron que se suspendiese
            la ejecución del proyecto; más no agradó a la reina; e insistiendo en que los
            ministros la acompañasen a comer, se determinó que se preparase la comida en el
            Pardo y en Madrid; que si la tranquilidad se restablecía temprano, se iría al
            Pardo, y en caso contrario se comería en Madrid. Se prolongó la pequeña
            alteración del orden que ocasionó la suspensión del nombramiento de jefes de la
            milicia, y se desistió de ir al Pardo.
             En
            cumplimiento de la segunda parte del programa, se presentaron a las seis los
            ministros en Palacio, y la señora marquesa de Santa Cruz, camarera mayor de S.
            M., les dijo que el convite quedaba anulado, pues por efecto de una mala
            inteligencia en las órdenes dadas, no podía tener lugar la comida, no habiendo
            que comer. Conociendo Olozaga que todo aquello no pasaba de una tramoya y de
            una intriga de camarilla, con atinada pausa contestó, que no iba a acallar el
            hambre, y que sin comer, puesto que no había, tendrían la honra de acompañar a
            Su Majestad distrayéndola de la escasez de la comida. Así lo hicieron, y se
            encontraron con una espléndida que dejó mal parada la noticia del ayuno
            anunciado.
             
 NUEVO
            NOMBRAMIENTO DE PRESIDENTE DEL CONGRESO—SITUACIÓN DEL MINISTERIO—PROYECTOS Y
            RESOLUCIONES
             XLII
                 Aun cuando
            se prevén los grandes acontecimientos, su llegada sorprende.
             La ruptura
            de la coalición era evidente; mas todos la temían, y procuraban prepararse para
            las consecuencias. En esto tuvieron más unión y osadía los moderados, mayor
            inteligencia.
             Al nombrarse
            nuevo presidente de la Cámara, pudo presagiarse ya una crisis ministerial, que
            indudablemente no se habría retardado, si otras circunstancias no hubiesen
            decidido a los moderados a romper la coalición, y a poner en juego todos los
            elementos con que hacía días contaban, para apoderarse del poder y desalojar
            completamente de él a sus adversarios.
             Unidas las
            fracciones moderadas y la que se titulaba «Joven España», elevaron a la
            presidencia al Sr. D. Pedro José Pidal, cuya elección era indudablemente la más
            marcada señal de rompimiento que pudiera haberse dado. Eminentemente moderado
            este diputado, de carácter brusco y violento; sirviéndose de su gran
            inteligencia y claro talento para sostener acérrimo y apasionado siempre los
            principios, intereses y doctrinas más opuestas a las que los progresistas
            sustentaban; representante verdadero y legítimo de la reacción política, a que
            después como ministro dio cima, era la persona más a propósito para inspirar
            desconfianza y hacer desaparecer los débiles vínculos que ligaban ya a
            moderados y progresistas. Había entre los primeros personas, cuyo nombramiento
            no habría sido considerado como una abierta hostilidad, o como una especie de
            desafío, que era preciso aceptar al ser provocado: en sus filas estaba Isturiz,
            cuya imparcialidad y rectitud habían dejado entre los progresistas gratos
            recuerdos, y cuya habilidad para dirigir los debates parlamentarios estaba
            acreditada y era por todos reconocida, y no faltaron moderados que en él
            pensasen, por no disgustar tanto a los progresistas; pero se quiso elevar a tan
            importante cargo a una de las personas más antipáticas a aquel partido, que se
            resolvió ya en aquellos momentos combatir decidida y claramente, tomando al
            paso una especie de revancha de la completa exclusión de los moderados y de la
            Joven España del ministerio; en lo cual indudablemente tenían razón los primeros
            para estar ofendidos, aunque no consideraron por ello rota la coalición.
             Los
            progresistas dieron a aquel acto su verdadera significación, con tanto más
            motivo, cuanto que hacía fuerte contraste con la conducta circunspecta y cuerda
            que en dicha elección se propusieron seguir y siguieron unánimemente.
             Narremos los
            hechos. A lo que sucedió cuando el nombramiento de Olozaga para presidente, era
            natural se pensase en Cortina para reemplazarlo, y se mostró en ello el mismo
            empeño que antes había dado lugar a bien desagradables escenas; desistiéndose,
            aunque no sin dificultad, al demostrar Cortina «que su candidatura, después de
            haber dicho no estaba conforme ni con la situación ni con sus consecuencias,
            era un guante arrojado a los moderados, que se apresurarían a recoger, y podría
            servir de fundamento a alguna demasía que importaba no provocar; que debíase proponer para la presidencia un candidato que no
            pudieran menos de aceptar, y cuya repulsión, si sucedía, como era de temer,
            acabase de revelar sus intenciones y dejase en libertad para obrar, como el
            deber lo exigiera, e indicó a don Joaquín María López, a quien pocos días antes
            habían dado ellos mismos un voto de gracias y declarado seguían dispensando su
            confianza».
   Convínose por estas razones en
            proponerlo y votarlo. Fue, no obstante, preferido el señor Pidal, sin que
            bastasen a impedirlo las circunstancias de ser su competidor el hombre que no
            había vacilado en sacrificar su porvenir, su existencia política, para obtener
            que volvieran a su patria y recobrasen sus empleos, honores y condecoraciones,
            los que de tal manera recompensaban tan inmensos beneficios. Evidenciábase, pues, que se quería prescindir completamente
            de los progresistas.
   Así lo
            consideró el ministerio, y aun antes del nombramiento de Pidal para la
            presidencia, principió a adoptar las medidas necesarias para ponerse en estado
            de resistir a los moderados, cuyos intentos se dejaban ya traslucir, y era
            deber del gobierno contrarrestarlas decidida y enérgicamente. El patriotismo e
            ilustración de los ministros les hicieron comprender muy pronto, que la más
            apremiante necesidad de la situación era unir estrechamente a los progresistas,
            divididos por una desgracia lamentable para todos ellos, para que en masa,
            olvidadas antiguas diferencias, pudieran presentarse a combatir con los que,
            sólo a merced de ellas, pudieran hacerlos sucumbir. Y a la vez que con
            incesante afán se dedicaron a satisfacerla, cuidaron de evitar también una
            reacción que habría sido causa de nuevos males y grandes trastornos. Difícil y
            peligrosa en extremo era la transición que estaban llamados a hacer; que mucha
            gloria les habría procurado, si un error funesto no hubiera sido causa de qui
            se frustrasen sus nobles y patrióticos proyectos.
             El primer
            cuidado del ministerio fue presentar al Congreso un proyecto de amnistía que
            alcanzase hasta el 10 de Noviembre, en que la reina había prestado el juramento
            de guardar la Constitución y principiado a ejercer las atribuciones que ella le
            concedía. No podía inaugurar más admirablemente su reinado. La dignidad con que
            está redactada la exposición que le precedía, los buenos y sanos principios en
            que abunda, la hacen merecedora de ser conocida: será leída con gusto, y
            contribuirá a que se forme la idea debida y justa de aquellos ministros.
             Considerárase este proyecto de ley por
            lo que significaba o como acto de habilidad política era loable de todas
            maneras; y en la mayoría de las Cortes ni había valor para resistirlo ni virtud
            para otorgarlo. ¿Cómo negarse los hombres, a quienes acababa de abrirse las
            puertas de la patria, a que se abriesen también a los que, ausentes de ella,
            anhelaban el término de su desgracia? ¿Cómo oponerse los que habían obtenido
            que hasta sentencias de muerte contra ellos pronunciadas quedaran nulas e
            ineficaces, a que cesaran los procedimientos en que otros no menos buenos españoles
            se veían envueltos? Pero era menester, para que su bandería triunfase, impedir
            esto a toda costa: antes que la justicia eran los intereses de partido, y ya
            que no negarlo, convenía dilatarlo decididamente para concluir por hacerlo
            ilusorio. Adoptado este medio, se encargó Martínez de la Rosa de ponerlo en
            ejecución.
             Componíase la comisión de los
            señores Cortina, Castro, Olivan, Mayans, Martínez de
            la Rosa, Calderón Collantes y Pastor Díaz. Reuniéronse apenas elegidos; nombróse presidente a Martínez de la
            Rosa, y como nadie se opusiese a que desde luego se extendiera el dictamen
            favorable, quedó encargado de hacerlo el mismo señor Martínez de la Rosa. Un
            mes aproximadamente trascurrió hasta que se suspendieron las sesiones, y aunque
            la comisión fue excitada en el Congreso, y su presidente, con protestas harto
            desmentidas con su conducta, ofreció reunirla para ver y firmar el dictamen que
            dijo tenia extendido, no llegó a presentarse, contrastando esto con la presteza
            y celo de los progresistas para formular y presentar el proyecto de amnistía de
            Mayo, a que los moderados debían su resurrección política, y con ella grandes,
            inmensos beneficios.
   
 LEGALIDAD
            DE LA REVALIDACIÓN DE EMPLEOS, GRADOS, ETC.
             XLIII
                 Y no fue la
            presentación a las Cortes de este proyecto, el único paso dado por el
            ministerio Olozaga-Serrano para reparar los males que la revolución había
            causado, y salvar la libertad de los peligros que la rodeaban; pues el 26 de
            Noviembre expuso a la reina la justa necesidad de revalidar todos los empleos,
            gracias, honores y condecoraciones concedidos por el gobierno del regente hasta
            el 30 de Julio en que salió de España.
               El duque de
            la Victoria había sido nombrado regente del reino por Cortes convocadas para
            ello expresamente: la Constitución del Estado les daba esta facultad, y usando
            de ella, habían creado un poder legítimo y de derecho, de cuya legalidad no
            podía dudarse de buena fe. Verdad es que los pueblos se habían alzado contra
            él; que su destitución había sido decretada por el general Serrano
            revolucionariamente constituido en Barcelona en ministro universal: todo esto
            sería bastante para que de hecho cesase en el mando cuando se viese obligado a
            ello de un modo irresistible, o imposibilitado de desempeñarlo; mas no podía
            atacar ni hacer cuestionables siquiera la legitimidad de su origen, ni la
            legalidad de sus actos. El triunfo solo legaliza las revoluciones: el poder por
            ellas combatido hasta el momento en que de hecho cesa y desaparece, conserva la
            autoridad que desde su origen tuviera; pudiera ser acusado de injusto, jamás de
            ilegal ni de ilegítimo, si como el que ejercía el duque de la Victoria, fue
            creado por quien tiene tan importante misión con arreglo a la ley fundamental
            del Estado. ¿Cómo ponerse, pues, en duda la validez de las gracias, honores y
            condecoraciones otorgadas antes del momento en que dejó de ser regente? Esto
            equivaldría a haber desconocido la legitimidad de su nombramiento, la autoridad
            de las Cortes para hacerlo; y los que a él habían contribuido tan eficazmente
            como los ministros, no podían, sin mengua de su dignidad y aun de su honra,
            cegarse hasta tal punto.
             Y si a
            precedentes quería recurrirse, bien reciente estaba lo que en 1840 había
            sucedido. Por las Cortes fue nombrada doña María Cristina regente del reino:
            también los pueblos se alzaron contra su gobierno, y se creyó por esto
            obligada, como Espartero, a dejar el país, cesando de hecho en el mando, y aun
            de derecho, puesto que renunció la regencia del modo más explícito; y todas sus
            disposiciones fueron, sin embargo, respetadas: el gobierno que le sucedió, aun
            lo que pudiera acaso haberse fundadamente resistido, hizo guardar y cumplir;
            los actos de las juntas revolucionarias fueron los que quedaron sujetos a
            examen y revisión; los de la ex-regente, no. La
            legitimidad del poder que había ejercido fue bastante para que se estimase
            legal cuanto hizo mientras lo ejerció, y a nadie ocurrió entonces considerar
            como inválido, ni que necesitase rehabilitación siquiera, nada de cuanto mandó.
   Una
            revolución obligó a renunciar a la reina: otra revolución forzó al duque a
            dejar el país: y si alguna diferencia quiere establecerse entre los poderes que
            ejercieron, que ambos debían su origen a las Cortes del reino, bastará recordar
            para hacerla desaparecer, y aun si necesario fuere podría agregarse que las de
            1836, declarando regente única a doña María Cristina de Borbón, faltaron a lo
            dispuesto en la Constitución de 1812, que entonces regia, y las de 1841,
            confiriendo igual magistratura a Espartero, obraron dentro del círculo trazado
            en la de 1837 al ejercicio de tan importante prerrogativa.
             Si más
            pruebas se necesitasen de la justicia de esta medida, los moderados mismos en
            el poder las proporcionaron. Cuando por consecuencia de la caída de Olozaga, se
            apoderaron dé él, en hombros de unos pocos desertores progresistas, a pesar del
            vértigo reaccionario que caracterizo la mayor parte de sus medidas, no se
            atrevieron a revocar el decreto que tanto les había alarmado, a proclamar su
            injusticia, a condenar el principio sobre que estaba basado; reconociéronlo, por el contrario, y lo aceptaron; reservándose
            aplicarlo a su placer y discrecionalmente en los casos particulares, lo cual
            equivalía a una revocación vergonzante, y a dejarlo sin efecto, afectando
            hipócritamente respetarlo. Si era ilegal, aquella era la ocasión de declararlo,
            a la vez que el poder del regente, ya desde su origen o desde que fue
            destituido, nulos todos sus actos, e injusta por tanto la declaración
            contraria, que el ministerio Olozaga hiciera explícita y terminantemente; y
            como a falta de valor no pueda atribuirse la conducta que respecto a esto se
            observó, porque a mayores cosas se atrevieron aquellos ministros, forzoso es
            reconocer que, de cualquier manera que fuese, pagaron, el debido tributo de
            respeto al gran principio proclamado en el decreto de 26 de Noviembre, si bien
            se propusieron falsearle y hacerlo ilusorio. .
   
 
 SERRANO
            Y OLOZAGA
                 XLIV
                 Si no
            recibió aplausos a su formación el efímero ministerio Olozaga, digna de loa fue
            su conducta. El general Serrano, que más se había ensañado contra Espartero, el
            que le destituyó, el que declaró nulos sus actos, el que más contribuyó a
            lanzarle del territorio español, le abre de nuevo las puertas de la patria; y a
            cuantos participaron de su desgracia les devuelve, sin mengua, suposición, y
            revalida todo lo que antes anulase, sin que se lo impidiese la seguridad, que
            no podía menos de tener, de que tantos enemigos, acaso, como eran las personas
            agraciadas, levantaba y engrandecía. Cualquiera que sea la causa a que
            semejante conducta se atribuya, es noble y honrosa, y bien merece ser apreciada
            por los que no anteponen la pasión a la imparcialidad.
             Esta
            conducta no podía menos de desagradar a los moderados y al llamado centro: los
            unos y el otro veían burladas sus esperanzas, e ilusorio el brillante porvenir
            que se habían figurado. Su interés exigía que combatiesen unidos los obstáculos
            que inesperadamente habían encontrado en el camino, sin perjuicio de que el día
            del triunfo volviesen de nuevo a dividirse. El nombramiento de presidente fue
            el primer acto de esta alianza, cuyo objeto .no podía ser desconocido.
             Los
            ministros hubieron de apercibirse muy pronto del peligro que les amenazaba; si
            bien creyéndolo menos inminente, no se decidieron a tomar el partido que las
            circunstancias exigían; lejos de ello incurrieron en un gravísimo e
            indisculpable error, causa inmediata de todos los males que sobrevinieron al
            partido progresista. Forzoso es, por más que sea desagradable, decirlo: lo que
            ocasionó principalmente y en primer término este error, fue la falta de acuerdo
            entre los señores Olozaga y Serrano, debida, sin duda, a pequeñeces que había
            quien se complacía en exagerar, y en hacerlas aparecer muy importantes. Apenas
            puede creerse, si no se viera, que cosas tan insignificantes hayan influido tan
            poderosa y eficazmente en la suerte de los pueblos.
             Durante el
            gobierno provisiónal, era el general Serrano la
            persona más atendida y aun mimada en palacio: a él debían cuantos recobraron la
            posición perdida en 1840, su nombramiento; él, por su carácter, por sus pocos
            años, era el más accesible de sus compañeros; de él se necesitaba, en fin, y
            esto era más que suficiente para que se le halagase y lisonjease, aun quizá por
            los que más le aborrecían, y creían una profanación que figurase e hiciera
            papel sin más títulos que los que como soldado había adquirido con su espada.
            Natural era, y en extremo disculpable, que esto le deslumbrase; aun no tenía
            motivo para conocer lo que es el favor de los reyes y de los cortesanos, y las
            ilusiones que le rodeaban le fascinaron hasta el punto de no recordar lo que
            enseña la historia de todos los pueblos, de todos los tiempos, que la más negra
            ingratitud es por lo común la recompensa de los servicios que se les prestan, y
            jamás se creen obligados a agradecer. Nombrado Olozaga ayo de S. M. y A., dirigiéronse a él todos los obsequios
            y distinciones que antes mereciera exclusivamente Serrano. Levantábase un astro nuevo en el oriente, y era necesario saludarlo obsequiosamente para
            participar de los beneficios que pudiera dispensar durante su carrera. Nacido
            además el señor Olozaga para el primer término, no gustaba de iguales, y al
            poco tiempo de su instalación en el regio alcázar, era el único ídolo a quien
            se tributaba allí el culto reverente que obtiene siempre aquel de quien todo se
            espera, y tan fácilmente como cambia el favor de los reyes, se convierte hasta
            en burla y desprecio.
   A mal
            encubierta rivalidad había dado esto ocasión, que falsos amigos y pérfidos
            cortesanos procuraron fomentar en el general Serrano, creando antipatías y
            prevenciones de que cada cual se proponía sacar partido para sus fines. Efecto
            de esto, y acaso en parte del disgusto que el mismo general manifestó
            repetidamente causarle haber separado su suerte de la de sus antiguos
            compañeros, fue que no apareciese tan unido a los nuevos ministros, como lo
            exigían la dificultad y compromisos de la situación: él no juró a la vez que
            los demás; no se presentó los cuerpos colegisladores cuando todos lo hicieron;
            ostentaba una especie de retraimiento, que no podía menos de considerarse como
            precursor de desavenencias que debían provocar pronto una crisis difícil, por
            lo que el general Serrano representaba, y el apoyo, cuando en cierto sentido se
            propusiese obrar, que habría indudablemente de prestársele.
             Harto
            satisfecho Olózaga, por otra parte, con la acogida que en Palacio se le dispensaba,
            llegó tal vez a persuadirse de que estaba en su mano dominarlo todo, empleando
            para ello un poder de que lamentablemente hubo de creerse absoluto dueño;
            olvidándose de que, verdadera espada de Damocles, es harto frecuente verlo
            convertido contra el que lo emplea sin la debida precaución; ni se procuró
            asegurar de otro apoyo, ni cuidó asegurárselo á costa de prudentes concesiones,
            ni vaciló en comprometer lances, que convenía no empeñar hasta que se contase
            con la más completa seguridad, que por entonces no había, de su buen resultado.
            La benevolencia con que fue acogida la noticia de que el general Narváez
            pensaba hacer dimisión, y la resolución a admitírsela, que apresuradamente se
            manifestó, se hallaban en este caso. ¿Cómo dudar de la incompatibilidad de
            Olozaga y Narváez? Forzado éste por su posición y carácter á mandar enérgicamente
            o a dominar resuelto a los que mandasen, era imposible que aquel ministerio se
            convirtiese en editor de lo que nunca podía hacer, y así se lo había hecho
            conocer anticipadamente. Era indispensable alejarle de todo mando é influencia;
            pero debían haberse calculado con exactitud y sin ilusiones, las fuerzas de que
            podía disponerse, y esperar, para dar el golpe, a que se contase con una
            seguridad que entonces no existía.
             Esto que ha
            podido creerse pequeño y de poca importancia quizá, era harto significativo
            para el general Narváez y para el partido que ya personificaba, anunciándoles
            lo que de aquel gobierno podían prometerse; así se emprendieron decididamente
            las hostilidades extraparlamentarias contra él, terminadas por una catástrofe,
            que contribuyeron poderosamente a precipitar los mismos que en ella debían
            sucumbir.
             
 DIMISIONES
            DE SERRANO Y NARVAEZ
             XLV
                 Como si la
            elección del señor Pidal no hubiera sido bastante desgracia para el ministerio
            oOlzaga, un incidente, pequeño e insignificante en si mismo considerado, vino a
            convertir en un verdadero rompimiento con su presidente, la especie de
            alejamiento en que se hallaba desde su instalación el general Serrano. Había
            éste considerado la derrota de López, postergándole por Pidal, como un agravio; habíale afectado el desaire extraordinariamente, y
            unido esto a todos los demás motivos que le hacían desagradable su permanencia
            en el gabinete, le decidió a manifestar sus deseos de separarse de él, si bien
            fundándose exclusivamente en este último suceso, cuyas consecuencias creía deber
            alcanzarle. El señor Olozaga entonces, con un aire que sólo la anterior amistad
            de ambos podía dispensar—según aseguró en el Congreso el mismo general
            Serrano,—le dijo: «Si usted hace dimisión, yo aconsejaré a S. M. que se la
            admita». Envió Serrano su dimisión; pero ni Olozaga ni ninguno de sus compañeros
            estaba en ánimo de admitírsela, ni remotamente, procuraron todos disuadirle; y
            ni las súplicas interesadas de sus compañeros y amigos, que apoyadas también
            por el señor Olózaga, envolvían cuantas satisfacciones en semejantes casos
            pueden apetecerse, ni consideraciones de ningún género, bastaron a disuadirle
            de su propósito, que le llevó con tal resolución, que se retiró de su
            secretaria y se negó abiertamente a concurrir a los consejos que posteriormente
            se celebraron.
             Si no
            hubiese datos poderosísimos para creer que existían entre los señores Olozaga y
            Serrano, los otros motivos de disidencia anteriormente manifestados, este
            suceso por sí solo lo revelaría sobradamente. A dar el primero la contestación
            que el segundo manifestó, no lo haría seguramente con la intención que se
            supuso, y claramente se vio que lejos de aconsejar a S. M. que admitiera la
            dimisión, unió Sus esfuerzos a los de los demás para hacerle desistir de ella.
            Pudo haber falta de formas, que ni la anterior amistad ni consideración alguna
            podían autorizar al tratarse de asuntos tan graves e importantes; pues a medida
            que la posición de las personas con quienes de ellos hay que tratar es más
            elevada, se necesitan más delicadeza y tacto para conducirse; porque en ello
            ofende e irrita lo que en otras hasta con indiferencia acaso se oiría; pero el
            hecho en si mismo, ni mucho menos después de los pasos que para neutralizar la
            desagradable impresión que debió producir, se dieron, y de las cumplidas y
            satisfactorias explicaciones, sobre todo del señor Olózaga, era motivo
            suficiente para un rompimiento, si otros antecedentes no existieran que á él en
            primer término hubiesen contribuido; y debe decirse, esta injustificable y
            funesta desavenencia, dio acaso lugar á los sucesos posteriores, cuyas
            consecuencias lloró el partido progresista. Sin ella pudiera haber triunfado el
            ministerio, y tomado muy diverso rumbo los negocios públicos. Tan cierto es que
            nada hay despreciable en la política, y que los más pequeños incidentes tienen
            grande y á veces indudable trascendencia.
             
 SITUACIÓN
            DEL MINISTERIO OLOZAGA
             XLVI
                 No se olvidó
            el ministerio, a pesar de tan lamentable escisión, del suceso que, hasta cierto
            punto, la había por el momento ocasionado, y se detuvo, como era justo; a considerar
            su importancia, y lo que a su consecuencia era deber suyo hacer en la situación
            por él creada tan inesperadamente.
             No podía
            ocultársele lo que el nombramiento del señor Pidal significaba; que aquella
            elección no podía menos de producir sus naturales consecuencias y casi
            previstas: porque los moderados estaban decididos a reemplazar a los
            progresistas, ya que no habían podido atraerlos, como lo intentaron; por lo que
            se resolvieron a producir una crisis, dimitiendo Narváez la Capitanía general
            de Madrid y haciendo que la reina no la admitiera. Veía, pues el gobierno
            precursora la tempestad, y era imperiosa la necesidad de precaverse de ella, y
            conviniendo, por fortuna, sus individuos en lo que era preciso e indispensable
            hacer para conjurarla, tuvieron la desgracia de que se escogiese un medio desacertado,
            y que—duele decirlo—no habría sido disculpable en la persona más vulgar y
            adocenada, y mucho menos en hombres de Estado y que tenían títulos muy robustos
            para que se les considerase como tales. Justa y fundadamente esperaba el
            ministerio que el nombramiento de un presidente como el señor Pidal significase
            una oposición violenta y sistemática, a no suponer, a los que para hacerlo se
            habían coaligado, una estupidez e inconsecuencia que estaban muy lejos de tener.
            Si este nombramiento, que fue la piedra de escándalo de aquellas Cortes, se
            hubiese hecho en favor de un diputado, aunque moderado, cuyos talentos y
            habilidad para la presidencia estuviesen acreditados, o cuyo carácter, a falta
            de antecedentes, lo hiciesen creer a propósito para tan difícil cargo, pudiera
            haberse creído que se habían buscado las cualidades necesarias para
            desempeñarlo, y haberse sostenido que ni intención había de darle significación
            política; pero prescindiendo de hombres acreditadísimos en la presidencia, que
            formaban en las filas de las fracciones que se habían entendido, y de otros
            muchos, que por sus cualidades personales eran muy recomen dables, se escogió
            uno que jamás había presidido, y aunque de claro talento y muy excelentes
            cualidades, su carácter no podía hacer concebir esperanzas de que desempeñara
            atinadamente tan difícil misión. Era forzoso considerar su nombramiento como un
            hecho político; y mirado bajo este inexcusable punto de vista, por ser el único
            posible, como un insulto al ministerio, compuesto de hombres incapaces de
            olvidarse de que habían oído y eran progresistas, y como una bandera negra que
            se alzaba para combatirlos. Si esto no significaba, revelaba torpeza,
            aturdimiento, ignorancia, y sobre todo, que sin plan caminaban los que harto
            sabido es que siempre se han propuesto uno mismo, y no han carecido de
            habilidad y resolución.
             Si estos
            justos temores llegaban a realizarse, quedaban dos medios a los ministros:
            dejar el puesto o disolver; lo primero habría sido absurdo é indigno de hombros
            que tuvieran fe en sus principios; lo segundo, por consiguiente, era lo que
            debía hacerse con decisión y energía, llegado el caso de que, a los ojos del
            país, puliera estar completamente justificado. ¿Cómo abandonar cobarde y
            vergonzosamente el ministerio en aquellas circunstancias? ¿Quién los habría reemplazado?
            ¿Qué habría sido de los principios progresistas? La suerte que tuvieron cuando
            los que nombraron al señor Pidal subieron al poder. Hasta criminal habría sido
            el ceder en aquella situación, y era menester arrostrarlo todo para salvar lo
            que el ministerio tenía interés y deber en salvar á cualquier costa
             Si a adoptar
            esta resolución se hubiesen limitado los ministros, y á prepararse para
            realizarla, cuando llegase el momento, que no debía hacerse esperar mucho
            tiempo, de elogiar hubiera sido su digna conducta; pero ocurrió al señor
            Olózaga preparar el arma que debía emplear, y a los pasos que para ello dio,
            más que ilegales, indiferentes, se debió la catástrofe de que vino él mismo a
            ser la primera víctima. Sus ilusiones de que dominaba en Palacio, pueden sólo
            explicar una conducta en aquellos días tan ajena de la cautela y aun suspicacia
            que generalmente se le ha supuesto.
             
 DECRETO
            DE DISOLUCIÓN DE LAS CORTES
             XLVII
                 Sin preceder
            formal y decidida resolución, ni otro antecedente ni fundamento que una
            conversación con sus compañeros sobre la necesidad en que más o menos inmediatamente
            podían verse de disolver, se decidió a presentar a la reina el decreto de disolución,
            que lo firmó sin el menor obstáculo en la noche del 28, aun cuando Olozaga no
            se proponía hacer uso desde luego, sino cuando llegara la ocasión, que
            esperaba, en que fuese absolutamente indispensable.
             Calificaron
            algunos de ilegal este paso, y escudriñaron hasta sus más pequeñas circunstancias
            para persuadir que al darlo había contraído grave responsabilidad; pero los
            hombres entendidos de todas las fracciones y que tenían títulos para exigir que
            su dictamen fuese respetado, reconocieron había estado en su derecho obteniendo
            el decreto de disolución, y reservándose hacer uso de él cuando lo creyese
            necesario. El mismo señor Isturiz dijo en la célebre discusión a que este
            suceso dio lugar, después de referir que en circunstancias análogas había
            obrado de bien diverso modo: «paréceme que quien ha obrado así tiene derecho a
            emitir con libertad y franqueza su opinión en esta materia: yo creo que el
            señor Olózaga, pidiendo el decreto de disolución, estuvo en su derecho; y si
            bien el pedirlo pudo afectar su responsabilidad moral, de ninguna manera afectó
            su responsabilidad oficial».
             Si la
            confianza del monarca en sus ministros llega, en efecto, al extremo de abandonar
            a su prudencia y juicio la elección del momento en que deba adaptarse tan importante
            y trascendental medida, ningún cargo puede hacérseles porque la tengan preparada
            y esperen la ocasión, el instante de llevarla a cabo. Pero los amigos de Olozaga
            no pudieron menos de lamentar su funesta imprevisión en aquellas
            circunstancias, y que creyese tener seguridad bastante de que su propósito no
            sería conocido, o la fuerza necesaria para ejecutarlo, si, como todo lo hacía
            temer, el secreto no era guardado. Ni con lo uno ni con lo otro podría contar
            sin hacerse ilusiones, que aún en hombres de menos valer que él serían
            indisculpables. Ni podía ni debía esperarse de una reina niña e inexperta,
            rodeada siempre de personas, que Olozaga sabía demasiado le eran hostiles, por
            más que lo adulasen, y sujeta a la influencia de otras que, sobre ser de todo
            capaces, eran sus enemigos decididos e irreconciliables, el sigilo, al cual
            podía únicamente deberse el resultado que se había propuesto obtener de la
            anticipada firma del decreto. Si su pensamiento llegaba a ser conocido, con
            dualismo en el ministerio por la esquivez de Serrano, ¿con qué contaba para
            realizarlo? ¿Quién mandaba las armas en todas partes? ¿Qué hombres gobernaban
            por punto general las provincias? ¿En qué fracción política pensaba apoyarse,
            cuando se había colocado a tanta distancia de la progresista, única que podía
            serle propicia? Y es tanto más de extrañar que en tan trascendentales errores
            se incurriese, cuanto que nada habría sido más fácil que obtener de la reina la
            firma del decreto de disolución en el momento mismo en que fuera á hacerse uso
            de él, y tomar las precauciones oportunas para que su lectura en la tribuna
            fuese la primera noticia que de él tuvieran los que tanta fe tenían en la
            legitimidad de su misión, que no querían sujetarla a una nueva prueba, de que
            habría debido salir triunfante, si la opinión les fuera tan favorable como suponían.
            O tenía o no confianza en sus principios; porque en cuanto á la legalidad de
            unas nuevas elecciones, no podían dudar; y es lamentable que los que malos han
            creído siempre los medios empleados por sus adversarios para llegar al poder,
            se decidieran por uno que no puede ser honrosamente calificado, e hizo más daño
            al trono que todos los esfuerzos de sus enemigos más encarnizados.
             
 FIRMA
            S. M. EL DECRETO DE DISOLUCIÓN
             XLVIII
                 Olozaga, que
            más que nadie había contribuido a que se declarase mayor de edad a la reina, y
            cuyo trono se proponía afirmar constitucional y liberalmente, para demostrar
            que no en balde se había derramado tanta sangre en la guerra civil a los gritos
            de Isabel y libertad, debió recibir una de las más penosas impresiones que haya
            experimentado en su vida, al ver que se inauguraba el reinado de doña Isabel II
            con un hecho incalificable. No podía culpar a una niña de trece años, porque su
            misma edad la absolvía de toda responsabilidad moral, y aun de la material la
            ficción constitucional que se ejecutó. Mas Olozaga amaba el trono y a la reina,
            y temía el grave compromiso en que a uno y otro ponían los consejeros y autores
            de aquellos hechos.
             La elección
            del señor Pidal como dijimos, puso al gobierno en la disyuntiva de dimitir o
            disolver: esto manifestó particularmente el señor Cantero en su perspicaz
            juicio al señor Olozaga; y éste sin tomar consejo de sus compañeros, llevó en
            la misma noche del 23, en su despacho con la reina, el decreto de disolución.
            Según la declaración solemne de la reina, don Salustiano de Olozaga había pedido
            a S. M. que firmara el decreto de disolución de las Cortes; que S. M. se negó
            resueltamente a ello, y se levantó para marcharse por la puerta que se hallaba a
            su izquierda; cuando adelantándose el ministro echó el cerrojo, y entonces se
            dirigió a otra puerta que estaba al frente, e igualmente echó el cerrojo el
            ministro, y cogiendo a S. M. por el traje, haciéndola sentar por fuerza y asiéndola
            de la mano, la obligó a firmar; pidiéndole palabra de no hablar de este suceso,
            palabra que S. M. se negó a dar.
             Sólo el que
            no conozca la vida pública del señor Olozaga, y no le haya tratado una vez
            siquiera, pudiera creerle autor de tan brutal villanía. Le hemos combatido y le
            combatiremos en muchas ocasiones por no pocos errores de su vida pública,
            cometidos quizá con la mejor buena fe, pero al fin errores; mas nadie ha dudado
            jamás de su claro talento y buen juicio que pudiera haberle empleado para
            obtener la firma por el amaño y el engaño, siendo fácil sorprender a una niña
            de trece años, en vez de emplear tan torpe violencia. Es sabido y evidente que
            han caracterizado en demasía al señor Olozaga la amenidad de los modales, la
            mansedumbre del carácter, la dulzura del lenguaje, y que su cariño a sus hijos
            lo llevó a amar a todos los niños; que tenía el don de la persuasión, y que lo
            esmerado de su educación y las prendas de caballero que le han distinguido, le
            hacían el menos a propósito para el papel que se le atribuyó, acudiendo a la
            violencia para con una niña, y desdeñando el uso de sus facultades morales e
            intelectuales.
             Veamos el
            contra de la anterior declaración. El señor Olózaga llevó a la firma de su
            majestad el decreto de la disolución, y fuese por confiar de su ascendiente en
            el ánimo de la reina, o por puritanismo constitucional, quiso el ministro que
            la reina supiese lo que firmaba, y leyó el decreto. Preguntó la reina por qué
            no estaba satisfecho con las Cortes; contestó el señor Olózaga sus razones,
            basadas en el nombramiento de presidente que acababan de hacer, y acabó
            preguntando por quién estaría S. M. si tuviera que optar entre las Cortes y sus
            ministros. Por vosotros, contestó la reina. Presentó entonces el ministro
            el decreto para la rúbrica; la fecha estaba en blanco; allí iba a rubricar la
            reina, cuando su ministro la advirtió que era el lugar donde se pondría la
            fecha; quiso firmar a la parte izquierda del papel, y el señor Olozaga tuvo que
            indicar con el dedo el sitio donde se debía poner la rúbrica, y es donde se
            halla, siendo igual a todas las demás, sin que se note fuese arrancada con
            violencia.
   Acabado el
            despacho, habló la reina con su ministro sobre la recepción que debía tener
            lugar al día siguiente, del príncipe de Carini,
            representante de Nápoles: indicó a S. M. que debía ceñirse a preguntar por la
            familia real de Nápoles, y la reina contestó que hasta sus nombres le eran
            desconocidos; cogió Olozaga una Guía que había a mano, y presentó a S.
            M. los nombres; mas al ver la joven reina la lista interminable de los
            príncipes de Nápoles, dijo que le sería imposible aprenderlos de memoria, a lo
            que manifestó el ministro; basta que S. M. se acuerde de los principales.
            Terminada esta conversación, se despidió el ministro, y S. M. le fue saludando
            mientras se retiraba, dándole antes dulces para su hija. Doña Isabel II
            enseguida trocó el papel de reina por el de niña; llamó a algunas de sus damas,
            que la hallaron con el buen humor de costumbre, y con ellas se puso a jugar a
            casitas de alquiler y a quemar tiritas de papel, hasta las once, que fue a cenar
            y se acostó enseguida.
   
 CONSECUENCIAS
            DE LA NOTICIA DEL ANTERIOR DECRETO
             XLIX
                 En cuanto se
            firmó el decreto de disolución, se supo, y se hablaba de él públicamente y sin
            misterio alguno en la mañana siguiente del 29, y varias personas preguntaron a
            algunos de los ministros sí era cierto efectivamente, sin que nada se dijera de
            coacción o violencia. Circunstancia bien rara á la verdad, y que no debe
            perderse de vista, para calificar este suceso extraordinario y sin igual.
             Que la reina
            había sido objeto del grave desacato atribuido más tarde al señor Olozaga,
            debió decidirse antes que el motivo que a él hubiera dado lugar, antes que el
            objeto que al cometerlo se pensara obtener. Era esto tan pequeño en comparación
            del crimen que se dijo después haberse cometido, que debía perder todo su
            interés, toda su importancia, y debió única y exclusivamente hablarse del
            agravio hecho a la majestad real, sin cuidarse casi de lo que lo motivara. La
            revelación de la violencia vino después; cuando personas heridas mortal mente
            por el decreto de disolución, supieron que existía, y se propusieron a toda
            costa neutralizarlo.
             Las
            consecuencias que de este hecho incontestable pueden y deben deducirse, son
            palpables y evidentes; y sin faltar a los respetos debidos a la augusta
            persona, alta y lastimosamente comprometida en este asunto, y a lo que se debe a
            la desgracia, más respetable aun para nosotros, aclararemos los hechos. Cuantos
            pasos se dieron después, confirmaron las fundadas sospechas, que debieron desde
            luego concebirse del plan que en aquellos momentos principiaba a desenvolverse.
             Si un
            ministro se había atrevido a faltar a los altos respetos que la reina tenía
            derecho a exigir si había arrancado violentamente su firma para una resolución
            de la mayor gravedad y trascendencia; si todo esto exigía que se adoptasen las
            medidas necesarias para castigar al culpable y precaver los males que pudieran
            resultar, la reina constitucional debió recurrir a los consejeros responsables,
            únicos que los reyes que no son absolutos, pueden oír, y a quienes es dado tomar
            parte en la dirección y arreglo de los negocios del Estado. Una sola
            modificación podía admitir esta regla tan justa como respetada donde se
            entiende lo que es gobierno representativo, y son cumplidas sus condiciones
            esenciales, y era en el caso de que los demás ministros hubiesen sido cómplices
            del atentado atribuido al señor Olozaga: sus consejeros entonces no podían ser
            escuchados; y habría sido justificable en tales circunstancias reunir a otras
            personas para obrar con acierto en situación tan anómala y difícil. ¿Pero
            sospechó nunca de los señores Luzuriaga, Cantero y Domenech?
            Si su estrecha amistad con el señor Olozaga los hacían creer poco apropósito
            para obrar contra él con la resolución que se estimaba necesaria,—en lo cual se
            les hacía un grande agravio, supuesta la verdad del hecho que se le
            imputaba,—los señores Serrano y Frías, cuyas dimisiones fueron admitidas pocos
            días después, dándoles mil pruebas de benevolencia y confianza, ¿no inspiraban
            lo bastante para haber sido llamados y oídos en tan críticos instantes?
   Atropellando,
            sin embargo, por todo, despojándolos de hecho de la investidura de tales
            ministros, olvidando eran los únicos a quienes constitucionalmente podía oírse,
            y que todo lo que no fuese esto era abusivo y de fatales resultados por
            necesidad, se recurrió a personas extrañas, incurriendo, al designarlas, en un
            nuevo error, que debía revelar más y más la intención con que en todo se
            procedía. El señor Pidal, presidente del Congreso, porque tenía este carácter
            fue llamado por S. M.: ¿por qué esta preferencia? ¿No era también el señor Onís
            presidente del Senado? ¿Valía por ventura menos que el señor Pidal? ¿Era acaso
            su posición política menos importante? Pero bastaba estuviese reputado como
            progresista para que se le alejase en los primeros momentos al menos, de una
            escena en que solo convenía se presentasen hombres de quienes no pudiera
            dudarse, y con cuya predisposición se contaba para hacer papel en el drama que
            se trataba de representar. El mismo señor Pidal dijo en la sesión del 4 de
            Diciembre lo bastante para que la historia pueda calificar de apasionadamente
            parcial su conducta; y de poco ajustada a la que del presidente del Congreso debía
            esperarse. Después de contar sus estremecimientos al oír la relación que dijo
            le hiciera la reina, las lágrimas abundantes que corrieron de sus ojos, y su
            recogimiento, durante algún tiempo, asegura que formuló su dictamen de esta
            manera: «Señora, después de haber oído el relato que V. M. acaba de hacer, y oídolo de sus labios, no hay un español leal que no dé a V.
            M el consejo que yo voy a darle: no hay un español leal que no diga que
            inmediatamente se despida al ministro culpable, porque no puede merecer ni un
            instante más la confianza de V. M. Al mismo tiempo me atreveré  a dar a V. M. otro consejo y es el siguiente:
            que pudiendo producir muchos males al país el decreto de disolución de las
            Cortes, se sirva V. M. mandarlo recoger; primero, por su nulidad, a causa de la
            violencia conque ha sido arrancado, y segundo, para dejar en entera libertad en
            este punto al ministro que reemplace al señor Olozaga. Pero, señora, me
            permitirá V. M. la diga que estos asuntos son muy graves y de inmensa
            responsabilidad, y que únicamente por un caso tan extraño y nuevo como éste, me
            atrevería yo a aconsejar a V. M. Se me ha llamado como presidente del Congreso,
            y yo debo decir a V. M. que si bien los presidentes de estos cuerpos en algunas
            ocasiones pueden ser la expresión de la mayoría de ellos, yo no lo soy por las
            circunstancias espaciales que han ocurrido en mi nombramiento. Yo soy
            presidente por una combinación de coalición, y no puedo representar la opinión
            entera del Congreso, como sería en otras circunstancias, de la manera que un
            presidente puede representarla; y así, ruego a V. M. que si quiere encontrar
            reflejada esta opinión del modo posible, me atrevo á decir que lo está en los
            señores vicepresidentes del Congreso, en los cuales, por una circunstancia
            feliz, se hallan representados los matices de aquella Cámara».
   De nada se
            acordó menos el señor Pidal que de aconsejar a S. M., como su deber lo exigía,
            que oyese a sus ministros responsables, de alguno de los cuales, por lo menos,
            ni tenía ni tuvo nunca motivo para dudar. Los que tienen verdadero interés por
            las instituciones liberales, como tantas veces lo repitió el señor Pidal; los
            que desean sinceramente su afianzamiento, no aconsejan nunca á los reyes
            constitucionales que oigan otro consejo que el de sus ministros, ni contribuyen,
            a espaldas de ellos, y sin su conocimiento, a que se acuerden medidas tan
            graves y trascendentales como las que el señor Pidal propuso a S. M. en aquel
            infausto día: esta es la verdadera lealtad; así es como únicamente se libra á
            los pueblos de revoluciones y trastornos, y se aleja a los reyes de su
            perdición. Y ya que tan extraviada senda se prefería, ¿por qué no invitar á esa
            especie de camarilla que se improvisaba, al presidente del Senado? ¿Cómo olvidó
            el señor Pidal que le era igual en categoría, y tenía por lo menos tantos
            derechos como él para merecer la confianza del jefe del Estado? Pero no se
            quería al lado de la reina en aquellos momentos a quien no estuviera iniciado,
            en los misterios, y seguramente el señor Onís no se encontraba en este caso.
             Para
            atemorizar a la reina hubieron de echarla en cara que era una ingratitud disolver
            las Cortes que acababan de declararla mayor de edad; que la milicia nacional
            pensaba despojarla de la corona; que en seguida de disueltas las Cortes se la
            darían las armas, y así irían aumentando culpas y pecados para hacer creer a S.
            M. que no había firmado libremente el decreto, poniéndola en tal tortura, que
            se fue urdiéndolo que al fin salió como declaración de S. M., irresponsable
            como reina constitucional, y más irresponsable aún, como hemos dicho y
            repetimos, por ser una niña.
             
 INTRIGAS
             L
                 Mientras se
            citaba para la reunión propuesta por el señor Pidal, y en que la reina había
            convenido, se verificaba otra de algunos diputados y senadores, y aun personas
            ajenas á los dos cuerpos, en la cual se elaboraban los decretos, que bajo la
            salvaguardia del consejo que diera la que el presidente del Congreso
            acaudillaba, se quería que se publicasen. Apenas podría creer la posteridad
            estas vergonzosas e indignas maniobras por hombres que se llamaban liberales y
            parlamentarios, si no estuviesen consignadas en los célebres debates que hubo poco
            después en el Congreso; los que entre muchos males, trajeron el inapreciable
            bien de desenmascarar a ciertos hombres y presentarlos en toda su desnudez y
            miseria. Oigamos al general Serrano referir tan singular episodio de esta
            lamentable historia; así dijo en la sesión del 12 de Diciembre: «Cuando
            regresaba a mi casa en la noche del 29, serían las siete y media, me encontré
            en ella a varios amigos, todos del antiguo partido moderado, que me estaban
            aguardando, o que llegaron inmediatamente que yo lo verifiqué. Me hablaron de
            la cuestión del día, del gravísimo suceso que había ocurrido: yo ya había oído
            referirlo en el Pardo, me había llamado la atención, y confieso que me
            ofusqué... Al poco rato vino un íntimo amigo mío a decirme que se me aguardaba
            en Palacio; que S. M. deseaba que me presentara. Entonces, uno de los amigos
            que en casa estaban— después se averiguó y manifestó en la misma discusión
            había sido el señor Donoso Cortés,—sacó cuatro decretos y me los dió y dijo: Vaya V. preparada con estos decretos por lo que
            pueda acontecer. Era uno la destitución del señor Olozaga, por razones a mí
            reservadas, decía S. M., era otro la anulación del decreto de disolución de las
            Cortes, a instancias mías, a nombre de S. M.; era otro, del que no quise usar,
            que el señor Olozaga no pudiera ejercer ningún cargo público; era otro, que S.
            M. no pudiera despachar nunca sino en presencia de todo el Consejo de
            ministros. Esto era denigrativo a la majestad, y no lo recibí siquiera» . De
            esta manera, en conciliábulos oscuros e ilegales, se fraguaban los decretos, de
            que se procuraba hacer editores responsables a los ministros, y lo que es aún
            más escandaloso, se pretendía ejercer, y aun se ejercía de hecho, el verdadero
            poder real por los que entra mentidas protestas de lealtad y respeto al trono,
            sólo lo defendían por engrandecerse y dominar a su sombra.
   
 ESCENA
            EN LA CÁMARA DE S. M.
             LI
                 Congregados
            los vicepresidentes del Congreso con el señor Pidal a la cabeza, penetraron en
            la cámara de S. M., y la escena allí representada es digna también de la
            atención y examen de los hombres pensadores. Nadie con más exactitud y
            pormenores que el señor Alcón la describió en el Parlamento, y no habiendo sido
            impugnada su relación ni contradicha en lo más mínimo, ninguno más a propósito,
            sin duda, para hacer formar de ella idea cabal y cumplida. «Obedecimos, dijo;
            el señor Pidal tomó la palabra, y dijo que S. M. le había llamado y le había
            referido el hecho que todos sabemos y que se refiere en el acta. Luego que
            concluyó, habiendo preguntado a S. M. si era así S. M. respondió que sí; y lo
            repitió con una dulzura y bondad propias de su elevado puesto, de su carácter y
            de su edad, y sin manifestar ningún enfado contra persona determinada.
            Concluida la relación nos dijo: ¿qué os parece? Y entonces el señor Pidal
            respondió: señora, un ministro que se ha portado así no merece que se le
            continúe por más tiempo la confianza, Yo repetí lo mismo; me sorprendí, me
            incomodé, reprobé la conducta del señor Olózaga, y luego diré por qué; y con el
            parecer del señor Pidal estuvieron enteramente conforme los demás compañeros».
            No puede darse mayor escarnio de las prácticas constitucionales. El señor Pidal
            es quien refiere el suceso; el señor Pidal pregunta a S. M. si está conforme
            con él, y dignándose contestar afirmativamente, repite lo mismo que él había
            dicho: el señor Pidal es quien prepara la resolución: sus compañeros,
            sorprendidos unos, en connivencia con él, sin duda, otros, la aprueban; y
            adoptada unánimemente es cuando se nota por primera vez la falta de un ministro;
            no para que aconseje a S. M.; esto estaba ya hecho y aun acordado lo que debía
            ejecutarse, sino para que firmara los decretos que a cualquier costa y de
            cualquier modo era necesario obtener sin pérdida de momento. Si de esta
            circunstancia importantísima pudiera dudarse, el testimonio del señor Serrano,
            único ministro llamado a aquella conferencia, vendría en su comprobación evidente;
            pues la presencia del señor Frías fue casual por hallarse aquella noche de
            despacho. «Allí, en el despacho de S. M., dijo el general, se habló del hecho,
            y yo me tomé la libertad de dirigir algunas preguntas a la reina, a las que
            contestó perfectamente de acuerdo con el acta, Se dijo que estaba resuelta la
            exoneración del señor Olozaga, y me conforme completamente, la aprobé: confieso
            que los acontecimientos de aquel día, presentados en aquel momento con tanta
            prisa, con tanta exageración, con tan malos colores, me ofuscaron bastante».
             Estiba,
            pues, resuelta la exoneración cuando el general Serrano fue llamado: la reina
            constitucional, sin el acuerdo de sus ministros, había adoptado una grave
            resolución; y ofuscado bastante uno de ellos por los acontecimientos del día y
            la prisa con que se los presentaron, fue como convino en tomar sobre sí,
            firmándola, la responsabilidad que pudiera llevar consigo.
             Como si la
            Providencia hubiese querido reunir todas las circunstancias que pudieran servir
            para que la historia calificase un suceso de suyo tan impenetrable como extraordinario,
            coincidió, con lo que queda ligeramente referido, la presentación del señor Olozaga
            en la antecámara de S. M. mientras se celebraba la reunión que podrá llamarse
            del señor Pidal, por la exclusiva parte que tuvo en ella. Díjole el gentilhombre, señor duque de Osuna, que S. M. no recibía; pero como le
            replicase que iba a despachar, y que la de que S. M. no recibía, no era fórmula
            con que debía despedirse a un ministro en tal caso, sino la de S. M. no
            despacha, lo anunció; y apenas trascurridos algunos instantes, salió de la real
            cámara el duque y le dijo: «S. M. me manda decir a usted que le ha destituido
            del cargo de ministro, y en el ministerio encontrará usted el decreto».— «Sea
            muy enhorabuena», contestó, y se volvió a la secretaría.
             El señor
            Alcón propuso en aquel momento se le recibiese; ya que tan apropósito se presentaba;
            pero los demás concurrentes se opusieron a ello abiertamente, bajo el frívolo
            pretexto de que equivaldría a carearlo con la reina lo cual era contrario a los
            altos respetos que no podían menos de guardársele. Nadie, seguramente, pensaría
            en semejante desacierto; y era de creer que él resultado de tan importante
            entrevista, hubiera sido convencer y confundir al señor Olózaga, si era
            culpable, o evitar al trono y a la reina los graves conflictos y terribles
            compromisos en que adoptando otro rumbo vino a ponérseles: la posibilidad de
            que el señor Olozaga se justificara en ella, bastaba para que se le resistiese
            por los que estaban resueltos a todo trance a aprovechar la ocasión que se
            había presentado; los momentos eran tan críticos y decisivos, y antes que todo
            era utilizarlos.
             Después que
            el señor Olozaga se retiró de la antecámara, y de algunas excusas por parte de
            los señores Serrano y Frías a firmar los decretos acordados, se extendió y
            firmó esta último: «Usando de la prerrogativa que me compete por el art. 47 de
            la Constitución vengo en exonerar, por gravísimas razones a mi reservadas, a
            don Salustiano de Olozaga de los cargos de presidente del Consejo de ministros
            y ministro de Estado». Así lo había redactado la reunión que encargó al señor
            Donoso Cortés ponerlo en manos del general Serrano.
             Al mostrarle
            Frías a sus compañeros, le hicieron conocer que la fórmula adoptada era propia
            de los gobiernos absolutos; que infamaba además al ministro exonerado, lo cual
            no era permitido a un rey constitucional; volvió á Palacio, insistió en que se
            pasara recado a la reina, ya recogida, y obtuvo en su consecuencia de S. M.
            fácilmente, y sin repugnancia alguna, que se variase y redactara de nuevo en
            esta forma:
             «Usando de
            la prerrogativa que me compete por el art. 47 de la Constitución, vengo en
            exonerar a don Salustiano de Olózaga de los cargos de presidente del Consejo de
            ministros y ministro de Estado».
             También se firmó en aquella misma noche otro decreto en que se anulaba el de disolución, y es un mentís a la violencia con que se pretendió haberse firmado; porque lo que se ha dignado otorgar a instancias suyas; excluye la idea de atentado y violencia; se le comunicó el mismo 29 al señor Olózaga, quien contestó el 30 en estos términos: «Excmo. señor: Esta noche, después de las dos, he recibido una comunicación de V. E. en que se sirve trasladarme un real decreto de S. M. por el que deroga y manda recoger otro, que se dignó expedir para la disolución de las Cortes. S. M. tiene a bien expresar en el decreto que V. E. me traslada que el de la disolución de las Cortes lo dio a instancias mías, con lo que queda destruida en su origen la invención tan absurda como trascendental, que supone que fue obtenido por la violencia. Si todavía hubiese quien insistiese en hacer valer semejante idea, yo tendré la honra de proponer a V. E. el medio único da que se aclare en mi presencia la verdad. Mientras tanto, cumplo con remitir a V. E. el decreto rubricado por S. M, que como V. E. observará no tiene ni firma ni fecha, porque no ha llegado aún el caso de hacer de él el uso conveniente. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 33 de Noviembre de 1843.—Salustiano de
            Olozaga.—Excmo. señor ministro de la Guerra».
             Al volver el
            señor Frías con el decreto de exoneración del señor Olozaga á palacio, para
            reformarlo, llevó también la dimisión de los señeres Luzuriaga, Cantero y Domenech, que mancomunaban su responsabilidad con la del
            presidente en todos sus actos.
   
 REUNIÓN
            DE LOS PROGRESISTAS
             LII
                 Ajenos
            completamente se hallaban los diputados progresistas a cuanto sucedía, habiendo
            llegado únicamente a sus oídos las voces da que so pensaba disolver las Cortes;
            pero distantes de los ministros y de los palaciegos, nada sabían con seguridad,
            y esperaban tranquilos los sucesos, resignados a arrostrar los peligros que
            pudieran ofrecer.
             Después del
            nombramiento del señor Olozaga para la presidencia, habían creído estar en el
            caso de organizarse y fijar la marcha que debieran seguir en lo sucesivo.
            Reunidos con este objeto en casa del señor Madoz unos 75, examinaron
            detenidamente la situación, discutieron con calma y sin espíritu de bandería
            las cuestiones capitales que era indispensable resolver para determinar mejor
            su conducta, y adoptaron unánimes el acuerdo que encargaron manifestaren el Congreso
            al señor Cortina, y lo hizo el 5 de Diciembre, diciendo: «Por primera vez nos
            reunimos con este fin; y yo voy a cumplir en este instante una misión que
            recibí con la mayor complacencia, con el mayor gusto. En aquella reunión, que
            se compuso de 75 diputados, si mal no me acuerdo, se acordó reorganizarse para
            resistir todo proyecto de reacción en las ideas y en las leyes. Además de este
            acuerdo solemne se hizo otro, que me complazco en manifestar aquí: acordamos
            solemnemente condenar todo conato de revolución, y emplear todos nuestros
            esfuerzos para que las graves cuestiones de política y administración que han
            de promoverse, se ventilaran en esta arena parlamentaria, sin que de modo
            ninguno, fuera de ella, pudieran agitarse en ningún caso».
             Formaba
            parte el señor Ayllón de esta reunión, y aun solía presidirla; sus años, y los
            respetos que merecía, eran la causa de que comúnmente así se le distinguiera.
            Fiel a sus compromisos, apenas salió de palacio la noche del 29, notició al
            señor Cortina lo ocurrido; escandalizóse, y
            convinieron en la necesidad de reunirse al día siguiente para examinar tan raro
            suceso, y uniformar, si era posible, su conducta en el Parlamento. previa
            urgente convocación, se reunieron en número considerable en casa del señor
            Madoz, y ante todo se creyó indispensable conocer con exactitud las causas de
            aquella crisis tan extraña, para que fuera de este modo acertada cualquiera
            resolución que adoptasen. Nada más natural que dirigirse para ello a los mismos
            ministros. Progresistas como ellos, tenían los mismos intereses, y de su
            probidad nunca desmentida no podía dudarse sin ofenderlos. Nombraron en su
            consecuencia comisiones que viesen a los señores Cantero, Luzuriaga, Domenech y Serrano; y escribieron al señor Olozaga
            pidiéndole explicaciones sobre el suceso, paréciéndoles preferible este medio de entenderse en aquellas circunstancias.
   En breve
            regresaron los encargados de buscar a los señores Domenech,
            Luzuriaga y Cantero, e hicieron uniforme y minuciosa relación de los sucesos de
            aquellos días, y singularmente del más grande e importante de ellos, que
            principió a robustecer la opinión que a primera vista y casi instintivamente
            habían formado de él casi todos. El general Serrano fue en persona a la
            reunión; y sus manifestaciones, aunque revelaban el estado de su ánimo respecto
            a su antiguo compañero el señor Olozaga, dieron a conocer también sus dudas,
            sus escrúpulos, y que no estaba lejos de creerse cogido en algún lazo, que
            pérfida e indignamente se le tendiera: el señor Olozaga contestó que, dispuesto
            a dar las explicaciones que se le pedían, desearía poder hacerlo de palabra, si
            en ello no se creía haber inconveniente, para que fuesen tan cumplidas como era
            justo y él anhelaba. Aceptada su propuesta, justo es decir en honra de los
            progresistas que, viéndole víctima de una maniobra, que aparecía con los caracteres
            más odiosos y vituperables, desaparecieron hasta las más pronunciadas antipatías
            contra él, y sus primeras palabras, cuando se presentó en la reunión, fueron
            escuchadas con sobrada benevolencia y no poca prevención en su favor. Sus
            francas y sentidas explicaciones guardaron exacta conformidad con las que
            habían hecho los señores Luzuriaga, Domenech y
            Cantero, y aun con lo que el mismo general Serrano había dejado traslucir; y
            todos, sin vacilar, consideraron como suya su causa, y se persuadieron de que
            el partido progresista era el proscripto, en su cabeza, a la sombra de una
            intriga, de la cual sentían sobre todo ver que la primera víctima era la reina,
            de cuyo nombre e inocencia tan escandalosamente se abusaba. Fue el señor
            Cortina el primero que se hizo intérprete de los sentimientos de sus
            compañeros, y sus palabras elocuentes, precisas y exactas, encontraron en todos
            grata y cordial acogida. Apoyólas eficazmente el
            señor Madoz, cuya autoridad era tanto más apreciable en este caso cuanto
            conocidas eran de todos sus prevenciones contra el señor Olozaga; hablaron
            otros varios de los presentes en el mismo sentido, y convencidos todos muy
            pronto en la idea que debía formarse de aquel acontecimiento, se dedicaron á
            ocuparse de los medios de neutralizar sus consecuencias en lo que pudieran.
   
 PROPOSICIÓN
            DE LOS PROGRESISTAS . REUNIÓN EN PALACIO
           LIII
                 Había
            presidido, como de ordinario, el señor Alcón, y obligado a retirarse para concurrir
            a otra reunión que en palacio se debía celebrar, le manifestaron hiciera cuanto
            pudiese para que el señor Olozaga fuese llamado a ella, persuadidos de que era
            este acaso el único medio seguro de descubrir la verdad; en lo cual estaban en
            su derecho, encargando al señor Alcón, que opinaba como ellos, y tenía el mismo
            interés, hiciera todo lo que le fuese posible para conseguirlo. No contentos
            con esto, acordaron que una comisión fuese a ver al general Serrano para
            rogarle cooperase igualmente al logro de su deseo. Todo fue inútil. Los que
            creían criminal al señor Olozaga ó lo decían al menos, resistieron
            constantemente que compareciese ante su juez, en cuya presencia habría podido
            ser fácilmente anonadado y confundido: se empeñaron en que todo quedase envuelto
            en el misterio, y prefirieron que hubiera quien dudase de la palabra de la reina,
            a que se mostrase era exacto y verídico cuanto se había servido manifestar; los
            que creían al señor Olozaga blanco de las iras de una fracción que todo lo
            quería dominar, y a la que él se había propuesto hacer sucumbir; los que le
            consideraban sacrificado a una maniobra, tan mal concebida como torpemente
            ejecutada, y que al trono más que a nadie vulneraba y ofendía, querían, a la
            vez que librar la víctima escogida, evitar el descrédito de una institución,
            que no para proteger sus intereses individuales, sino para la felicidad y
            bienestar del país, habían defendido siempre y deseaban conservar sin mancha;
            querían antes que emprender la lucha que se les provocaba, conciliar sin el
            escándalo que no podía menos de causar, los sagrados y respetables intereses,
            que tan maquiavélicamente se habían puesto en choque.
             La comisión
            encargada de ver al general Serrano, no le halló ni en su casa ni en el
            ministerio; llevada de su celo, le buscó en palacio, donde se la dijo hallarse;
            y como tampoco la fuese dado hablarle, le escribió el siguiente papel, haciendo
            lo posible para que llegara a sus manos, como llegó, en los críticos momentos
            en que su influencia pudiera haber sido de alguna utilidad:
             «La
            comisión, compuesta de los señores Sánchez Silva, Prat y Ramírez, tiene el
            encargo de decir a usted que han acordado sus compañeros manifestarle interesa a
            la causa del país, que el señor Olozaga sea llamado a descartarse de los cargos
            que se le hacen ante S. M. y presidentes de los Cuerpos Colegisladores, que en
            este momento se hallan reunidos».
             Lo que
            hicieron el señor Serrano y el señor Alcón, no dio resultados, al menos para
            que se realizase este pensamiento salvador; bastó para que no insistiesen, el
            recordarles que el día anterior se había desestimado la indicación que con
            igual objeto hiciera el mismo señor Alcón, y la repetición de la ridícula e
            inexacta comparación que se había hecho de la deseada entrevista con un careo;
            y los comisionados volvieron muy pronto á la reunión con la noticia de que su
            deseo era irrealizable.
             Preciso era,
            cerrada esta puerta, abrir otra, y no eran muchas las que había practicables
            para los progresistas en aquellas circunstancias. Acordóse entonces dirigirse al presidente del Congreso pidiéndole se convocase
            inmediatamente para ocuparse del grave incidente que absorbía la atención pública,
            y era necesario conociesen con exactitud el país y la Europa entera.
             Mientras
            todo esto sucedía, se ocupaba la reunión de Palacio de lo que era una consecuencia
            necesaria de las resoluciones adoptadas el día anterior. El señor Olozaga había
            sido destituido: los señores Domenech, Cantero y
            Luzuriaga, olvidados y desatendidos completamente, habían dimitido: era preciso
            constituir un ministerio que reemplazase al anterior, de hecho disuelto, y que
            se prestase a aceptar las consecuencias de la espantosa y difícil situación que
            se había creado.
   Tratábase de extender un acta
            solemne del acontecimiento que motivaba cuanto sucedía, y cuyo verdadero objeto
            era comprometer y dejar ligada á la reina por medio de una manifestación
            solemne y pública, que pusiera a cubierto a cuantos habían hecho más o menos
            importante papel en tan deplorables escenas. Aunque impugnada esta idea por los
            señores Alcón y Serrano, no muy enérgicamente, fue aprobada; si bien con la
            reforma de que no concurriese a ella el cuerpo diplomático como se había
            primero pensado.
             Uno de los
            asistentes á aquella reunión, el señor Alcón, dio cuenta de ella en los siguientes
            términos: «Me presenté a la hora señalada; encontré ya allí a los compañeros, a
            los del Senado, y a alguna otra persona; pero no estaban, como yo esperaba, las
            autoridades y demás individuos que también debían haberse convocado. Se echó de
            menos a los dos ministros; se dijo que sin ellos nada podía hacerse. A poco
            rato se recibió una carta firmada por el subsecretario de la Guerra, en la que
            refiriéndose a lo que le había dicho o mandado el señor ministro del ramo,
            decía que se había diferido la extensión del acta hasta el día inmediato. Pero
            no se tuvo por aviso oficial, y así insistimos. Esperamos, con más o menos
            impaciencia, y como pasaba el tiempo y la noche avanzaba, cada cual manifestaba
            su opinión. Unos decían que debía traerse a la fuerza a los señores ministros,
            no para precisarlos a que suscribieran el acta, no, nada de eso; haría en
            suponerlo una injusticia a los que hicieron semejante proposición: sino para
            que dijeran si la autorizaban o no, como se acostumbra. Otros proponían que se
            nombrase un ministro para aquel acto sólo; otros que se improvisara un
            ministerio. En una palabra, en la impaciencia y ansiedad en que estábamos,
            aunque no todos en igual grado, cada uno emitía sus opiniones. Y, señores, no
            sólo estábamos creídos nosotros que en aquella noche se había de extender el
            acta, sino que lo estaba S. M., que teniendo costumbre de recogerse a las diez o
            diez y media, en aquella noche se le precisó á estarse allí hasta la una; a
            cuya hora, no pudiendo sin duda resistir más, salió fatigada diciéndonos que
            iba a recogerse, y yo me retiré».
             En esta
            reunión encargó la reina a Pidal la formación de un nuevo ministerio.
             
 NEGOCIACIONES
            Y PROYECTOS PARA NUEVO MINISTERIO
             LIV
                 En cuanto
            fue encargado el señor Pidal por S. M. de la formación del ministerio, iba a
            salir de la real cámara el general Serrano despidiéndose reverentemente de la
            reina, cuando el señor presidente del Congreso le llamó; estaba hablando con S.
            M., y le dijo el señor Pidal: S M. me ha llamado honrándome con la misión de
            formar un nuevo ministerio, y yo he contestado que poniéndome de acuerdo con V.
            estoy conforme. Serrano dijo entonces a S. M. «que no le parecía «conveniente
            que el señor Pidal formara el ministerio: que reconocía las altas cualidades,
            las prendas apreciables que adornaban a S. S., porque habiéndose querido dar
            una interpretación siniestra al suceso escandaloso que les había reunido allí,
            podía creerse que era verdad esa interpretación dada, si no se llamaba a un
            individuo del antiguo partido progresista, y mucho más al Sr. López, que tan
            buenos recuerdos conservaba y que tantos y tan grandes servicios había prestado
            al país y a la reina.» El señor Pidal reconoció en parte la fuerza de este
            argumento, y rogó a S. M. que lo pensara; pero le ofreció que estaba dispuesto a
            hacer lo que S. M. tuviese a bien determinar, haciendo cuanto estuviese de su
            parte. «Yo confieso, señores, dijo el Sr. Serrano en las Cortes, que la llamada
            por S. M. en su libre y constitucional derecho, del señor Pidal, como hombre
            político, me alarmó tanto, que en seguida se lo dije a dos amigos míos que allí
            estaban, y me fui al ministerio decidido á hacer mi dimisión, porque desde
            aquel momento no creía debía continuar un instante al frente del departamento
            de la «Guerra».
             Esta franca
            y noble oposición del general Serrano, hubo de alarmar a algunos que creían
            acaso necesaria todavía su cooperación, y procuraron no sólo satisfacerle, sino
            que lo halagaron hasta el punto de rogarle se encargara de formar un ministerio
            de coa lición, sin contar, por cierto, con la voluntad de la reina, y usurpando
            la más importante de sus prerrogativas. Lo que sobre esto manifestó el general
            Serrano en pleno Congreso, tiene la mayor importancia, por revelar la posición a
            que tenía reducida a la reina, no el partido moderado, al que no hacemos tal
            ofensa, aunque de ello no protestara y admitiera todas las consecuencias, sino
            la facción que se apoderó de S. M. en aquellos días, y hasta un punto tan
            inconcebible abusó de su candorosa inexperiencia. «Esto, señores, dijo, llamó
            la atención, y varios amigos míos y otros señores vinieron al ministerio y me
            dieron una especie de satisfacción, digámoslo así. Me instaron a que siguiera
            en la secretaría y sobre todo, a pensar de no haber recibido misión de S. M.,
            me manifestaron que formara un ministerio de coalición. Yo entonces, señores,
            con la mejor intención, hice una lista y cité a varios amigos para hablar con
            ellos».
             Sobre todo,
            pues, instaban al general Serrano los amigos que le hablaron, a que formase, a
            pesar de no haber recibido misión de S. M., un ministerio de coalición. La misión
            de la reina, la consideraban innecesaria y aun la usurparon, porque otras
            personas eran las que ejercían la atribución más importante del poder real, que
            es la de nombrar ministros; y sin duda contarían con la seguridad de imponerle
            su voluntad, cuando tanto se aventuraban. Nada puede dar idea más cabal y más
            cumplida de la situación, ni contribuir tan poderosamente a juzgar con acierto
            los sucesos que en pocos días presenció con escándalo el país.
             El general
            Serrano, con buen deseo, recurrió a los diputados progresistas para que
            formaran parte del ministerio que se había propuesto organizar sin misión de S.
            M. para ello. Reunidos se hallaban en casa del señor Madoz, cuando recibieron
            una invitación para que lo viesen inmediatamente; y una comisión, compuesta de
            los señores Cortina, Moreno López y Madoz, pasaroa verlo. Recibióles en la secretaría de Marina, porque
            en la de Guerra estaban los que le habían dado la misión que en aquel momento
            desempeñaba, y les dijo lo que se proponía. La comisión no pudo menos de
            manifestar sus temores y grande alarma; no quiso convenir en formar un
            ministerio de coalición; expuso que los progresistas se conformaban con que
            hubiera un ministerio todo moderado; que no le harían la oposición sino noble y
            dignamente, pero que de ninguna manera querían un ministerio de coalición,
            vistos los sucesos que ocurrían en aquel momento. Entonces se decidió Serrano a
            hacer dimisión del ministerio de la Guerra, que aún desempeñaba, y al ponerla
            en manos de S. M. la dijo: «Señora: mi ánimo está convencido de que no es
            posible un ministerio de coalición, y creo se está en el caso de formar un
            gabinete todo moderado o todo progresista... Si es todo moderado, yo me atrevo a
            indicar las personas del señor Martínez de la Rosa, del señor duque de Rivas o
            del señor Pidal, presidente del Congreso, para que aconsejen a V. M. sobre la
            formación del gabinete. Si éste es progresista, yo tengo mi candidato, el señor
            López; y seré ministro de la Guerra, si V. M. y este señor lo quieren así».
            Pero la reina no estaba inclinada por los progresistas y menos por el señor
            López, tan deferente siempre con S. M.
   
 GONZALEZ
            BRAVO Y EL ACTA
             LV
                 Enmarañábanse, en tanto, los sucesos y
            se aproximaba el desenlace. La resistencia de los señores Serrano y Frías a
            autorizar el acta acordada, fue causa de que se dilatase hasta el siguiente
            día. Reunidas entonces las personas invitadas a presenciar tan indefinible
            escena, se dio principio por una especie de prólogo, que fue el nombramiento de
            don Luis González Bravo para presidente del Consejo de Ministros y notario
            mayor de los reinos. Presentósele este decreto a
            Serrano, entró a despachar por última vez con S. M., firmó el decreto y lo
            mandó a secretaria para poner las órdenes y traslados convenientes. Admitiéronse enseguida las dimisiones de los demás
            ministros, empleando el lenguaje más severo respecto a los señores Luzuriaga,
            Cantero y Domenech; mientras a los señores Serrano y
            Frías se les tributaban grandes y encarecidos elogios, y se daba al general la
            gran cruz de San Fernando. Quedó el señor González Bravo de único ministro y
            dueño absoluto del terreno.
   Ajeno el
            señor Pidal a este acontecimiento, aun se ocupaba en formar su ministerio,
            cumpliendo el encargo de la reina, cuando se presentó el señor González Bravo a
            manifestarle y demostrarle que era él el encargado de organizar el gabinete de
            que ya estaba nombrado presidente: a la vez que se asombró, debió felicitarse
            de que le quitaran el peso que la abrumaba, por las dificultades que se le
            presentaban para formar gobierno; se negó a pertenecer al de González Bravo, y
            no sólo en el seno de la amistad, sino en el de sus amigos políticos, se
            condolió de que cualesquiera que fueran las circunstancias, se hubiera impuesto
            a la reina el antiguo redactor de El Guirigay, al que tanto denigró a su
            madre como reina y como señora. Pero los que querían disponer del gobierno de
            España, necesitaban un hombre resuelto a todo, y seguramente que nadie más a
            propósito que el elegido, que veía superabundantemente satisfecha su ambición
            con la posesión de lo que tanto anhelaba, sin que le importara el precio, pues
            hubiera, como Fausto, dado su alma al diablo a trueque de ser ministro.
   Encumbrado
            ahora por el partido moderado, al que tanto había ultrajado, y al que habían
            calificado en documentos oficiales ante las Cortes de escritor escandaloso, subversivo
            y anárquico, mucho tenía que hacer para justificar la confianza que en él se
            depositaba, y lo haría, si para conseguirlo empleaba su gran talento, su
            desmedida audacia, y su falta de aprensión para todo.
             Su primer
            acto fue extender el acta que no había querido sancionar ningún ministro, y
            aunque ya hemos demostrado su contenido, es documento que debe figurar en la
            Historia, y lo remitimos al apéndice.
             
 APLAUSOS
            A OLOZAGA. SU ACUSACIÓN. TRIUNFO PARLAMENTARIO DE CORTINA
           LVI
                 Las sesiones
            de Cortes, que habían estado suspensas el 29 y 30 de Noviembre, se reanudaron
            en el Congreso el 1 de Diciembre a petición de los diputados y con la natural
            impaciente curiosidad del público, que llenó las tribunas y saludó la entrada
            del señor Olozaga con estrepitosos aplausos y vivas, suspendiéndose la sesión
            por algunos instantes, hasta acallar el clamoreo que se produjo. Abierta de
            nuevo, se leyeron los decretos de exoneración de Olozaga, admisión de las
            renuncias de los demás ministros y nombramiento del señor González Bravo; se
            empezó a tratar de si habían de ser considerados como diputados los que
            acababan de ser ministros y sujetos a reelección sin poder tomar parte en las
            discusiones del Congreso; y cuando se estaba en esta discusión, se presentó el
            nuevo presidente del Consejo y leyó el acta de la declaración de la reina
            contra el señor Olozaga.
             El guante
            estaba arrojado: el Congreso presentaba un aspecto imponente; excitadas las
            pasiones, a todos excitaba su calentura; los partidos moderado y progresista
            esgrimían sus armas para el combate, y los que acababan de estar forzosamente
            unidos, se miraban como los más irreconciliables enemigos. Los primeros
            quisieron evitar la discusión, que se oyera al acusado, y hasta a los
            compañeros de gabinete, contra los que ninguna acusación pesaba. Esto no era
            digno, y lo era menos o ilegal, llevar la famosa acta al Parlamento,
            contrariando su texto, que decía quedarse archivada, y sin acompañarla de
            ninguna orden o autorización de la reina para presentarla a las Cámaras, donde
            tenían necesariamente que ser objeto de discusión la reina y sus palabras. A
            tanto ciega la pasión política.
             Diecisiete
            días duraron las discusiones en medio de un aluvión de proposiciones y de
            enmiendas. Allí se hicieron ostentosos alardes de un monarquismo idólatra, por
            personas que denigraron después a la misma que ensalzaban; allí se dijo que
            cuando la reina había hablado, debía creerse ciegamente lo que había dicho; que
            nadie debía atreverse a dudar de las palabras de la reina; que una persona e
            inviolable no podía faltar a la verdad; que si no se había dado la divinidad a
            la reina, era porque no estaba en su poder el dársela; y muchos, a renglón
            seguido, invocaban la nación, de la que se llamaban representantes. ¡Así se
            minaba la monarquía por los que llamándose sus defensores eran sus mayores
            enemigos!
             En cuanto a
            los cargos que mutuamente se dirigieron de infracciones de la Constitución,
            pocos estaban libres de culpa; ningún partido podía arrojar la primera piedra,
            y el señor López sufrió el tormento de oír justas acusaciones del señor
            Martínez de la Rosa.
             Con gran talento y nobleza, aunque con profusión de minuciosos detalles, se defendió Olózaga, siempre dueño de sí mismo, guardando elevadas consideraciones, y sin rasgar de una voz el velo. Dijo una gran verdad profética al pronunciar elocuente estas palabras: «Habéis convertido el trono en un ariete para dirigirlo contra la frente de un ciudadano; pues miradla... ¡está ilesa! Ahora, volved la vista al trono». López tuvo
            la nobleza de reconocer en parte sus errores; de ver desvanecidas sus
            ilusiones, de no estar seguro de haber salvado la libertad, de no ver tan clara
            la lealtad de sus contrarios, profetizando que una reacción era posible, y que
            tal vez le esperaba la persecución en premio de sus servicios. Siempre
            elocuente, tuvo momentos de magnífica indignación, de noble vehemencia y de
            profunda claridad. Elevó intencionadamente sus tiros por encima de la cabeza de
            los que habían traído las cosas a aquel estado; y para llegar más alto, recordó
            con amarga decisión y gran oportunidad, que dos veces, antes de separarse de la
            reina, S. M. le había dicho que en todos los casos apurados, evocaría su
            lealtad y sus consejos, y que no sólo no se le había llamado, sino que acababa
            de oír de boca del Sr. Alcón que habiéndose indicado por el general Serrano su
            persona como una de las que se debían consultar, había contestada S. M.: eso
              no. 
   Paro les
            honores de aquella dilatada y grandilocuente discusión, fueron para don Manuel
            Cortina, que se mostró consumado jurisconsulto, profundo estadista hábil hombre
            de gobierno, diestro y eminente orador. Desdeñando pormenores y elevándose
            sobre todos, tomó la cuestión en su verdadero punto, supo manifestar hábilmente
            que a Olozaga se le buscaba como instrumento; que si no se prestaba a serlo se
            le sacrificaría, y si a ello se prestaba se le sacrificaría del mismo modo
            después de haber servido. Demostró su consecuencia progresista, su deseo de la
            unión de todos los amantes de la libertad y cuanto había hecho en este sentido,
            sin exclusivismo; y expuso con verdad lo que también había hecho en favor de
            los moderados, por hacer bien, cuando estaban en desgracia. Cotejó la
            declaración de la reina y su decreto, que se contradecían; recordó con suma
            pericia y atinada oportunidad las antiguas leyes del reino, que no admitían las
            declaraciones de los reyes en propia causa, como pruebas sin tacha; demostró
            que el haber llevado González Bravo a las Cortes un documento mandado archivar,
            era sobrado motivo para acusar al ministro, porque si desacato grave es el que
            un ministro estrechara la voluntad de S. M. a que firmara un documento que no
            quería firmar, tan grande o mayor desacato es el acto de un ministro que sin
            contar con la voluntad del jefe del Estado, da un paso de esta naturaleza y de
            las consecuencias que debe tener. Lo uno es forzar la voluntad de S. M.; lo
            otro, suplantarla. Dijo que no estaba la cuestión entre la reina y un hombre,
            sino entre doña Isabel II de Borbón y la reina constitucional de España. «Doña
            Isabel de Borbón es la que ha hablado en el documento que se ha leído aquí, y
            ha referido en él una cosa que le consta por conocimiento propio, y de que
            nadie más le tenia. Las ilustres personas que concurrieron a este acto, de lo
            que deponen, de lo que responden, es de que S. M. pronunció aquellas palabras;
            pero del hecho no pueden responder porque no le presenciaron; responderán como
            caballeros; y como caballero que soy yo también, responderé y lo sostendré como
            sea necesario; pero aquí somos diputados, hombres de ley, y es necesario que
            entre ala cabeza a juzgar, porque el corazón es para fuera. La reina
            constitucional de España con su ministro responsable, que es a como son los
            reyes que reinan en países gobernados como el nuestro, ha dicho lo contrario.
            Los señores diputados recuerdan que en el decreto que se dirigió al señor
            ministro de la Guerra, don Francisco Serrano, apara que recogiese el de
            disolución de las Cortes, que se decía arrancado por la fuerza, se dice
            terminantemente que S. M. se había dignado dirigir aquel decreto á don
            Salustiano de Olozaga, a instancias suyas».
             Dirigiéndose
            a los autores y sostenedores de un proyecto de. mensaje a la reina, les
            preguntaban cómo podían decir que se hacía este mensaje con motivo de la
            comunicación que de real orden había hecho el ministro, cuando no existía tal
            orden, ni había dicho González Bravo que la tuviese de palabra, y cómo
            prejuzgaban una cuestión que podía ir a las Cortes como tribunal encargado de
            juzgar a un ministro.
             Defendiendo
            su causa, y contestando a la vez a las impugnaciones que le hicieron Martínez
            de la Rosa, Bravo Murillo, Posada y otros, no dejó un solo argumento en pie, y
            los discursos que pronunció, y de los que se hicieron grandes tiradas, quedaron
            indudablemente, cual ya se han calificado, como modelos de lógica, de saber, de
            vigorosa dialéctica y de irresistible demostración: jamás orador eminente se
            elevó a tanta altura; confundió y destrozó a sus contrarios y ostentó un valor
            cívico ejemplar.
             Concluyó
            recordando que constantemente había trabajado para la conciliación; que era su
            lema no más reacciones, no más revoluciones; condenó la conducta observada por
            el gobierno en la presentación y discusión del acta; que por las opiniones y
            doctrinas que se habían sostenido, unidas á hechos gravísimos que había citado,
            temía que se realizara una reacción temible, cuyas consecuencias hacia recaer
            sobre los ministros que las provocaban; y que se retiraba á la vida privada,
            sin renunciar a levantar su voz en el Congreso, cuando fuere necesario, en
            defensa de la libertad y de los principios de que jamás había renegado ni podía
            renegar.
             El final de
            aquella discusión contrastó con su principio que, aunque violenta y apasionada,
            fue solemne y grave: degeneró, se trató de vulgarizar la cuestión rebajándola
            hasta convertirla en una chanza; no faltaron personalidades poco convenientes;
            tuvieron verdaderos descuidos los señores Bravo Murillo, Martínez de la Rosa,
            Posada y otros, tanto más indisculpables cuanto mayor era el mérito de estas
            personas, y al fin se aprobó el mensaje a S. M. por 101 votos contra 48.
             El señor Olozaga,
            accediendo a los consejos de sus amigos, que tuvieron ocasión de conocer que se
            trataba de ejecutar villanos y criminales proyectos, marchó a Portugal, cuyo
            gobierno, faltando a la hospitalidad debida, le obligó a pasar a Inglaterra..
             
 MENSAJE
            A S. M.. SUSPENSIÓN DE LAS CORTES— SUS TRABAJOS
             LVII
                 El 20
            presentó a S. M. la comisión del Congreso el mensaje acordado; y el señor
            Martínez de la Rosa, que la presidía, dijo a S. M.: «Señora: El Congreso de los
            diputados nos ha dado el honroso encargo de manifestar a V. M. sus sentimientos
            de respeto y lealtad con motivo de la comunicación que de real orden ha hecho
            el señor secretario del despacho de Estado del acta en que se refieren los
            deplorables acontecimientos ocurridos en el real palacio en la noche del 28 de
            Noviembre último. El Congreso de los diputados, al expresar a V. M. estos
            sentimientos, no es sino el fiel intérprete de los que animan a toda la nación,
            cada día más resuelta a velar incesantemente en defensa del trono
            constitucional y de la sagrada persona de V. M.»
             S. M. se
            dignó contestar: «Acepto con gratitud las expresiones de los sentimientos de
            respeto y lealtad, que con motivo de recientes y deplorables sucesos, me
            manifiesta el Congreso de los diputados. Cuento con su patriótica cooperación
            para mantener ilesa la dignidad del trono conforme a la Constitución que hemos
            jurado; así como las Cortes pueden contar conmigo para conservar intacto el
            depósito de las leyes y de las instituciones del país.»—¡Excelente comedia!
             Las sesiones
            de las Cortes, que habían estado suspendidas desde la votación del anterior
            mensaje, reanudaron sus tareas el 23 para dar cuenta la comisión de haber
            cumplido su cometido; asediaron a los ministros con preguntas e
            interpelaciones, y el de Estado, al condenar el atentado cometido en la
            redacción de El Eco del Comercio, dijo que aplazaba la contestación
            hasta poder llevar el resultado de los procedimientos intentados por la
            autoridad, y manifestó de paso que el gobierno creía que los diputados debían
            ocuparse principalmente de lo que estaba sometido a su deliberación, de los
            proyectos de ley, porque en su sentir eran de más utilidad que todas las
            interpelaciones. Produjeron estas palabras reclamaciones y desorden; entróse en la orden del día; preguntó el señor Nocedal por
            el estado en que tenía sus trabajos la comisión para examinar el proyecto de
            acusación contra el señor Olózaga; contestaron cumplidamente los señores Posada
            y Cortina, demostrando que no estaba desatendido el asunto, y después de otras
            preguntas sobre la marcha de Olozaga, se suspendieron las sesiones por las
            festividades de Pascuas, y al reunirse las Cortes el 27, fue para oír la
            lectura del decreto que suspendía las de aquella legislatura.
   Este acto,
            que venía a justificar el propósito de Olozaga, lo explicó el gobierno diciendo
            que lo enconados que estaban los ánimos imposibilitaban a las Cortes y al gobierno
            ocuparse en formar las leyes de que tanta necesidad tenía el país; que el funesto
            espíritu de partido sofocaba la voz de la razón y despertaba más endurecidas
            que antes las encontradas pasiones que había adormecido el alzamiento de Junio;
            que trabajada la nación con tantas guerras y disturbios, estaba ansiosa de paz
            y de gobierno; que algunos se gozaban con la fatal perspectiva de nuevos
            tumultos, y en tal estado el gobierno no podía prescindir de suspender los trabajos
            de las Cortes, dando lugar a que la reflexión y el tiempo apaciguaran los ánimos
            y pusieran término a disensiones que, cuando menos, tenían el inconveniente de
            perderse en ellas un tiempo precioso que los pueblos quisieran ver menos
            estérilmente empleado.
             Sólo de esta
            manera podía cohonestarse la medida, cuando el gobierno contaba con mayoría
            evidente y no se habían votado los impuestos: bien es verdad que no habrían de
            hacerlo en los pocos días que faltaban para terminar el año.
             Aquellas
            Cortes, en los meses que estuvieron reunidas, no hicieron más que declarar, en
            un momento de entusiasmo, la mayoría de la reina, y discutir un mensaje a S. M.
            manifestándole sus sentimientos de respeto y lealtad por los sucesos en el real
            Palacio en la noche del 28. Respeto y lealtad que estaban en contradicción con
            los actos de los manifestantes.
             El reemplazo
            de 25.000 hombres pasó como cosa corriente, y si el Senado aprobó unánime la
            ley de Ayuntamientos presentada por el señor Caballero, fue inútil, porque pidió
            el ministro de la Gobernación se le autorizara para plantear los títulos de la
            ley de Ayuntamientos sancionada en Barcelona en 1840, relativos a las
            atribuciones y organización de las municipalidades. En esta autorización se
            excluía el que el gobierno nombrara los alcaldes; y aunque debía ser ley de
            Cortes, el ministerio la publicó de real orden el 30 de Diciembre, sin haber
            pedido siquiera la autorización debida; y notable coincidencia, el mismo señor
            González Bravo, el que ahora prescindía de la ley para publicar la de
            Ayuntamientos de 1840, era el que más la combatió, el que más trabajó para el
            pronunciamiento contra ella, el que a su enérgico discurso en el Ayuntamiento
            de Madrid contra aquel ministerio y aquella ley, debió no poca de su
            celebridad.
             La
            suspensión de Cortes sorprendió a los mismos moderados, y fue combatida por los
            que deseaban se rindiera el debido tributo a la ley; que deseaban hubiera
            esperado el gobierno a ver si una vez entablada la discusión de las leyes
            orgánicas, seguían los tumultos y los embarazos, y si seguían, tratar de ver si
            tenía mayoría suficiente para ponerles coto; y sobre todo, procurar no colocarse
            en la situación precaria en que le ponía la falta de autorización para cobrar
            los impuestos, y apurar hasta el último recurso para tener toda la razón de su
            parte.
             Dos medios
            se presentaban al gobierno o pedir autorización para plantear como vía de
            examen sus leyes, sin perjuicio de que las Cortes después las aprobasen, o
            proceder a hacerlo desde luego, contando con el asentimiento de las Cortes; y
            considerando si no imposible, difícil al menos lo primero, optó por lo segundo
            como más expedito.
             Así fue
            combatida y con razón la publicación de la ley de ayuntamientos, y ocasionó la
            dimisión de muchos concejales que dejaron en cuadro no pocos municipios, sin
            embargo de que la mayoría de estos concejales lo eran de real orden.
             La
            exaltación en que estaban los ánimos en Madrid, lo prueban los sucesos de la noche
            del 3, que recorriendo el pueblo las calles para ver las iluminaciones con que
            se celebraba la proclamación del nuevo reinado, hubieron de oírse algunas voces
            imprudentes de viva Espartero y muera Narváez; se produjo alarma y confusión;
            empezaron los soldados a disparar sus armas contra grupos inofensivos, hirieron
            no sólo a hombres sino a mujeres y niños, y hasta abriendo las puertas de un
            café y tirando a boca de jarro contra los que allí se acababan de refugiar.
             
 MINISTERIO
            GONZALEZ BRAVO
             LVIII
                 Grandes
            dificultades se presentaron a González Bravo para la formación del ministerio
            que quería fuese de coalición, único que, al decir de El Heraldo, el
            órgano más autorizado del partido moderado, era «sólo posible, aceptable y
            fuerte un gabinete en que se vieran representadas las fracciones preponderantes
            de los antiguos partidos, aunque hubiera que dividir para ello el ministerio de
            la Gobernación en tres ministerios: el de la Gobernación del reino, el de
            Fomento y el de Instrucción pública». Así se podía satisfacer a más
            pretendientes; aunque en obsequio de la verdad, debamos repetir que no eran entonces
            tantos como ahora los que se consideraban a la altura necesaria o tolerable
            para ser ministros. Aun cuando se había llamado y se llamaba aun progresista el
            señor González Bravo, se había separado de las filas de aquel partido al formar
            en las de la Joven España, y no podía contar con ninguno de sus antiguos
            correligionarios para compartir con él, ni ayudarle en la gobernación del Estado;
            quiso también asociarse a algunas eminencias moderadas, que se negaron también
            resueltamente, aunque no a prestarle decididamente todo su apoyo para la gran
            empresa que iba a acometer en la que estaban de acuerdo.
   González
            Bravo se creía con fuerzas bastantes para llevar adelante su plan: ni le arredraban
            los peligros, ni temía las consecuencias, poseyendo ese valor cívico de los hombres
            verdaderamente revolucionarios, audaz para obrar y poco escrupuloso de los
            medios, reunía, cual ninguno, las dotes del hombre que necesitaban los
            moderados. Por esto le acogieron gustosos, confiaron en él, y no les faltó
            seguramente. Supo cumplir los compromisos que contrajera en recompensa de su
            elevación.
             El 5 pudo
            presentar a las Cortes los cuatro ministros que se asociaron a su política,
            nombrándose para el despacho de Gracia y Justicia al señor don Luis Mayans, magistrado cesante de la Audiencia de Zaragoza y diputado
            por Valencia; para el ministerio de la Guerra al mariscal de campo don Manuel
            Mazarredo, gobernador militar y jefe político en comisión de Madrid, diputado
            por Ávila y vicepresidente del Congreso; para Marina, Comercio y Gobernación,
            de Ultramar, al brigadier don Filiberto Portillo, inspector general del cuerpo
            de resguardos y para Gobernación a don José Justiniani, marqués de Peñaflorida y senador del reino. El 10 se nombró ministro
            de Hacienda al senador don Juan José García Carrasco.
   
 PRIMEROS
            ACTOS DEL MINISTERIO
             LIX
                 El partido
            moderado estaba en el poder; y como una consecuencia lógica de lo que con él
            hizo el progresista, removió todos los jefes políticos y casi toda la
            administración, y lo que es peor, la magistratura, que siempre debiera haberse
            conservado ajena a toda política, porque no la debe tener la justicia, que no
            se ejercerá dignamente mientras no esté colocada por encima de todos los partidos,
            para que por todos sea respetada como la principal garantía y salvaguardia de
            la honra, de la propiedad, de la libertad y de la vida de los ciudadanos. Y no
            hubo entonces, como no ha habido nunca, esa escrupulosidad que honra a los
            gobiernos y garantiza la buena administración pública, en la elección de
            personas; que en el Congreso se denunciaron nombramientos de jefes políticos no
            muy dignos y hasta de personas declaradas inhábiles para obtener cargos
            públicos por el Tribunal Supremo. Pero convenía así a las miras políticas del
            poder o a exigencias influyentes, y por desgracia, se ha visto ser éste el
            mayor mérito para obtener destinos públicos. Era tal el aluvión de pretendientes,
            que hubo de expedir una circular el ministerio de Gracia y Justicia, para que
            no se diese curso a instancias que no fuesen de cesantes; sin que por esto
            dejaran de nombrarse personas que no habían ejercido antes ningún cargo.
             Como un
            anuncio de lo que había de hacerse con la Milicia nacional, se suprimió la
            subinspección y subinspecciones generales de la misma; cuyo primer cargo había
            dimitido antes el señor Cortina.
               Habíase
            propuesto el ministerio reformar muchos ramos de la Administración pública, y
            siendo el de la Hacienda el que más lo necesitaba, en vez de abordar desde
            luego lo que mejor pareciese, se creó una comisión especial para proponer el
            sistema tributario que conviniera establecer, el plan administrativo de los
            impuestos que constara el sistema, y el método de contabilidad. Decretóse que desde 1° de Enero de 1844, administraría la
            Hacienda pública los derechos de puertas, proponiéndose arreglarlos a lo que
            los intereses generales y la buena administración exigían; se nombró otra
            comisión para remover los obstáculos que se oponían al progreso de las fábricas
            de fundición de minerales, y hacer en los aranceles y reglamentos de aduanas
            algunas modificaciones; al efecto se suprimió la junta directiva del ramo de
            minas, estableciéndose un director general, y el 24 se nombró la comisión encargada
            de proponer las bases y reglamentos parala formación de un Consejo de Estado.
   
 REUNIONES—ACUERDO
            DE LOS PROGRESISTAS
             LX
                 Inaugurábase una nueva marcha política:
            la suspensión de las sesiones, que no era más que el primer paso para la
            disolución, provocó reuniones de diputados, celebrándose el 28 en casa del
            señor Carriquiri la de los de la derecha y del centro, y el 29 en casa del
            señor Madoz la de los progresistas; y aunque éstos designaron a los señores
            Cortina, Serrano y Madoz para redactar las bases que sirvieran de regla para la
            conducta que habían de observar los reunidos en lo sucesivo, todo era ya
            inútil; las circunstancias habían variado por completo; estaba perdida la
            batalla por los progresistas, a los que no quedaba otro recurso que reorganizar
            sus huestes, harto dispersas, como de costumbre, levantar su bandera y pelear
            con orden y concierto en la prensa y en los comicios electorales.
             En la
            reunión habida en casa del señor Carriquiri se nombró una comisión para que se
            avistara con el gobierno, a fin de saber las causas de la suspensión de las
            Cortes, demostrando con esto que no las aprobaban, en lo cual se mostraban más
            hombres de ley que de partido, y al reunirse de nuevo en casa del señor Roca de Tugores, para dar cuenta la comisión de su cometido, dióla su presidente, el señor Olivan; y si a todos no hubo
            de satisfacer, todos hubieron de conformarse.
   El resultado
            de la reunión en casa del señor Madoz, fue establecer unas bases reconociendo
            los diputados progresistas en el gobierno la facultad de aconsejar la
            suspensión de Cortes, por lo que respetaban y acataban el uso do esta
            prerrogativa constitucional; que interpondrían toda su influencia para que el
            orden público no se alterase, para que se estrechara más y más la unión del
            gran partido del progreso, procurando desapareciesen las rivalidades qua
            hubiesen podido crear los acontecimientos pasados; inculcar, por escrito y de
            palabra, el exacto cumplimiento de los preceptos constitucionales, por salvarse
            así el país de la grave crisis en que se encontraba, contribuir á que en los
            pueblos se arraigara la convicción de que la primera garantía de las libertades
            públicas consistía en no pagar ninguna contribución ni arbitrio que no
            estuviera autorizado por la ley de presupuestos ú otra especial; que si la ley
            constitucional o cualquiera otra vigente se infringiera por los agentes del
            poder, los diputados progresistas en el punto donde se encontraran, harían
            pública y patente la infracción, para que la nación lo supiera y el gobierno lo
            castigara, y si fuese éste el infractor, o usurpara atribuciones, los diputados
            progresistas, dirigiéndose a sus respectivos comitentes, cumplirían el deber y
            obligación leí cargo que aceptaron de representantes del pueblo, y el juramento
            que prestaron sobre los Evangelios, de guardar y hacer guardar la Constitución
            de la monarquía española.
             1844
                 PRONUNCIAMIENTO
            EN ALICANTE
                 LXI
                 Simultáneo
            el pronunciamiento centralista en Cataluña y Galicia, debió haber sido el de
            Alicante, Cartagena, Murcia y otros puntos del litoral; pero no se efectuó
            entonces por rivalidades de los círculos de Madrid con Barcelona, cuyos
            pronunciamientos, a haber vencido, habrían llevado el movimiento mucho más allá
            de lo que deseaban Arguelles, Calatrava, Mendizábal, Olozaga, Becerra, Madoz y
            demás progresistas que no renunciaban a la monarquía.
             A la entrada
            en el poder de González Bravo, y dominado ya el movimiento centralista, se
            trabajó mucho para realizar un movimiento exclusivamente progresista, adquiriéndose
            la seguridad de que Alicante y Cartagena lo iniciarían, para que al abrigo de
            ambas plazas pudieran secundarlo Murcia, Albacete, Almería, Málaga y otros
            puntos de la costa, puesto que se contaba con el auxilio y cooperación de la
            empresa de guardacostas de Llano, Ors y compañía, que no faltó. Fueron
            reuniéndose elementos; muchos se mostraron decididos, aunque no todos lo
            fueron, como es costumbre en tales casos, y llegó el momento de obrar a juicio
            de los directores de la trama. Poco escrupulosos en escoger las personas,
            admitían cuantas se presentaban.
             Don
            Pantaleón Bonet, coronel de caballería, comandante de carabineros, había sido
            depuesto por el gobierno, al que no inspiraba la debida confianza el antiguo
            escribano y comandante de los carlistas de Cabrera, bien riguroso por cierto y
            poco aprensivo en política; pero tantos se interesaron por él que volvió al
            servicio, y en Enero de este año de 44 salió de Valencia con una columna de 250
            carabineros de infantería y 80 de caballería, a perseguir el contrabando; y de
            acuerdo con los progresistas, y por ellos elegido, empleó algunos días
            adormeciendo a las autoridades y dando tiempo a que estuviera todo dispuesto en
            Alicante para el pronunciamiento. Al anochecer del 28 entró en esta ciudad, y
            un tiro fue la señal de alarma, especialmente para las autoridades, que se
            hallaban tranquilas en casa del alcalde constitucional, don Miguel Bonanza,
            como de costumbre, y salieron inmediatamente Lassala, Ceruti, el barón de Finestrat, don Balbino, Cortés el
            alcalde y su hermano don Juan Bonanza y otro, que llevados de su arrojo no
            vacilaron en penetrar en la posada de la Higuera, donde se alojaron los carabineros,
            produciéndose escenas terribles en medio de la oscuridad y de la confusión que
            la misma y las voces y las cuchilladas que se repartían aumentaba.
   Presas las
            autoridades y libres de este obstáculo los pronunciados, se reunió gran parte
            de la Milicia nacional, y cogido el santo fueron sorprendidas en el castillo y
            cuarteles las fuerzas del provincial de Valencia, preso su coronel y algunos
            oficiales, y se desarmó a los soldados que se negaron a tomar parte en la
            rebelión. Para guarnecer el castillo se nombró al Empecinado, que lo entregó
            después a Roncali.
   El baile de
            máscaras que había aquella noche en el Ayuntamiento, terminó a la una al
            saberse la alarma que ya había cundido. Se tocó generala a las cinco de la
            mañana, y un cañonazo disparado a las seis del castillo de Santa Bárbara,
            despertó a los habitantes, disparándose otro a los pocos minutos, anunciando el
            toque a rebato de la campana de dicha fortaleza, pue se había efectuado un
            pronunciamiento desconocido de la mayoría, y hasta de muchos de las nacionales
            que se reunían. Se vitoreaba desde el castillo a la Constitución y a la reina,
            y muera el ministerio; se oían descargas de fusilería hacia el convento de San
            Francisco: el capitán de artillería don Diego Miranda, cuando al salir del
            baile supo el arresto de las autoridades, formó su tropa y marchó al baluarte,
            ocupado ya por los carabineros, se refugió en el convento de San Francisco,
            donde tomó el mando de los provinciales de Valencia, casi sin oficiales por no
            haberse podido unir estos a la tropa; quiso Miranda hacer uso de la fuerza, mas
            no la encontró dispuesta a ello, y tuvo que capitular con los que le sitiaron.
            Al cesar el fuego, se dio a cada soldado diez reales, formando con todos los
            pronunciados una columna mandada por Bonet que dio vuelta a toda la ciudad.
             Nombróse una junta, titulada
            Suprema de gobierno de los reinos de Aragón, Valencia y Murcia; presidióla Bonet, que hacía de comandante general; dióse la vicepresidencia al republicano don Manuel
            Carreras, y eran individuos de ella don José María Gaona, don Miguel España y
            don Marcelino Franco, vocal secretario. Publicó una proclama diciendo que el
            ministerio era hijo de la mentira y mendigaba el poder del bando carlista; que
            no soltarían las armas hasta conseguir las reformas que deseaban en la
            Constitución, y terminaba: «Abajo el ministerio, la camarilla y la ley de
            ayuntamientos, en nombre de la soberanía del pueblo. ¡Viva la reina
            constitucional!».
   En cuanto el
            gobierno recibió la noticia, ordenó la inmediata publicación de la ley de 17 de
            Abril de 1821 en las provincias de Alicante, Murcia, Albacete, Valencia, Almería
            y Castellón de la Plana; anunció que exigiría a su tiempo la responsabilidad
            más estrecha a las autoridades que se habían dejado sorprender, y se mandó en
            nombre de S. M. que todos los jefes, oficiales y sargentos que perteneciesen al
            ejército, milicias provinciales, nacional, carabineros o armada que tomaron
            parte en la rebelión, serian pasados por las armas donde quiera que pudieran
            ser habidos, con la sola identificación de la persona; si invitada la tropa
            sublevada de todas armas a volver a sus banderas en un corto plazo no se
            presentase, seria diezmada con arreglo a ordenanza, cuando fuese habida, y
            todos los paisanos que como jefes de la rebelión hubiesen aparecido en la de
            Alicante, serían también pasados por las armas. Se enviaron fuerzas de mar y
            tierra, se prohibió la publicación de partes y noticias, y se adoptaron cuantas
            medidas sugirió al gobierno la energía que se propuso emplear.
             La junta de
            Alicante prendió a algunas personas, se apoderó de los caudales públicos,
            dirigió una circular a los ayuntamientos de la provincia, mandándoles movilizar
            en corto plazo la Milicia nacional y dirigirla a la capital, exigiendo para
            socorrerla las cuotas necesarias a los primeros contribuyentes, y creó una
            junta de armamento y defensa, encargada de reorganizar las fuerzas que debían
            reunirse en la ciudad.
             El 30 mandó
            la junta que se admitiesen en la plaza a libre tráfico, los algodones extranjeros,
            pagando 25 por 100 de derechos, y el 31 se ofreció a todos los sargentos del
            ejército que se pronunciaran el grado de subtenientes, ofreciendo un real de
            plus a los soldados que le siguiesen y 500 reales de gratificación a los que se
            presentasen con caballo y montura.
             Estas
            precipitadas y arbitrarias disposiciones produjeron entusiasmo en unos y temor
            en otros. Reinaba en la ciudad agitación febril: sólo se oía estruendo de
            armas, fuertes destacamentos de nacionales custodiaban las murallas; numerosas
            partidas de gente armada recorrían las calles; los milicianos de los pueblos
            circunvecinos llegaban en tropel, y el vecindario, sobrecogido de una especie
            de estupor, se encerró en sus hogares esperando con recelo el resultado de
            aquellos sucesos.
             En Muro y Concentaina se intentó el pronunciamiento simultáneo al de
            Alicante; pero fue débilmente ejecutado y fuertemente rechazado. En Aspe
            detuvieron los vecinos a una partida de los carabineros sublevados, y sólo en Monovar, Petrel y algún otro pueblo secundaron por el
            pronto el alzamiento de la capital; y aunque en Orihuela y otros puntos había
            ayuntamientos favorables a los pronunciados, fueron sustituidos por los que inspiraban
            más garantías a las autoridades, que empezaron a tomar las disposiciones que la
            situación reclamaba, y cuando estaban desarmando la Milicia, entraron en la
            noche del 3 los fugitivos de Murcia, anunciando la llegada de una columna de
            los pronunciados de Cartagena y Algezares, que
            Camacho procuró hacer temida. Pretendieron, sin embargo, las autoridades, la
            resistencia, y como desconfiaban del comandante de armas y de otros, hicieron
            salir la tropa de la ciudad, y se pronunció ésta, llegando después la columna
            anunciada de Cartagena. Al saberse en Orihuela el desastre de Elda, abandonaron
            la ciudad los pronunciados, acompañados de los nacionales de Bigastro y
            Torrevieja.
   
 PRONUNCIAMIENTOS
            FRUSTRADOS — CARTAGENA
             LXII
                 En Alcoy se
            pretendió el 29 secundar el movimiento; pero vencidos y presos muchos de los
            que lo intentaron, muertos otros en la refriega que se trabó, debióse el restablecimiento del orden a la mayoría de los
            nacionales y al comandante de armas don José Espinosa y Canaleta, que publicó
            al día siguiente una sentida alocución. Inexorable el gobierno, mandó que los
            aprehendidos fueran pasados por las armas, justificadas sus personas como
            autores de la tentativa; que se le diera parte de haberse cumplido así sin
            contemplación, para conocimiento de su majestad, sin que detuviera el temor de
            las represalias; «pues si bien S. M., añadía, verá con dolor las víctimas que
            el furor de los rebeldes pueda sacrificar, pesa más en su real ánimo la
            necesidad absoluta de que la ley y la vindicta pública sean una verdad segura
            de que la poca sangre vertida antes de que se enconen las contiendas civiles,
            ahorra mucha para después, y porque también exige la patria que aquel a quien
            por su desgracia o por su incuria le toque la malaventurada suerte de ser
            víctima, sepa resignarse a serlo cuando por ello resulta un bien a la causa
            pública».
   Interesaba a
            los pronunciados en Alicante extender la insurrección, y enviaron una columna
            expedicionaria a la importante villa de Elche, la bella Jerusalén española por
            sus montes de palmeras; mas no contaban allí con los elementos que muchos
            creían; fueron rechazados los expedicionarios, y hasta se formó otra contra
            columna para perseguirlos, mandada por el comandante de voluntarios don José
            Bru y Piqueras. Esto era ya una contrariedad terrible para la revolución, cuyo
            aislamiento había de ser su muerte; pues si en un principio, y sin haber
            acudido aún fuerzas del gobierno, se veía rechazada por la misma opinión
            popular, en cuanto fueran acudiendo las tropas que el
            gobierno enviaba solícito, ya estaba perdida.
             Aún se
            esperaba, sin embargo, que no faltaran todos a sus compromisos, y que Cartagena
            secundara el movimiento, al que daría gran importancia por tener la plaza.
            Trabajaba para ello el general don Francisco de P. Ruiz: el capitán graduado de
            comandante don Fulgencio Gavilá y el teniente don
            Manuel Andía, contaron con la guarnición de Cartagena consistente en el primero
            y tercer batallón de Gerona, cuyo regimiento mandaba don Juan Zapatero a la
            sazón en otro punto.
   Se efectuó
            el pronunciamiento el 1° de Febrero, prendiéndose al gobernador militar don
            Blas Requena; nombróse una junta de gobierno
            presidida por don Antonio Santa Cruz, que elevó al día siguiente una exposición
            a S. M., en la que se lamentaba la junta de que el pueblo español tuviera otra
            vez que apelar al derecho de alzarse para defender sus hollados fueros y salvar
            las instituciones, caramente adquiridas, cual nunca amenazadas y próximas a
            desaparecer por la liga que habían formado hombres de opuestas opiniones, para
            quienes la libertad era un nombre vano, por guiarles su ambición y privados
            intereses; que no enumeraban las infracciones del Código jurado, ni las
            disposiciones reaccionarias adoptadas por los ministros que la aconsejaban, por
            estar al alcance de todos; que sólo la ley de ayuntamientos, causa de un
            alzamiento, abolida después y restablecida al presente sin la aprobación de los
            Cuerpos Colegisladores, el trasiego de empleados y el restablecimiento de la
            policía, hacían ver hasta qué punto se despreciaba el voto explícito de los
            pueblos y la Constitución; que tinta ignominia y desafuero no podía ser
            tolerado, y un grito aterrador para los tiranos y de salvación para los buenos,
            que resonó en Alicante, había sido repetído en aquel
            suelo, y en breve se difundiría en todos los ángulos de la monarquía, sin
            intentar humillar ni abatir el trono, que, como fieles súbditos respetaban y
            acataban, sino querer su mayor esplendor y gloria, separando de él los
            apóstatas y desleales consejeros, siendo necesario, y sobremanera preciso, y la
            junta lo rogaba reverentemente, que se dignara S. M. exonerar a los secretarios
            del Despacho que por sus antecedentes no inspiraban confianza, reemplazándoles
            con los que supieran conducirse por la senda constitucional, aboliendo la ley
            municipal, acallando así les clamores y ansiedad de los pueblo, y volvería a
            renacer la paz. «Conjure V. M. la horrorosa borrasca que muy de cerca y con
            grande furia brama; desoiga las pérfidas sugestiones de los que apasionadamente
            la aconsejan, y atienda únicamente a los leales españoles, que solo aspiran a
            conservar ileso vuestro trono, y sin mancilla la ley fundamental que hemos jurado.»
             La junta
            insistió en sus declaraciones monárquico-constitucionales: así vemos en el
            primer número del Boletín Oficial que publicó, decir que la bandera levantada
            en aquella plaza, solo tenía por lema salvar la Constitución de la monarquía,
            sin ofender en lo más mínimo las garantías del pueblo y «las prerrogativas del
            trono que nuestra reina Isabel ocupa.» No tenían, pues, razón los periódicos
            ministeriales para presentar como enemigos de la reina a los sublevados; eran
            esto, en efecto, pero contra un partido que ocupaba el poder y estaba constituido
            en autoridad. Este era su verdadero delito para con el gobierno. Por lo demás,
            era una cuestión de fuerza, como a las que estaban acostumbrados a apelar todos
            los partidos para conquistar el poder, siendo buenos los vencedores y malvados
            y traidores los vencidos. Tal ha sido siempre la lógica de nuestros partidos
            políticos.
             La junta
            tuvo cuidado de manifestar que, en medio de las circunstancias excepcionales
            había respetado las personas, la propiedad y hasta la independencia de
            opiniones, estando decidida a observar igual conducta, sin violar ni permitir
            se violaran los derechos individuales, por lo que todos debían descansar
            tranquilos, sin que el más leve temor de ninguna clase turbara su sosiego.
             Y añadía:
            «Mas como se haya notado que el comercio de esta plaza se muestra tímido en la
            adquisición de comestibles y otros géneros de preciso consumo, deber es de la
            junta dirigirle su voz para manifestarle que los almacenes de depósito serán un
            sagrado, del que no se extraerán los objetos que contenían, sino por legítimos
            títulos. Cuando las circunstancias apremien, cuando se hayan agotado los
            recursos con que la junta cuenta, que probablemente será nunca, y si se verifica
            será tarde; en fin, cuando la salvación, y solamente la salvación de la causa
            que defendemos lo exija; entonces todos contribuiremos en efectivo para satisfacer
            las necesidades públicas de una manera equitativa, y en proporción a las
            facultades de cada uno, y en este caso inesperado, los individuos de la junta
            serán los primeros en pagar sus cuotas, como en sacrificarse por el bien del
            pueblo.-Cartagena 9 de Febrero de 1844».
             Para premiar
            la junta el servicio que la prestaba el regimiento de Gerona, confirió el empleo
            inmediato a todos los sargentos y cabos que tomaron parte en el pronunciamiento;
            concedió un real de plus a los individuos del mismo, y ofreció la licencia
            absoluta a todos los soldados a los cuatro meses de haber concluido aquella
            campaña, reservándose la junta recompensar a los oficiales. Así se disponía del
            tesoro público.
             MURCIA
                 LXIII
                 Las tropas
            que guarnecían a Murcia prometieron secundar el movimiento apenas lo iniciase
            Cartagena, mas no lo cumplieron; y al querer algunos impacientes realizarle, se
            alarmaron más las autoridades que constituyeron una junta para emplear los
            elementos que había de resistencia; se quiso explotar la rivalidad local de
            ambas poblaciones; acudieron algunos pocos milicianos de Espinardo,
            Molina y otros puntos; tomó el mando militar el señor vizconde de Huertas; se
            publicó la ley marcial, y no se perdonó el menor esfuerzo para animar el
            espíritu público en favor del gobierno.
   La junta de
            Cartagena mandó una columna a Murcia, se retiró la guarnición con el vizconde y
            el comandante general Pardo, y la ciudad se pronunció el 3 de Febrero, tomando
            en ello una parte activa el no menos activo conde del Valle de San Juan, que
            formó a su costa un escuadrón de caballería, del que le nombró la junta
            comandante, y con este carácter operó durante el sitio de Cartagena.
             El mismo día
            anunció la junta, que se llamó provisional de gobierno de la provincia, a todos
            los ayuntamientos, que a las doce del día con el mayor orden, entusiasmo y
            patriotismo, se había enarbolado en aquella capital el glorioso pendón de 1° de
            Setiembre de 1840, y que al participárselo esperaba que al recibir el aviso, y
            venciendo los obstáculos que se ofrecieran, secundara inmediatamente el
            pronunciamiento bajo la misma bandera, constituyendo en seguida la junta que
            directamente se entendiera y reconociera á la de la capital, como la única
            autoridad superior de la provincia. Ordenó en otra circular restablecer
            inmediatamente los ayuntamientos de Mayo anterior y la Milicia nacional tal
            cual entonces se hallaba, y que no entregaran cantidad alguna sin orden expresa
            de la junta.
             Esta dirigió
            a los habitantes de la provincia una proclama manifestando la indignación con
            que en 1810 hablan recibido los pueblos la ley de ayuntamientos, recogiendo el
            guante que les arrojaba el gobierno, que calificaba de imbécil y tiránico, y
            cuyos principios de retroceso eran conocidos; que los mismos hombres, entonces
            vencidos, se habían apoderado ahora por medios tortuosos de los destinos del
            Estado, y abrasando la mano amiga que el error les tendió, habían querido
            atentar segunda vez contra la Constitución de 1837 y todas sus consecuencias;
            que vejada y escarnecida la ley fundamental, sólo existía en el nombre y como
            escudo de los proyectos de los gobernantes; que no era posible que la nación
            permaneciera pasiva y silenciosa; que varios puntos de la Península habían
            alzado el pendón nacional, y Cartagena y su guarnición habían proclamado la ley
            fundamental en toda su pureza, invocando el augusto nombre de Isabel II
            constitucional; que había enviado en auxilio de la capital una columna mandada
            por el comandante de Gerona, Martínez, a la que, incorporadas las compañías de
            Milicia nacional de Algezares y otros patriotas, ocuparon
            la capital, abandonándola las autoridades sin resistencia, y que instalada la
            junta que la necesidad reclamaba, los que la componían se prometían que el
            triunfo obtenido contra la tiranía no sería manchado con ningún género de
            exceso, pues en el inesperado caso de cometerse, sería reprimido y castigados
            sus autores con arreglo a las leyes. «Ciudadanos, terminaba diciendo, si los
            miembros que componen esta junta os inspiran confianza; si queréis consolidar
            el triunfo de la libertad contra el despotismo, sed sumisos a la junta y a las
            autoridades que de ella emanan: respetad las personas, sus propiedades y demás
            garantías de la sociedad, y de esta manera contribuyendo a la salvación de la
            patria, merecéis bien de la misma. Ciudadanos: ¡Viva la Constitución de 1837!
            ¡Viva la reina doña Isabel II constitucional! ¡Abajo la llamada ley de ayuntamientos!
            ¡Abajo la camarilla!
   En este
            mismo día, y mostrando entusiasta actividad el presidente de la junta y mariscal
            de campo don Francisco de P. Ruiz, mandó que todo individuo que hubiese pertenecido
            a la Milicia nacional creada en Junio de 1843, en el término de cuatro horas
            presentara al ayuntamiento las armas, municiones y equipo, so pena de ser
            juzgado por la comisión militar creada para este objeto; comprendiendo esta
            disposición a la partida de movilizados e individuos de la empresa de la sal.
            Declaró al día siguiente en estado de guerra la provincia, sin perjuicio de continuar,
            por el pronto, las autoridades civiles, en el ejercicio de sus funciones; se
            instaló la comisión militar para juagar á los que, en cualquier sentido,
            atentasen contra la tranquilidad pública; y para alentar la opinión, anunció
            algunos inexactos pronunciamientos.
             
 RECHAZA
            ALCOY EL PRONUNCIAMENTO. ACCIÓN DE ELDA
             LXIV
                 Periódicos
            ministeriales acusaron al inglés Arturo Maculok de
            haber ido de Gibraltar a Alicante a dar oro para la revolución, de acuerdo con
            los progresistas de aquella plaza, en lo cual había exageración, porque la
            junta que se formó en Alicante no se vio muy sobrada da recursos y tuvo que
            reanudarlos, para poder sostener el pronunciamiento y extenderlo.
   Para
            demostrar que no so declaraban contra la reina, celebraron el 33 el cumpleaños
            de su hermana, con tres salvas de artillería y gran parada. El 31 se puso en
            libertad á don Miguel y don Juan Bonanza, y lo fui al día siguiente el abogado
            Jiménez.
             Los
            fugitivos de Alcoy, contando con elementos que les faltaron, y con la
            exageración de su entusiasmo, insistieron tanto en que, con una pequeña columna
            que se enviara, se pronunciaría Alcoy, que al fin marchó de Alicante una, con
            una o dos piezas; se presentó en la tarde del 1° de Febrero ante la villa; y
            después de algún fuego de cañón y fusilería, no pudiendo vencer la resistencia
            de la Milicia del pueblo y paisanos armados, que desecharon por dos veces la
            propuesta de rendición, tuvo que volver a Alicante la columna con bastante
            fuerza moral perdida y algunas bajas. La junta publicó el 3 una proclama,
            diciendo que sus tropas no habían entrado en Alcoy, por evitar los horrores de
            un asalto, y que en breve volverían contra aquella población. Así lo hicieron en la tarde del 3, intentando en vanó apoderarse
            de ella. Bonet entonces dirigió a las autoridades y habitantes de la villa una
            comunicación amenazándoles con castigos si no accedían a sus deseos, y que se
            retirarían si le entregaban 1000.000 duros y el paño necesario para vestir a su
            gente. Los alcoyanos, que habían recibido un parte del general Roncali, excitándoles a que no desmayasen, pues él volaba
            en su ayuda con numerosas fuerzas, desdeñaron las proposiciones de Bonet, e
            intentando éste un nuevo ataque no menos desfavorable para él que los
            anteriores, y sabedor del auxilio que iba a los de Alcoy, se retiró; continuó
            sin embargo la inquietud en la población por la variedad de las noticias, y
            cuando más apuradas las recibieron, presentóse a poco Roncali al que vitorearon.
             Plenamente
            autorizado el general del distrito, don Federico de Roncali,
            para proceder contra los pronunciados, temió se propagara la insurrección en la
            provincia de Valencia, porque sabia existían planes para ello, extensivos a
            otros puntos, y declaró en estado excepcional todo el distrito, bloqueada por
            mar y tierra la plaza de Alicante, y nombrado, el consejo permanente para
            juzgar a los que atentaren contri la pública tranquilidad en cualquier sentido.
            Quedó a su virtud disuelta la Milicia nacional de Valencia.
   El consejo
            de ministros, preocupado ya con el pronunciamiento de Cartagena, declaró en
            estado excepcional toda España, adoptando las demás medidas consiguientes, a la
            vez que se mostraba tan activo como enérgico en aprontar fuerzas y recursos
            para reducir la sublevación. Roncali salió el 3 de
            Valencia con una columna de tres batallones, dos escuadrones y cuatro piezas
            rodadas: don Fernando Fernández de Córdova y don José de la Concha salieron
            también de Madrid con fuerzas; el capitán general de Cataluña hacía los
            aprestos posibles para enviar cuantas fuerzas de mar y tierra pudiese, y en
            breve se opusieron respetables a la revolución.
   No se
            descuidaban tampoco los pronunciados, y confiando en que las tropas que llevaba
            el general Pardo estaban comprometidas a secundar el movimiento, salió Bonet a
            su encuentro en la noche del 4, desde Ibi, con la columna de vanguardia en
            dirección a Elda, donde aquel se hallaba con 800 infantes, 50 a 60 caballos, y
            sobre 300 nacionales de aquel pueblo. A sus inmediaciones llegó a las siete de
            la mañana del 5; rompieron el fuego las guerrillas de Pardo, fue contestado;
            cargó Bonet con la caballería, arrollándolas, quedando en su poder la compañía
            de cazadores de aquella Milicia y algunos soldados del ejército. Los cazadores
            de Valencia ocuparon una posición, que defendieron con valor y serenidad, hasta
            que entrando en fuego las de carabineros y las dos restantes del provincial de
            Valencia, se generalizó la acción en toda la línea, quedando en la reserva el
            batallón de movilizados de Alicante. Pardo no llevaba la mejor parte; tuvo que
            irse retirando, y se pasó a los sublevados una compañía con morrión en mano,
            gritando alto el fuego, viva la libertad, todos somos unos.
             Al mismo
            tiempo, en la parte en que Bonet se hallaba dando frente á la llanura, se le
            presentaron un capitán, dos oficiales y algunos soldados, solicitando cesase el
            fuego, pues sus columnas ansiaban adherirse al pronunciamiento; pidieron al
            jefe un abrazo, que le dio llorando de gozo y de ternura; echaron pie a tierra
            sus oficiales de caballería, adelantándose a abrazar a los que miraban como
            verdaderos hermanos, y mientras cándidamente se entregaban los que en la lucha
            podían considerarse vencedores, al regocijo de tan humanitario término, sólo
            comprendieron el ardid al verse súbitamente cargados y en horrible confusión,
            por haber abandonado ya las posiciones, que a pesar de todo pudieron recuperar.
            Entonces perdió Bonet más de 100 hombres, cortados por la caballería, experimentando
            otras pérdidas, como la de la artillería, contando también Pardo algunas bajas.
             Tal
            indignación causó la manera de vencer que tuvo Pardo, que Bonet lo publicó en
            un manifiesto dirigido a la nación, exponiendo los hechos que dejamos narrados.
             El efecto
            moral de esta derrota fue tremendo para la revolución; y como las fuerzas que
            empezaba a organizar la junta de Murcia eran nacionales, que no podían en
            aquellos momentos batirse con la tropa, distando Elda una jornada de Murcia, y
            sabiéndose que el general Pardo se iba a interponer entre dicha ciudad y
            Cartagena, viéndose perdida la junta, resolvió replegarse sobre aquella plaza,
            como lo verificó el 7 con los nacionales, quedando anulada en sus funciones
            pues en Cartagena mandaba la allí establecida.
             Las
            autoridades que se habían retirado a Cieza, acudieron solícitas a la capital en
            cuanto supieron su abandono por los pronunciados. También acudió a ella el
            general don José de la Concha, que empezó enseguida a organizar una columna
            expedicionaria que revistó el 10.
             Al
            participar a los murcianos el jefe político don Mariano Muñoz y López su
            regreso a la capital, se mostraba agradecido a los pueblos de la provincia, que
            llenos de entusiasmo le ofrecieron armas y dinero para defender la
            Constitución, la reina y el orden; les daba las gracias, y a la diputación
            provincial, y trataba despiadadamente a los pronunciados.
             
 HOSTILIDADES
             LXV
                 Al terrible
            efecto que causó en Alicante la derrota en Elda, evidenciada al entrar Bonet
            con los restos de su gente, después del anochecer del 6 en la ciudad, se añadió
            la alarma difundida a la mañana siguiente por la llegada de las tropas de Roncali a la villa de Muchamiel. Se distribuyó la Milicia
            en varios puntos; salió Bonet con una escolta de caballería; fijáronse a su regreso algunos edictos tranquilizando al
            público; huyeron muchas familias, y se tapiaba a la vez el boquete del foso de
            la puerta de la Reina. Al público se le ocultó la primera intimación que se
            hizo a la plaza, cuyas puertas no se abrieron el 8, y sí solo los portillos. Al
            mediodía del 9 se dispararon dos cañonazos del castillo de Santa Bárbara, por
            la parte de tierra, izando bandera, se vio desde la plaza una avanzada ocupando
            el monte de San Julián; los guardacostas Plutón y Amalia se
            situaron frente a la cantera, haciendo algunos disparos entre dos sierras; el
            10 hicieron algunos Santa Bárbara y San Fernando contra los
            molinos, y se repetían cualquier amago por mar y tierra; se celebró el 12 con
            voleo de campanas y vítores la entrada de un vapor prisionero y el
            pronunciamiento de Sevilla, nada de lo cual resultó cierto; se agravó la
            situación de los vecinos pacíficos al regresar algunas señoras y niños llorando
            por no haberles permitido pasar de la primera línea, y se constituyó don José
            Bas en providencia de los presos.
   Perdida la
            isla de Tabarca el 13, de la que se apoderó la marina del gobierno, efectuó el
            14 Bonet una salida por la puerta de San Francisco, situándose sobre la línea
            de los ingleses formando en masa. Los guardacostas Plutón y Proserpina se hallaban con antelación en el Babel, cañoneando las fábricas
            Alicantina y Las Palmas, donde tenía Roncali alguna
            fuerza, que hizo frente a las guerrillas que contra ella dirigió Bonet: envió
            Santa Bárbara algunas granadas, y con un obús que se sacó de la plaza y lo
            situaron sobre los barcos varados en la playa del Babel, se hicieran algunos
            disparos contra la Alicantina. También tronó San Fernando y el baluarte de San
            Carlos, hasta que se vio que el vapor de guerra Isabel II se dirigía
            desde la isla de Tabarca al puerto, retirándose los guardacostas al amparo del
            muelle, y retirándose igualmente la columna. El vapor se retiró a tiro de
            cañón; viró dando la banda a la plaza, sin que esta le hostilizara: disparó un
            cañonazo contra el guardacostas que estaba en el muelle, y la bala de 54 libras,
            pegando en el ángulo del principal, penetró en la casa de don Jaime Raimundo;
            rompieron entonces el fuego contra el valor las baterías de San Carlos, el
            Muelle, plaza de Ramiro, el Castillo y Plutón, y se alejó el vapor disparando
            otro cañonazo. La gente que llenaba los terrados de Alicante presenció esta
            escena. Terminado el fuego contra el vapor, fue Bonet con dos compañías al
            monte de San Julián, tiroteándose hasta el anochecer con las avanzadas.
   El 15 se
            mandó que á la mañana siguiente se presentaran todos los caballos y jacas en la
            plaza de Barranquet, bajo la multa del valor de la
            cabalgadura; y a la vez que esto se ejecutaba al día siguiente, se presentaron
            tres faluchos de guerra y rompió el fuego Santa Bárbara y el baluarte de San
            Carlos contra Las Palmas, haciendo algún disparo San Fernando sin gran
            resultado.
   Bonet y la
            junta comprendieron que hacía falta gente que oponer a la que en gran número se
            iba reuniendo en su contra, y se anunció el enganche de hombres de dieciséis a
            cincuenta años de edad, ofreciendo a los casados dos raciones de pan y dos de
            menestra con 2 reales, y a los solteros una y la misma cantidad, lo que sirvió
            de algo, porque el pan empezaba a escasear. A las siete de la noche de este día
            16, se alteró la tranquilidad con las voces de «a las armas, a las armas,
            traición, que nos venden!», y hubo carreras, estruendo de cerrar puertas y ventanas, ayes y lloros de niños y mujeres, toque de generala,
            tropel y confusión, y al ir cediendo, se oyó una dilatada descarga de fusilería
            que principió en el baluarte de San Carlos y corrió por toda la muralla hasta
            la puerta de la Reina. Un pavoroso silencio sucedió a este ruido. Se mandó
            iluminar la ciudad, que lo fue en el acto, y aquel silencio le interrumpieron
            solo algunas descargas de fusilería, a las dos de la madrugada, por la parte
            del pueblo de San Vicente y de la Cruz de piedra de la huerta.
   El 17 se
            anunció con gran cañoneo por la parte de Santa Pola, y a las nueve salieron dos
            compañías por la puerta Nueva para proteger el embarque de 500 lingotes de plomo
            y varias herramientas de la fábrica La Británica, disparando en tanto el
            castillo granadas y bala rasa, secundándole desde el mar uno de los guardacostas.
            Por la tarde volvió el castillo a hacer fuego contra dos baterías que llegaron a
            Las Palmas, disparando también el baluarte de San Carlos, el del Molino y
            batería del Muelle; incendiaron algunas granadas de San Carlos la fábrica
            Alicantina, y apagaron el fuego las tropas de Roncali,
            que ya tenia establecido el bloqueo.
   La estrechez
            de este obligó a los pronunciados a establecer tahonas en la iglesia de Santo
            Domingo, y a exigir al comercio los granos que tenía en los almacenes:
            escaseaba ya el pan, no sobraba el dinero, y se impusieron fuertes
            contribuciones a algunas personas, faltándose a lo ofrecido.
               Hubo dos
            horas de fuego el 18; enarboló el 20 bandera negra el castillo; efectuaron en
            este día algunos movimientos los buques guardacostas de unos y otros
            contendientes aprovechándose de ellos un buque inglés cargado de bacalao para
            introducirse en el muelle, y hubo gran cañoneo, que no faltó tampoco el 21; en
            cuyo día se cortaron los árboles del huerto de Mabili y los hermosos de la alameda de San Francisco, cortándose días después, los de
            los huertos situados a espaldas de Capuchinos. No disminuyó el ardor de los
            pronunciados, y hasta para hacer confiar y dar aliento al pueblo, hubo
            funciones teatrales, ejecutándose en la noche del 23 la graciosa comedia El
            héroe por fuerza,.
             A la vez que
            Bonet quería prender al alcalde don Cipriano Berges por no haber presentado
            cierto número de carros que le pidió, fusiló á un paisano, José Martínez, por
            llevar una carta del campamento, cuya muerte llenó de horror e indignación;
            puso en libertada algunos presos, y prendió al comandante del correccional por
            hablar contra Bonet.
             
 BLOQUEO
            DE CARTAGENA
             LXVI
                 El
            comandante general do Murcia donjuán Antonio Pardo, dirigió al día siguiente de
            regresar a la capital, el 19, una alocución a sus habitantes, participándoles
            su triunfo en Elda; que había ocultos y menguados traidores que no queriéndolos
            á su alrededor, se fueran lejos, porque estaba decidido a exterminarlos y a
            proceder inexorable contra los cómplices y criminales.
             El 15
            entraba en Murcia la división Córdova; salió el 16 para Cartagena, precediéndola
            el general Concha a la cabeza del batallón de nacionales de aquella capital,
            300 caballos de Lusitania y carabineros. Pernoctó Concha en Balsapintada,
            conferenció el 17 en Lobosillo con Córdova, avanzó el
            18 hasta Pozo Estrecho, se le unieron unos 500 nacionales de Lorca, y el 19
            otros tantos de Ciezar, que con los de Yecla,
            Caravaca y otros puntos reunió unos 2.000 hombres de esta milicia, que cubría
            una buena parte de la extensa línea de bloqueo.
   Para impedir
            los trabajos de sitio obraron con actividad y acierto los buques pronunciados, así
            como las baterías y las tropas en las salidas efectuadas; pero cada vez allegaba Roncali mayores elementos, y ya pudo el 17 ordenar el
            bloqueo, cerrándole completamente por mar y por tierra, autorizando a la vez
            desde Villafranqueza al comandante general de las
            tropas de operaciones sobre Cartagena para determinar los puntos de la línea de
            bloqueo terrestre sobre aquella plaza, estrechándose después más el de
            Alicante, hasta el punto de estar las tropas del gobierno por algunos puntos a
            tiro de metralla.
   El bloqueo
            llegó a precisarse y con rigor; y a la vez que Roncali dirigía el sitio de Alicante desde Villafranqueza,
            Concha estableció su cuartel general en la torre de Leo-Matorno,
            y Córdova en la casa de Berri, ambos frente a Cartagena, trasladándose el jefe
            político con las oficinas, de Pozo Estrecho a Albujon,
            fijando su residencia en una hermosa posesión del conde del Valle de San Juan,
            uno de los jefes del pronunciamiento de Cartagena.
   Córdova
            publicó el 22 un bando estableciendo el bloqueo a tiro y medio de cañón de la
            plaza, determinada la línea en los puntos fijos que ocupaban a la sazón, el 22,
            imponiendo la pena de ser pasada por las armas toda persona de cualquier sexo o
            condición que fuese aprehendida entre la plaza y la línea; que los vecinos de
            los caseríos situados en el terreno vedado se proveyeran de un seguro firmado
            por el diputado de su territorio, autorizándolos además el general con un pase;
            los que por la dirección de Escombreras, o atravesando las montañas inmediatas a
            la plaza se les aprehendiese con víveres para la misma, y los encargados de las
            fábricas de fundiciones que permitieran se condujera a la plaza plomo en cualquier
            cantidad, serían pasados por las armas, y que todos los ganados se retirarían a
            dos leguas, pues los que se encontraran a menos distancia, sin su autorización,
            serían destinados en beneficio de las tropas, y sus dueños o conductores
            juzgados por el consejo de guerra permanente.
             A la vez
            introducía Córdova confidentes en la plaza, en la que hacía penetrar esta
            proclama: «Soldados: la bandera de la traición, en la cual os han comprometido
            algunos desleales oficiales, no es la que deben seguir los soldados españoles
            que defienden a su reina y a la libertad. Vuestros jefes os engañan para
            abandonaros después cobardemente, fugándose en el vapor que tienen preparado.
            Catalanes: no defendáis a oficiales que hacen la guerra a nuestra reina; veníos
            y volveréis a vuestras casas con el auxilio de marcha que han recibido algunos
            de vuestros camaradas. Soldados de Gerona: acudid sin temor a uniros a vuestros
            compañeros, que os esperan con los brazos abiertos. Franquead las puertas de la
            plaza y castillos a vuestros hermanos, para no derramar inútilmente sangre
            española.—El general, Fernando Fernández de Córdova.»
             El jefe
            político, con motivo de la próxima llegada a Valencia de la reina Cristina,
            dirigió desde el cantón de Alhujón, el 27, una
            alocución a los habitantes de la provincia, participándoselo con gran pasión
            política, y diciéndoles: «espero con seguridad que haréis manifestaciones
            públicas de vuestras virtudes y patriotismo en ocasión tan solemne.»
   
 MALA
            SITUACIÓN DE LOS PRONUNCIADOS
             LXVII
                 Por más
            esfuerzos y ofertas que se hacían y planes que se fraguaban, el pronunciamiento
            proyectado fracasó, quedando reducido a Alicante y Cartagena y a algunos
            pueblos insignificantes, aun cuando se preparó una gran revolución en España y
            Portugal, donde no faltaron también pronunciamientos. Tuvieron las juntas de
            Alicante y Cartagena que limitarse a sus propios esfuerzos, y obrar por su
            cuenta. Hasta los recursos escaseaban, y hubieron de efectuarse algunas
            algaradas como la verificada en la mañana del 11 de Febrero: cuatro faluchos
            guardacostas con bandera mercante y alguna tropa de desembarco y presidiarios
            se presentaron a la vista de Torrevieja, produciendo algo de confusión en el
            pueblo: se reunieron las autoridades, huyeron muchos, saltaron los pronunciados
            a tierra al mismo tiempo por cuatro puntos a la vez, y cortaron la retirada a
            los que huían. Apoderáronse los invasores de la caja
            de la administración de las salinas, las sales de la era y todo el resguardo;
            se, embargaron buques para conducir la sal a Cartagena; hicieron efectivos algunos
            créditos a favor del Estado, y al cabo de nueve horas regresaron a su destiño,
            quedando escondidos algunos soldados de Gerona para entregarse. Los vecinos de
            Torrevieja distinguieron a los invasores por su buen comportamiento.
   La situación
            de los pronunciados era cada día menos lisonjera; en Alicante y en Cartagena se
            tomaban las fuertes y extremas determinaciones que les aconsejaban lo crítico
            de las circunstancias; aunque todos querían extralimitarse lo menos posible por
            no desacreditar su bandera, ya que la empresa había fracasado: no bastaba sólo
            el buen deseo; así que el 26 se presentó Bonet en la Aduana, y mandando abrir
            sus almacenes, sacó 108 piezas de paño depositadas por comerciantes, y lienzos pertenecientesa comisos. Les envió al Ayuntamiento, se
            ordenó bajo la multa de 100 reales la presentación de todos los maestros
            sastres con tijeras y medida; se proveyó de la misma manera de cueros, e hizo
            el mismo llamamiento á los zapateros; construyó lanzas con las varas de los
            palios de las iglesias, y exigió bacalao y alubias á quienes las tenían. El
            peligro arreciaba y había menos escrúpulos.
   Era ya
            evidente que se preparaba el bombardeo, porque todos los días se veían desembarcar
            piezas o pertrechos, y aunque trataban de impedirlo por tierra los pronunciados,
            sólo conseguían alguna que otra vez que se hiciera más trabajosamente, ocasionándose
            algunos pequeños encuentros, con pérdida de ambas partes, que la reemplazaban
            los de Alicante obligando á tomar las armas á los que hasta entonces habían
            dejado de hacerlo.
               
 DISPOSICIONES
            DE LA JUNTA DE CARTAGENA ALOCUCIONES
             LXVIII
                 En cuanto la
            junta de Cartagena supo que las tropas bloqueadas habían tomado posiciones en
            la línea de Albujón y Balsapintada,
            declaró el 18 de Febrero la plaza en estado de guerra, y que los actos que
            tendiesen a entorpecer o contrariar las disposiciones de la autoridad militar o
            que atentaran de algún modo a la seguridad de la plaza, serían juzgados por un
            Consejo de guerra permanente, quedando los tribunales en el ejercicio de bus
            funciones en todo lo relativo á los delitos comunes.
   A su virtud,
            el general don Francisco de Ruiz, comandante general de las fuerzas de la
            provincia de Murcia y presidente de la junta de jefes creada para la defensa de
            la plaza, mandó que al toque de alarma las tropas y empleados ocuparan los
            puntos que se les tenía detallado; que los alcaldes de barrio y demás
            autoridades dependientes de la municipal, con los vecinos honrados, patrullaran
            para que no se alterase la tranquilidad pública, que las armas y efectos de
            guerra que tuviesen personas que no perteneciesen al ejército ni a la Milicia
            nacional, o no estuviesen autorizados para ello, las entregasen en el término
            de veinticuatro horas, so pena de ser considerados enemigos de la causa
            nacional y juzgados por la comisión militar; se imponía la misma pena á los que
            de palabra, o por escrito vertiesen especies o ideas que debilitaran el
            espíritu público o contrariasen de cualquier modo la defensa de la plaza; que
            el que intentase promover la desobediencia a las autoridades o sembrase el
            desaliento en las tropas, se consideraría como promovedor e instigador, y
            sufriría la pena de muerte, con arreglo al art. 26, tratado 8., tit. X de las reales Ordenanzas; que los vecinos iluminaran
            las fachadas da sus causas si la alarma fuese de noche, y si de día, no
            pusieran en los terrados y sitios altos de los edificios ropas ú otros efectos
            con los que se pudieran hacer señales a los enemigos, y los que comunicasen con
            las fuerzas enemigas de mar y tierra, o les facilitasen noticias, víveres u
            otros efectos, serían juzgados y se los impondría la pena de muerte. Al mismo
            tiempo dirigió una alocución a las fuerzas que operaban en la plaza, alentándoles
            a la defensa.
             El
            Ayuntamiento, excitado por la junta, invitó a los vecinos que estaban en descubierto,
            por atrasos de contribuciones, que satisficieran sus débitos en el preciso
            término de veinticuatro horas; cuyos recursos, decía, habían de contribuir á la
            salvación de la libertad, amenazada por desgracia; por lo que acreditarían su
            patriotismo pagando puntualmente, evitando así a las autoridades acudir a las
            medidas de rigor prevenidas por las leyes.
             A la vez, el
            Boletín, que publicaban los pronunciados en Cartagena, decía que «ni había dado
            el grito de libertad a impulsos de intrigas extranjeras, cómo calumniosamente
            se ha supuesto en los periódicos que sirven de órgano al gobierno de Madrid; ni
            se ha rebelado contra el Trono; la majestad que le ocupa ha sido el primer
            pensamiento de todos los que en tan noble causa han tomado parte; salvar á
            nuestra inocente, y querida reina es el deseo universal, así como también
            desechar de su lado a los consejeros perniciosos y demás personas que con su
            maléfica influencia son la causa única y exclusiva del disgusto general que
            experimentan todos los pueblos de la monarquía».
               No faltaron
            algunos pequeños tiroteos en diferentes salidas; se tiroteó el 20 la Milicia de
            Santa Lucía, y algunos catalanes con una descubierta de caballería el 22:
            ayudados aquellos milicianos por las*compañías de granaderos y tiradores del;
            batallón de Murcia, hicieron un reconocimiento sobre el castillo de San Julián.
             El jefe
            político de Murcia, obró activo en tan criticas circunstancias. El 17 dirigió
            una alocución a los cartageneros y milicianos nacionales, convidándolos con la
            paz, e inoportunamente decía a renglón seguido que, «sabía que se hallaban
            oprimidos por un puñado de soldados tan desleales como ingratos, por un aduar
            de bandidos escapados de la acción de las leyes, y que nada deseaban más que
            arrojar de entre ellos aquellas hordas de forajidos, aquellos militares indignos
            del nombre español, y que amaban a su reina, a la Constitución y a la patria:
            que calaran sus bayonetas y atacaran á los enemigos de su reposo, que habían
            escogido sus calles y plazas para campo de maldades; que los arrojaran de sus
            murallas, empresa fácil y de éxito seguro y honra; que Alicante estaba para
            caer; diez mil soldados delante de ellos para apoyarles; que obraran, pues de
            lo contrario todas las calamidades de la guerra iban a caer sobre ellos y sus
            familias».
             No quisieron
            los pronunciados que pasara desapercibida esta alocución, que calificaron de
            calumnioso libelo, diciendo que por respeto al público y dignidad, no
            descendían al lodazal de las personalidades, aunque podían hacerlo con ventaja;
            acusaban al jefe político por sus arbitrariedades y tropelías; causa de haber
            enarbolado Cartagena el pendón de libertad; rechazaban la idea de que él vecindario
            estuviera oprimido por un puñado de soldados que llamaba desleales, cuando en
            mil combates habían derramado su sangre «por afianzar el trono, que un hombre
            estúpido le quería usurpar, y con quien ahora se estaba en negociaciones para
            enlazar su descendencia con la inocente Isabel»; que el pueblo de Cartagena,
            salvas muy pocas excepciones, había tomado una parte muy activa en aquel
            alzamiento, mirado como la única tabla de salvación para la libertad; que los
            calificados de aduar de bandidos, eran personas respetables por más de un
            concepto, de más independencia que él y más veraces, y después de algunas otras
            líneas, reprodujeron a continuación en el Boletín la proclama de que se
            trataba, fechada en el cuartel general al frente de Cartagena. También reprodujeron
            la alocución del comandante general don Juan Antonio Pardo, fechada en Murcia
            el 19, en la que comunicaba a los habitantes de la provincia el triunfo
            obtenido en Elda, y se indignaba contra los traidores ocultos y algunos a su
            alrededor.
               Aunque las
            circunstancias eran más para obrar que para hablar, también el general Ruiz
            dirigió el 24 su alocución a las tropas de Cartagena, manifestándoles que al
            aceptar el honroso cargo que la junta de gobierno le confiara, no desconocía su
            gran responsabilidad; que la vida de los soldados, la fortuna y porvenir de las
            familias y el triunfo y consolidación de los principios políticos, base del
            alzamiento, eran los objetos sobre los que se fijaba su incesante atención; que
            contaba con el valor y disciplina de las tropas y de la Milicia nacional, y la
            ayuda de la junta y autoridades, que hasta la sazón superaron todas sus
            esperanzas y llenaron sus deseos; que cumplió lo que se había propuesto de no
            ser el primero en romper las hostilidades, porque de lo contrario muy pronto se
            hubiera visto salpícala en sangre la tierra que pisaban los enemigos; los cuales
            irían a abrazar a sus compañeros con quienes habían compartido la gloria de
            anonadar la tiranía en los campos de Aragón, Cataluña, Galicia y Provincias
            Vascongadas; que pronto su bandera tremolaría vencedora en toda la península, y
            cuando libre el trono de Isabel II, de las sugestiones de sus pérfidos y
            traidores consejeros se afianzasen los derechos constitucionales, habrían
            cumplido con los deberes de buenos ciudadanos, y recordaría siempre con placer
            haberles ayudado en tan ardua empresa.
               El 29
            prohibió la junta salir y entrar en Cartagena a toda clase de personas, fuesen
            solas, con bestias o carruajes, excepto los vecinos de Santa Lucía, San Antonio
            Abad y Hondón, que trasportasen a la plaza frutosoefectos de consumo o  se dirigieran a recoger basuras,
            llevando pase de los diputados de dichos barrios: se adoptaban para ello
            ciertas medidas de precaución, así para la salida de los labradores con sus
            yuntas, destinadas a la labranza, y para las lavanderas u otras mujeres que
            salieran a lavar ropa al arroyo inmediato al glasis de la puerta de Madrid y lavadero de la huerta de Rodríguez en Quitapellejos o parajes intermedios, sin pasar los límites
            que se marcaron.
             Para
            prevenir la escasez de víveres, se anularon los derechos de puertas, aunque no
            los arbitrios locales y municipales, que continuarían exigiéndose, y sujetos al
            pago de los mencionados derechos los géneros ya introducidos, etc., etc. Por
            otro decreto se permitía también la introducción libre de todo derecho, de los
            granos, harinas, aceites, carnes, vinos y aguardientes de procedencia
            extranjera, con cualquier bandera que fuesen conducidos.
             A la vez que
            se tomaban estas providencias, el órgano de la junta se felicitaba de que, a
            pesar de lo excepcional de la situación, no se hubiese alterado en Cartagena la
            tranquilidad pública; que los de todas opiniones y antecedentes vivían
            tranquilos, sin que el menor insulto ni el más pequeño exceso les inquietase;
            que, como su resolución era hija de sus convicciones y de la buena fé, se explicaba esta conducta laudable, no permitiendo se
            confundiera aquella situación con los motines o insurrecciones nacidas de miras
            mezquinas y depravadas que estando el enemigo a la vista, y cuando el principio
            de conservación y amor propio autorizaban medidas violentas, apenas se
            adoptaron las más indispensables, sin que pesaran sobre determinadas personas y
            sin ocasionar el más insignificante vejamen; que hasta entonces, y cuando la
            junta tenía que sufragar considerables gastos, pesando sobre la misma todas las
            atenciones públicas, no había decretado una exacción, y creían no llegaría el
            caso de hacerlo: comparaba esta conducta con la del gobierno y la de los que
            dirigían el bloqueo de la plaza, aprisionando aquel a muchos ciudadanos, e
            imponiendo los segundos contribuciones de todo género y atacando la propiedad:
            «se llaman delegados de un gran poder, y dicen que cuentan con toda la nación,
            y se muestran más tímidos y necesitados que los que estamos dentro de estos
            muros;» desmentían que hubiera escasez en Cartagena, pues los artículos de consumo
            se ofrecían en abundancia y á los precios de siempre, y el pueblo sabía que las
            carnes muertas no se habían vendido hacía muchos años, ni tan baratas, ni de
            tan buena calidad como entonces.
             Firme y
            decidida voluntad, interés, actividad e inteligencia había necesitado y necesitaba
            la junta de Cartagena para hacer frente a tantas y tan apremiantes necesidades,
            sin lastimar intereses particulares, y atendiendo con puntualidad a inmensos
            gastos; mostrándose no menos infatigable el general Ruiz en lo militar
            inspeccionándolo todo, fortificando y artillando los abandonados castillos de
            San Julián y de Despeñaperros. Carecían, sin embargo, los pronunciados, de
            caballería, pues era insuficiente la que tenían, y escribieron en el Boletín
            «que quisieran que los honrados cartageneros y cuantos tuvieren algún caballo,
            hiciesen en obsequio de la justa causa que defendían, entrega de él al
            comandante que entendía de la requisa.» Bastantes se habían presentado, pero
            bastantes también supusieron ventas o endosos a militares para eximirlos de la
            requisa; así hubo que anular toda venta de caballos hecha con posterioridad al
            decreto de requisa.
             El
            vicepresidente de la junta de Alicante; don Antonio Verdú, que había ido  a Cartagena en comisión para aunar los
            elementos de resistencia de ambas poblaciones, pues a las dos solas se había
            limitado la revolución proyectada, con tantas ofertas fallidas y esperanzas
            defraudadas, porque muchos habían faltado, y algunos, no pocos, se jactaron
            después de lo que debiera avergonzarles, si decoro tuvieran, regresó a Alicante
            más desengañado que satisfecho. Interceptado en su viaje, volvió a Cartagena,
            auxiliando á la junta en sus trabajos, y tomando parte en sus deliberaciones.
             Esta, para
            dar una prueba de lo gratos que le eran los servicios que los oficiales de los
            batallones primero y tercero de Gerona prestaron, tomando una parte directa en
            el alzamiento de la plaza el 1° de Febrero, concedió el 29 el empleo inmediato
            a todos los oficiales, siempre que continuasen sirviendo bajo la misma bandera,
            y llevasen dos meses en el empleo que al presente obtenían, considerándose
            estos ascensos en comisión hasta que fuesen aprobados por el gobierno que se
            constituyese a consecuencia de aquel alzamiento. Esta gracia se hizo extensiva
            á los demás oficiales, ya sueltos o  ya
            pertenecientes a otros cuerpos, que acreditaran hallarse en el primer caso.
             En el mismo
            día 29, deseando aquella corporación solemnizar el alzamiento de Alicante y
            Cartagena de una manera, dice, que demostrara los sentimientos de humanidad y
            beneficencia de que se hallaba animada, y para retribuir de algún modo el celo
            y actividad con que se condujeron los confinados en el presidio en los
            trabajos de fortificación en que se emplearon, decretóse en nombre de la reina el indulto a todos los confinados que siendo aptos
            personalmente para los trabajos o  las armas, no
            debieran ser excluidos del goce de esta gracia por la calidad de sus condenas,
            y que la calificación de éstas se haría con estricta sujeción a los decretos de
            indultos generales.
             Todo esto, y
            aun algo más iba ya siendo necesario, porque se prolongaba el triunfo que se
            ofreció inmediato, y no se ignoraba que el alzamiento no era secundado, pues no
            descuidaban los sitiadores introducir periódicos en la plaza y escribir á los
            amigos y aun a los agentes con que contaban para infundir desconfianzas y
            desaliento. Hija de ellas fué sin duda la alocución
            que el 3 de Marzo dirigió la junta de Cartagena a sus habitantes, para que sólo
            ocuparan las murallas las personas armadas encargadas de la defensa de la
            plaza.
             La
            aprehensión el 3 de unas 70 cabezas de ganado cabrío por las fuerzas
            sitiadoras, de que dió cuenta Córdova como de un
            hecho notable, por cogidas bajo el fuego del castillo de Moros, dijeron los
            pronunciados que lo hicieron porque los caballos que se adelantaron ostentaron
            bandera blanca en una lanza, y a favor de esta estratagema se apoderaron del
            ganado y se le llevaron, a pesar de los disparos del castillo.
             
             
 
 
 
 
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